martes, 6 de octubre de 2015

La novela de nuestro tiempo

A veces, muchos lectores tenemos la impresión de que cada día abundan más las novelas que no son novelas y que están escritas por novelistas que no son verdaderos novelistas con el único propósito de atrapar a lectores que no leen. Parece que lo que hoy entendemos por novela, más que un género autónomo, de rasgos definidos y desarrollo bien delimitado en el tiempo, tiende a ser considerado un batiburrillo impredecible que arrastra con todo aquello que sea susceptible de narrar. Algo así como que la novela está concebida para eso, porque nada tiene de género delimitado y contornos definidos, a diferencia de la poesía o el teatro que, nada más nombrarlos, lleva implícito en quien escucha un concepto claro e incuestionable.

En lo que llevamos de este siglo XXI, el asunto suscitado alrededor del significado y del marco de creación de la novela ha provocado reacciones bipolares entre críticos, novelistas y congresos literarios, sin que hasta el momento nadie haya despejado la incógnita fundamental del debate: ¿tiene límites la novela?

El manifiesto de Hambre de realidad (Círculo de Tiza, 2015) apareció publicado hace cinco años en EE.UU. con mucha algarabía y controversia por parte de la crítica. El libro de David Shields (Los Ángeles, 1956) es un texto, clasificado por algunos como antinovela y construido con cientos de citas, que se ocupa de manera intensa y sucinta sobre la complicada catalogación de la novela, y se vale de dar voz a muchos arquitectos de este género para allanar el camino que, según el autor californiano, nos conducirá a aceptar la venida de un nuevo género que no se enrede en distinciones entre ficción y no ficción o entre memorias y fabulación. No le faltan razones para cuestionar el fin y el destino futuro de la novela cuando vemos en los escaparates de las librerías una oferta tan variopinta y heterogénea que no da indicios de acabarse. Para Shields, la construcción de una historia, es decir la novela, no es lo importante, sí que lo es el mundo que representa, su aspecto. Eso es, para él, lo que hace sentir las cosas al lector, lo que le hace entender el presente.

La novela, como bien sabemos y admitimos, es un artefacto que acepta sin menoscabo las imperfecciones. Es verdad que el ser humano está obsesionado con la realidad, como apunta el escritor norteamericano, y que necesita revulsivos literarios que experimenten en ese afán de reinventar lo que acontece. Pero esos laberintos de la realidad de los que habla Shields, a través de la corriente de citas reflexivas de su libro, no tienen por qué concluir en plantear la muerte de la novela; y es aquí donde, a mi juicio, encalla su interesante ensayo. La fuente de la novela fluye de ese caudal inagotable y propenso del ser humano a rehacer el mundo en que vive desde otras posibilidades, a revelar la realidad, el sueño, la memoria... No es necesario llevarlo a buen fin desde un formato implacable y estricto, sino desde la palabra que narra y salpica lo que queda entre la emoción y el silencio, entre la invención y el vacío. Esto parece, realmente, a todas luces irrefutable.

Hambre de realidad es un empeño intelectual de reavivar el sentido ambiguo de la novela como género, una reflexión fragmentaria a través de los 618 enunciados que conforman el debate que el escritor estadounidense propone, pero desde un posicionamiento radical, porque él aboga por el predominio del experimento en la escritura, sobre todo, a través de las memorias y de los ensayos. Para él, la realidad aventaja al talento, y la cultura ofrece casi a diario datos a raudales para cualquier novelista. E insiste, y no le falta razón, que parte de la mejor ficción actual se escribe en forma de no ficción.


David Shields ha escrito un libro al que merece la pena prestarle atención, propicio para la reflexión más que para la polémica, un texto de apasionante lectura, con muchas ideas brillantes y otras maximalistas y contradictorias. Pero esa defensa a ultranza sobre el mestizaje de la realidad y la ficción, la autobiografía y la crónica fragmentaria, carente de una línea narrativa en consonancia, ese gusto insistente del autor americano por el género híbrido no concuerda del todo con la ficción como espejo de la vida sin más, ese espejo que tiene a la imaginación y a la memoria como elementos desencadenantes de una buena narración, y a la palabra como elemento constitutivo de la razón de ser de toda novela convencional o moderna, más allá de cualquier intento crítico de aniquilar la novela de nuestro tiempo. [Reseña núm. 243]

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