“La
palabra solo tiene sentido si hay alguien que la recibe. Si hablamos
es porque somos seres relacionales. Hablamos para interpelarnos, para
modificarnos, para afirmarnos en relación con otros. Cierto es que
también pensamos hablando, que, al decir de Platón,
pensar es el diálogo del alma consigo misma, pero de ahí no cabe
concluir que somos en soledad, antes bien que nunca estamos solos y
que pensar es siempre pensar con otro, aunque ese otro seamos o
creamos ser nosotros mismos”.
Con
ese párrafo, el profesor y ensayista Daniel Gamper
(Barcelona, 1969), apunta al centro de la que será la argumentación
por donde ha de transitar la escritura de su libro Las
mejores palabras (Anagrama,
2019), una obra con la que ha obtenido el Premio
Anagrama de Ensayo, y en
la que desarrolla el sustrato real de su trabajo acerca del valor y
la fuerza de las palabras. Lo que se despliega por su entramado
ensayístico no es otra cosa que proponer al lector un desarrollo
argumentativo sobre la importancia que tienen las palabras en la vida
personal y social de todo ser humano. Viene a decirnos su autor que
las palabras no solo definen, enmarcan, profundizan y designan, sino
que las palabras, especialmente, engatusan y repelen, ensalzan y
aplacan, edulcoran y amargan, perfuman y desagradan. Por eso conviene
que nos fijemos en el valor de su fuerza y en las consecuencias de su
uso.
Previamente,
Gamper subraya que en
todo hablante hay una predisposición por buscar “las mejores
palabras”. De esa búsqueda persuasiva toma impulso para después
detenerse en enfocar dónde residen las palabras y qué ocurre una
vez emitidas. Las palabras arraigan en la inteligencia y crecen con
ella, apunta. Viven en los sentimientos, forman parte del alma del
hablante y duermen en la memoria. Cada capítulo trata de contribuir
al esclarecimiento de lo que proponen las palabras como embriones de
ideas y germen del pensamiento. Y para ello, Gamper
se ocupa en fijar sus argumentos alrededor de los dos valores que
toda palabra posee: el primero, de índole personal, que va ligado a
la vida del individuo; y el segundo, el más determinante, que se
inserta y proyecta a toda la colectividad. Por eso, resalta que “una
vez emitidas dejan de ser propiedad de nadie” y, sin embargo, este
hecho conlleva que “alguien puede ser responsabilizado de sus
efectos”.
Las
palabras, insiste, son “la expresión más elevada de nuestras
capacidades simbólicas”, establecen el canal principal de
transmisión del conocimiento, “el vínculo que nos unen” y viene
a decirnos que, desde luego, sirven para seducirnos y para que
logremos construir un nosotros. Nietzsche
dijo que toda palabra es un prejuicio, y que toda palabra es previa a
sí misma, existe antes de pronunciarla. Y en eso reside su poder.
Las mejores palabras
nos pone en comunicación con nosotros mismos. Hay un hilo conductor
en el libro que trata de reflejar cómo la lengua, a través de la
palabra compartida, da testimonio de nuestra experiencia. La lengua
es, por tanto, nuestro denominador común. Las palabras establecen
ese intercambio emocional e intelectual necesarios para el
entendimiento entre unos y otros.
El
autor señala que, a pesar de la solidez de estos argumentos, el
panorama de lo que se percibe en la vida política y pública no es
demasiado halagüeño. Hay un desencanto que trasciende, como si la
palabra transmitida y aprendida en casa hubiera sido vaciada
parcialmente de su significado en la actualidad, como nunca antes en
la historia había sucedido, y dicho significado se derivase en un
insistente atropello de fake
news,
al que parece que nos hemos acostumbrado, como si no pasara nada, nos
advierte Gamper.
Ante esta avalancha, propone mantener el mejor uso de las palabras
atendiendo al verdadero valor ético, político y social que estas
representan.
El
libro en su conjunto es un análisis selectivo de los distintos usos
de la palabra en diferentes contextos. Las
mejores palabras
es un ensayo bien urdido que lleva a preguntarnos al final del mismo
qué entendemos por libertad de expresión, teniendo en cuenta su
significado y el compromiso que encierra dicho término en las redes
sociales, en los medios de comunicación y, cómo no, en las tareas
educativas de la escuela: “El hombre no viene al mundo solo. Eso
hace de él un animal político, en la medida en que esa compañía
no es solo la de la familia sino la del pueblo, el cual es
imprescindible para educar a los niños, como se suele decir”. El
poeta español Luis
Rosales
dibujó esa idea ancestral con estos hermosos versos: “La palabra
que decimos/ viene de lejos, / y no tiene definición, / tiene
argumento. / Cuando dices: `nunca´,
/ cuando dices: `bueno´, / estás contando tu historia / sin
saberlo”.
El
hecho de preguntarse cómo hablamos significa para Gamper
estar preocupado del uso que hacemos del lenguaje y de no querer
perder el sentido ni el valor de las palabras que lo hacen posible.
En ese ámbito se sitúa el peso de este libro. Las
mejores palabras
conforma, por tanto, un texto fértil y ameno, orientado también a
reflexionar sobre los vicios del lenguaje y sus repercusiones, muy
propicio en estos tiempos de tanta palabrería y posverdad.
Viene bien recordarnos que existimos
porque nos nombramos y somos nombrados, y porque damos cuenta de
nuestra existencia con las palabras que compartimos.