viernes, 22 de octubre de 2021

El cuerpo siempre se hace oír


Me pongo a pensar acerca del significado del rito y lo que ha supuesto y supone en la historia de nuestra cultura. Los expertos en la materia dicen que todo rito guarda una simbología y suele expresar el contenido de algún mito. No sabemos con certeza si los humanos de hace cien mil años hablaban como nosotros, pero sí hay constancia de que realizaban ritos en momentos importantes de su vida, como ante una expedición de caza, o al dar sepultura a un miembro del grupo. Desde entonces, quedan vestigios suficientes para afirmar que el ser humano no ha dejado de ser un animal ritual. Y lo seguirá siendo, por mucho que varíen los tiempos, igual que cambian las creencias, las lenguas o las formas de parentesco en nuestra forma de relacionarnos con los demás.

Los relatos reunidos en Los ritos mudos (InLimbo, 2021), de la escritora y periodista Nerea Pallares (Lugo, 1989), vienen a confirmar que la ley de la naturaleza impulsa el cauce del rito en cualquier ámbito y momento de la vida humana, porque es, a su vez, la ley del tiempo, de la noche, de la fuerza, del misterio, de lo impredecible, del sacrificio. Los personajes de su libro transmiten sus conflictos con reserva, con miedo y perplejidad ante la extrañeza de la realidad que viven, mayormente precedida por la incapacidad de escapar a su propio destino. A veces andan desconcertados, sorprendidos como si a sus pies saltara un rosario de huesecillos blancos y secos que quieren hablarles de una existencia, de una vida que, tal vez, anduvo sujeta a un ritual insólito e inevitable y que tiene que ver con su futuro inmediato.

Advertimos, como subraya la prologuista del libro, Valeria Correa Fiz, que Pallares, desde el título, nos propone una lectura de estos relatos en clave de paradoja, una manera de encauzar todo lo que el individuo de ahora, a modo de rito, adora y consagra como paradigma o aspiración. A tal efecto, se deja ver la capacidad de la autora para iluminar de un modo novedoso y destacable aspectos esenciales de ese anhelo a través de unas historias perturbadoras, bien seleccionadas en las que sus protagonistas entran en unos escenarios donde serán testigos o participarán de ciertas ceremonias que transcurren en el presente de sus días. Cada uno de sus cuentos gira alrededor de un deseo o de una inquietud que se tensa visiblemente en una dirección sin explorar en la que se dirime algo enigmático, indecible o pavoroso. Y ahí radica su clave, en esa búsqueda que pondrá en juego su destino.

Entrando en sus costuras, el lector se encuentra con diez relatos en los que sus personajes, cada uno a su manera, son seres fronterizos en sus soledades y deseos, residen en esa contradicción constante que supone vivir, con sus apegos y distancias, con sus anhelos y conjeturas. En Los ritos mudos encontramos un micromundo habitado por una clase de personas de aparente vida inane, oculta tras una normalidad simulada. Sus moradores se acercan a la frontera de lo inquietante y se prestan a una pérfida circunstancia de algo inesperado que atisba una revelación o una amenaza. Cada uno de ellos experimentará un fuerte sentimiento de vulnerabilidad, perturbación o dolor que afectará a su conducta.

En su trama, lo insólito, lo imprevisto y el terror surgen de situaciones cotidianas, de universos cercanos que se van transformando y pervirtiendo, hasta convertirse en un descubrimiento espantoso. Hay un imaginario propio en cada cuento que no se aparta del imaginario colectivo. Algunos salen de las entrañas de un pantano, como sucede en Los días salados, el primero de los relatos. Pero también puede llegar de un entorno impactante, como es el caso de Fä, un cuento ubicado en un bosque sueco habitado por una comunidad sustentada por el núcleo de una células ecológicas dispuestas de manera armónica en círculos concéntricos. O, sencillamente, brotan de una obsesión permanente, como le ocurre a la narradora de La madre araña, una mujer que llama cada semana al mismo programa de televisión para participar como concursante. La espera es un cuento terrible y alarmante en el que se nos muestra cómo lo humano se animaliza, y el de #Nora es tan impactante como revelador: un relato que transita por los algoritmos del big data y por el culto enfermizo a las redes sociales.


En todos ellos hay algo callado que no se dice, algo entretejido bajo la atmósfera perturbadora que se ajusta a la estructura dispuesta del libro coincidente con las pautas clásicas del rito: Separación, Sacrificio, Adoración y Redención. En todos ellos la voz narrativa en primera persona se impone, menos en No recuerdas la noche, una historia sobrecogedora y extraordinaria escrita con esa voz imperativa y enfática, tan envolvente como es la segunda persona. A todo esto, se añade otra característica destacable de estos cuentos, la sequedad de sus títulos, bajo el epígrafe, en muchos de ellos de una sola palabra, que traslada al lector a un contexto narrativo deliberadamente desafiante, al que deberá asistir desprovisto de prejuicios y dispuesto a un desenlace sorprendente y audaz, que no rehúye de una verdad oculta que ya requiere ser descubierta por el lector.

Nerea Pallares condensa lo bello y siniestro que se entreteje en la vida cotidiana con unas historias bien urdidas, de lenguaje ágil y visual, de mucha intensidad narrativa y bien cargadas de significados, todo ello a través de una pluralidad de voces asoladas que se hacen sentir. No hay manera de salir de aquí indemnes. La armonía y el orden aparente desaparecen y se quiebran ante la amenaza ominosa de lo que llega, como si el hilo que cose el imaginario de todo lo vívido de estos ritos mudos se convirtiera en cuerda que aprieta y ahoga.


viernes, 15 de octubre de 2021

Un volcán literario


Podríamos afirmar que los escritores oyen el silencio, descubren lo invisible y lo insólito y, después, lo cuentan. Sí, pero hay otros pocos, dotados de una gracia especial, que tienen la cualidad de abrir sus oídos y escuchar el pálpito del lenguaje para llevarlo a su escritura por unos márgenes en donde la oralidad germina a ras de suelo junto a lo real y cotidiano y desde allí lo engarzan para que la imaginación revele algo extraordinario relacionado con alguna historia que andaba por ahí merodeando a su aire entre los propios atrezos del lugar o del barrio por donde transita el devenir de quienes lo habitan.

Por esos términos transcurre Panza de burro (Ediciones Barrett, 2020), de Andrea Abreu (Tenerife, 1995), por un hábitat en el que el lenguaje se convierte en un acuífero rico en matices y capaz de fluir con su canción singular para entenderse con quienes lo escuchan y sienten su gorgojeo. Es así como lo cuenta Abreu, con esa naturalidad y abundancia asilvestrada que fluye del habla canaria, sin coartarse a sí misma con formalismos sintácticos, con la convicción de desatar la potencia de su singularidad. ¿Por qué iba a emplear una sensibilidad prestada? ¿Tan solo por el deseo de ser correcta con el idioma?

Como decía Goethe, lo que no se entiende, no se posee. Abreu hace que su historia se entienda y se posea sin dejar de apartarse por un instante de la identidad propia que la envuelve y de su interpretación. El secreto de este libro son sus resonancias que se dejan sentir en sus treinta capítulos no numerados. La vida interior de los personajes que transitan por Panza de burro se manifiesta con sus circunstancias externas, con los gestos que se van acumulando, con su modus vivendi, con el mar de nubes que puede verse durante muchos días del estío o los vientos alisios que soplan desde el noreste y son los culpables de esta acumulación de nubes a baja altura que se colocan entre el cielo y las casas de los vecinos.

Es eso mismo lo que impulsa esta fascinante novela, una historia que sucede en un pueblo del norte de Tenerife, donde las nubes acostumbran a sobrevolar y sestear para participar después de todo lo que bajo su manto ocurre. A ese fenómeno atmosférico se le llama panza de burro, que es también una metáfora paisajista de tonos grises que se traduce en un estado emocional, lo que viene a constituir también al estado afectivo del ambiente y de sus dos protagonistas. Son dos amigas preadolescentes, de poco más de diez años que, además de jugar y dar paseos, comparten secretos y un despertar sexual acelerado. Son dicharacheras y divertidas, muy apegadas al roce de sus abuelas. La una es la narradora y seguidora de las andanzas de la otra, Isora, la más indomable y decidida.

Dice la editora y guía de este libro, Sabina Urraca que “cuando Panza de burro solo había crecido unos capitulitos, pensé que sería una novela sencilla y hermosa que abriría un hachazo en esa tela de invernadero que parecía ocultar un imaginario y un mundo que debían ser mostrados. Más adelante, la grandeza del libro, la inteligencia y el salvajismo de Andrea, su pulso poético y su falta total de miedo hicieron trizas la rafia, y quedó a la vista una plantación intrincada, dolorosa, inmensa, nada sencilla. Hice la primera edición en un salón de Lisboa, y creo que fue allí cuando me di cuenta de que el libro era mucho más grande de lo que imaginé”.

Es precisamente ese salvajismo el motor que convierte a la novela en un volcán estrepitoso de lectura adictiva y emocionante. Panza de burro es un relato transparente y portentoso que acapara la atención del lector por ese rasgo veraz y bravío que la propia historia transmite, un libro que cuenta también la historia de los habitantes de un barrio. En ese mismo lugar se halla inmerso una forma de vida sujeta a una lengua o, mejor dicho, a una oralidad que, a su vez, ostenta un protagonismo permanente en todo lo que acontece en la vida de su gente y, cómo no, en la vida escrutadora e incipiente de sus dos protagonistas, amigas inseparables que se quieren y se incordian, que se tocan, que hablan por Messenger con otros, que meten los pies en charcos, como si fuera el mar, que juegan a mayores con sus muñecas y a ser mujeres criticonas, que hablan de las casas ilegales construidas o que memorizan canciones favoritas y las anotan en una libreta.


Había escuchado maravillas de este libro hace un año y lo compré dejándolo en reposo para más adelante. La llegada de otros libros postergaron su lectura. Sabía que tenía que leerlo y una vez rescatado de la torre de mi mesa, comparto ahora mi incontenida experiencia lectora, más que para darle visibilidad, pues ya la tiene abundante, para manifestar mi gratitud, esa que otorga la buena literatura, la que atrapa, conmueve y encandila. Es esto, sencillamente, lo que acaba de ocurrirme con este hermoso libro, un gran debut narrativo de prosa arrolladora.


lunes, 11 de octubre de 2021

Extrañamientos y perplejidades


La escritura es control. Los escritores, sin embargo, van más allá: toman esa masa informe de perplejidad que les viene de la realidad y la vierten en un molde de su propia invención. De ahí que la escritura sea siempre resistencia y acople a un formato. Y, tal vez por eso mismo, requiera de un amplio repertorio de formas posibles para dejarse ver. Sobre el papel disponen de epígrafes, saltos de línea, elipsis y silencios para dar forma a un texto con el que contar algo en donde el espacio y el tiempo se doblegan a su voluntad.

El microrrelato conforma ese espacio de literatura cuántica, podríamos decir, en el que la hiperbrevedad y narratividad se ajustan al máximo. Es decir, en el microrrelato, el empleo de la síntesis y de la elipsis es tan determinante como fundamental. Respecto al cuento, más que hablarse de una diferencia cuantitativa, habría que hablar de su diferencia cualitativa, de sus rasgos formales, como son: la ausencia de complejidad estructural, la mínima caracterización de los personajes, la condensación temporal y espacial, la importancia del título. Todo ello encaminado a reducir el texto a su mínima expresión.

Son estos ingredientes discursivos de los que participa Un koala en el armario, de Ginés S. Cutillas (Valencia,1973), un referente de todo lo que tiene de depuración y de quintaesencia el género y que, merecidamente, vuelve a publicarse, después de años descatalogado, rescatado por Pre-Textos. Una muestra más del interés y de la vitalidad que el microrrelato sigue teniendo en nuestra literatura, tanto por su diversidad, como por el gusto por el experimento y lirismo bien medido.

Un koala en el armario reúne cincuenta y dos minicuentos donde, en un entorno generalmente fantástico en el que no faltan lo insólito, la perplejidad, los laberintos de lo cotidiano, lo inexplicable, los espectros o el estallido imprevisto de una aparición, cada uno de ellos al servicio de una trama paradójica y sorprendente con la que captar las extrañezas de la realidad inmediata. La intención de Cutillas es abarcar un amplio abanico de situaciones intensas, ingeniosas y sugerentes. Para llevar a cabo su propósito, se vale mayormente de un narrador en primera persona que no cambia de tono, por extraño que sea lo que nos está contando, un artificio que ayuda a que el lector acepte con naturalidad contenida lo que el narrador se propone: sorprendernos.

Hay momentos, como ocurre con el relato que pone título al libro, que cruzamos la frontera entre lo posible y lo imposible, un rasgo característico en la mayoría de sus historias, consiguiendo que el lector no salga de su asombro. Esa extrañeza inherente en ellas da cabida a un sinfín de sensaciones y perplejidades. Por ejemplo, en el microrrelato Marcha atrás, una evocación bíblica, el lector pasa de reírse a contemporizarse. En otro titulado Las manos, es inevitable no sentir un escalofrío ante la cruda realidad. En Una historia doméstica, en Mascarada o Los mutilados quedamos atrapados por la lógica y el estremecimiento que encierran sus historias.

Asistimos, en medio de una fecunda invención de escenarios, a la recurrente aparición de lo inexplicable en la normalidad cotidiana, unas veces de forma inesperada y bien tratada con humor y otras bajo un ingenioso titubeo. En cada pasaje o historia somos testigos de desdoblamientos, reflejos, dislocaciones del espacio y el tiempo, y toda una suerte de extrañas conexiones entre la vigilia y el sueño, entre la rutina y lo excepcional, entre lo real y lo imaginario. Son historias que zarandean y pellizcan el lado recóndito de sus protagonistas mostrando aspectos insólitos de sus vidas.

Desde ese lado es donde nace la perplejidad de la que se vale Cutillas para contarnos todo un universo disímil, fijándolo en el espacio y en el tiempo con un conjunto de historias mínimas que, en su brevedad, no rehúyen del resorte de lo que acontece en un momento del día, ni de la vacilación inusitada del narrador, ni de su descreimiento, porque en todo su devenir fantástico no solo se pone en duda la realidad palpable, esa que el ojo percibe vagamente, sino que trasciende a otro enfoque distinto e increíblemente veraz cuando la invención la empuja, con aparente naturalidad, a lo que pudiera haber sido.


Un koala en el armario es una jugosa colección de piezas narrativas engatilladas sobre la brevedad de hechos insólitos, extraños e irrisorios. Cada título es una minicontienda, un enigma de aparente sinsentido que sumerge al lector en la incertidumbre y el desconcierto. Algunos dan indicios de lo que viene, otros solo equívocos, la mayoría, eso sí, ocultan la gracia de su misterio. Nada parece dejar escapar su autor para engatusarnos, ni el cuidado y levedad de su prosa, ni su afán por arrancarnos una sonrisa o captar la atención del más descreído lector. Por esto y por más razones indecibles, este koala sorprende y se hace querer.