jueves, 30 de diciembre de 2021

Asuntos que nos van y nos vienen


Son más de treinta y cinco años los que lleva Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) escribiendo aforismos. Más de media vida. Una amplia y fértil trayectoria que le ha valido ser un escritor de referencia del género en nuestra lengua. Un total de nueve publicaciones dan buena prueba de su innegable calidad y alcance. Su arranque con La vida ondulante o El cuaderno francés, aparecidos en 2012 hablaban ya de un aforista de corte clásico, pero alejado de toda solemnidad. Sus resonancias destilan ironía, paradojas y perplejidades que, por este orden, le dieron pie a fijar un rumbo personal más acorde a un estilo socarrón de entender la vida, un camino del que nunca se apartaría en los libros que les sucedieron, como Aire de comedia (2015), Palmeras solitarias (2018), El oráculo irónico (2019) o Cafés de techos altos (2020). Cada uno de ellos habla por sí solo de quien lo escribe, alguien de vocación firme a la exigencia que desafía al género, alguien con un discurso natural y admirable que busca sin urgencia la condensación verbal y el juego lapidario.

En Aforismos y Serendipias (Renacimiento, 2021), su nuevo libro, no pierde comba en ello, sino que sostiene su crédito más si cabe en ese menester suyo de escribir sin pedantería y hacernos pensar o poner en entredicho algo, y, de camino, proveernos de una mueca risueña. Dice y subraya Eder, con cierta retranca, en el brevísimo prólogo del libro que: “El aforismo quizás ya no sea una sentencia breve y doctrinal como siguen diciendo los lentos diccionarios (...), el aforismo más valorado hoy día por el lector libre y experimentado –añade– es el que consiste en una breve frase inteligente que le haga prensar provocándole la sonrisa”. El término serendipia, bien traído al título, viene a poner énfasis al matiz etimológico de la propia palabra, igual que a imprimir carácter al sentido práctico y genuino del aforismo en cuanto a hallazgo afortunado.

Dice Ramón que “Escribiendo aforismos se encuentran serendipias”, y si él lo afirma, debe de tener razones suficientes para constarlo, ya que la casualidad también cuenta, ¿O no fue una serendipia el descubrimiento de la ley de la gravedad de Newton? Pero ya sabemos que la ironía y el humor son dos ingredientes fundamentales en el cocinado de sus aforismos. Leamos algunos de sus asertos: “Piensa mal y te caerás de un guindo”; “Los hay que están enamorados pero son asintomáticos”; “Sacar dinero de un cajero eleva nuestra autoestima porque parece que hacemos magia potagia”; “El nuevo Heráclito: «Todo influye».” Cada epifanía suya, ceñida al desparpajo de una reflexión, a la humorada insólita de una experiencia o al asombro de un paseante dispuesto a mirar lo que tiene de extraño el mundo que le rodea, es suficiente para ofrecernos una impronta tras otra con la que desatar una broma inteligente, apañada o sarcástica.

En ocasiones mira también hacia el lado menos amable de la vida, y hasta se sumerge en resaltar la contrariedad que supone aceptar la realidad, ya sea una ocasión perdida o la soledad de un día anodino, para concluir que eso mismo no es más que algo común a todos y, en cierto modo, poético, que sucede a menudo y de lo que se aprende mucho. Valgan estas cinco perlas: “Es melancólico ver a un cisne solo”; “No poder volar también es una minusvalía”; “La paradoja de la vida es que hay que vivir como si fuéramos libres sabiendo que no lo somos”; “De lo que se trata es de llenar el día de instantes maravillosos”; “Hay que cambiar mucho en la vida para seguir siendo el mismo”.

Son más de cuatrocientas muestras de vislumbres en las que caben paradojas, relámpagos, pepitas, humoradas, minucias refinadas, sutilezas, nostalgias del latín, regusto por lo clásico, agudezas o instantáneas que tratan de decir algo que merezca la pena ser leído y recordado. Porque a Eder lo que le apasiona del juego de la vida y de las palabras es desvelar algunos de sus secretos que no se ven a simple vista: “Hay aforismos que no dicen una verdad pero que son muy buenos porque desenmascaran una mentira”; “A las buenas personas le sientan bien tener cierta picardía; “Los libros con faja elogiosa parece que quieren tapar algo”; “A los pestillos de las puertas les debemos muchos ratos de felicidad”; “Jugar al ajedrez nos enseña a no caer en trampas tontas”; “Leer no te hace más inteligente pero te hace menos tonto”...


Eder rehúye, como siempre, del aforismo edulcorado y postizo, poniendo distancia a cualquier ocurrencia o moralidad arcana. Le gusta más provocar la sonrisa y el desconcierto al lector que sabe leer entre líneas, al que le impele a releer lo escrito para hacerle sopesar la verdad con la que esta verdad se oculta. Su lectura depara descubrir palabras justas para nombrar el mundo, con esa sutileza y retranca pícara, tan suya, que desborda ingenio y burla.

Uno, confeso ederista, confirma que Aforismos y Serendipias se revela como una etapa prolongada de una feliz estancia en el territorio de un género donde el autor conecta y se siente como Pedro por su casa, un suma y sigue sostenido y vivaz que perpetúa su apuesta deliberada de no caer en la trampa de lo obvio, ni en la mera ocurrencia, un libro consecuente con ese talante, que no se corta un pelo, que se lee con sumo gusto y que, desde luego, pone su atención y gracia en tantos asuntos de la vida cotidiana que nos van y nos vienen.


martes, 28 de diciembre de 2021

Cuentos oscuros


La literatura es un campo de transformaciones, un laboratorio desde donde la realidad se configura en moldes de misterio, de conciencia y de lenguaje. El agente capaz de llevar a cabo estas transformaciones es la palabra, el orden de su disposición y, desde luego, su inventiva. Para hacerlo posible, el escritor cuenta con su imaginación conformada de tiempo y de lapsus. La intervención del tiempo no es gratuita, se hace necesaria y fundamental. El tiempo es el motor que vuelve operativo al mito del relato, el que contribuye a resaltarlo y reinventar su misterio. Es la dimensión que apela a contar la realidad del mundo y sus rarezas como si sucediera por primera vez.

Esa proyección del tiempo es, propiamente dicho, el tesoro relevante de una obra literaria, el cauce indispensable para su buen fin. Diría que los trece relatos reunidos en De un mundo raro (InLimbo, 2021), de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976) andan estrechamente vinculados a ese dictado en el que el tiempo y la tradición lo conforman todo, hasta lo indecible, pero aquí, de forma inquietante. Cada uno de sus cuentos, al igual que cualquier organismo vivo, desafía su tiempo dispuesto, a punto de mostrarse irrepetible por extraño que parezca. Son fábulas que vienen con un ropaje que medran para llevarnos desde lo secreto hasta el más allá de sus rarezas.

En la misma medida, bajo ese mismo manto de extrañezas, se esconde igualmente la conflictividad existencial de sus personajes, así como la incertidumbre y el miedo inquietante que rodean a sus vidas. Quienes transitan por estas historias son seres atrapados en sus soledades y anhelos, residen en esa constante contradicción que supone vivir una existencia insólita, con sus apegos y distancias, pero, sobre todo, sin apenas notoriedad. Los relatos de Solange Rodríguez contienen un universo habitado por esa clase de seres de aparente vida inane, ocultos tras la realidad en la que moran, en la frontera con lo desconocido. Cada uno de ellos anda ocupado en lo que le ha tocado en suerte, con cierto aire de fatalidad y de pasmosa resignación.

En el primero de los relatos, el narrador comparte con otros personajes el sentido de contar historias desde la propia vida, desde la tradición como fuente de inspiración. Asevera que “la literatura es una convocatoria a fuerzas ingobernables que no terminamos de entender”, una declaración luminosa que, en los siguientes cuentos, se hacen eco con más ímpetu. Como así ocurre en Noches de difuntos o en Compañeros de viajes, dos relatos inquietantes que intercambian experiencias con la muerte y sus fantasmas. La presencia de animales, como perros, gatos, ciervos, extraterrestres y otras especies forman también un buen número de historias que propician anomalías e, incluso, desastres domésticos.

En la mayoría de ellas, y así lo deja entrever Giovanna Rivero en el prólogo del libro, Solange urde, con brillante eficacia, una trama variada y singular por la que confluyen sus hilos en un nudo final del que suelen quedar destellos turbadores con los que el lector tendrá que jugar durante un tiempo a engarzarlos. De un mundo raro es un libro de atmósfera hipnótica, con voces narrativas cercanas e íntimas, absorbidas por lo que están contando. Da igual que el cuento esté narrado en primera persona o en tercera, porque lo que le interesa a su autora es la virtud de esa voz singular, su capacidad de provocar el desconcierto en el lector, transitando por el secreto de las vidas retraídas y desamparadas de sus protagonistas, seres de vida nada común, sobrecogidos por el capricho y por la fiereza del destino.


Son cuentos oscuros que seducen y asustan por igual, sí, pero atisban un sesgo recóndito de esperanzas. Uno termina de leerlos y queda arrobado por lo que poseen de intuitivo y pavoroso, por su ritmo intenso y estilo expresivo que abarca todos los sentidos, un libro escrito desde la tradición de la invención, mediante un lenguaje vívido que subyuga al situarse más allá de lo verbal. Por eso engancha, por su embrujo.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Escenas cotidianas


Un buen libro de relatos no necesita de ningún manual de instrucciones que determine cómo debe ser leído e interpretado. A este respecto, decía Nabokov, que solo se requiere un buen lector que posea imaginación, memoria, cierto sentido artístico y hasta un buen diccionario. Con esto bastaría, aunque tal vez se podría añadir esa otra cualidad que todo lector insaciable lleva consigo mismo: su incurable y vasta curiosidad. Ahora bien, conviene no olvidarse de que un libro se basta a sí mismo para revelarnos todo lo que tiene que revelar, es decir, para que el engranaje de sus piezas encaje y nos cautive.

A los que nos gustan tanto los relatos lo hacemos para divertirnos y emocionarnos, incluso hasta para nuestro aprendizaje y gozo intelectual, ese mismo que despierta en nosotros el efecto inusitado de compartir una experiencia fascinante y excepcional por medio de historias que apelan a descubrir hechos insólitos extraídos de la vida cotidiana. Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) apuntala ese grado de expectación en favor de la conexión con el lector con Autoficción (Aristas Martínez, 2021), probablemente su libro de relatos más original y jocoso en el que reúne diez piezas breves, alguna con tan solo una página, lo suficientemente audaces para hacernos rehenes de la tragicomedia que representan los personajes de su inventiva, no exentos de ternura, con la misma perplejidad con la que nos enfrentaríamos a lo real y cotidiano de nuestras propias vidas.

De cada una de sus historias surgirá un pálpito o un destello que irá más allá de su propuesta inicial, como un señuelo y nos conducirá, con destreza y sagacidad, a un vislumbre del mundo real de la propia calle que habitamos, pero reimaginado. Pequeñas escenas cotidianas que se entremezclan con aire surrealista, resplandores, ironía y humor a destajo. En el primero de sus relatos, que pone título al libro, se diría que el autor se parodia como profesor de taller de escritura. Pero aquí, fija más su mirada en el narrador-alumno, que es quien cuenta su experiencia en clase y la dificultad que tiene en seguir las instrucciones, para dejarse impregnar por lo que circunda a la autoficción, que parece inundarlo todo.

En los siguientes, conoceremos, por ejemplo, el plan de un activista miembro de una organización internacional contra los iconos, obsesionado con destruir las vallas del mítico toro de Osborne. También conoceremos a las dependientas de una tienda de ropa, de esas de toda la vida, que se ríen a pierna suelta, a espalda de los clientes, así como el relato de un anciano socarrón que recorre una y otra vez la línea de circunvalación del autobús de su localidad, o el del joven buzo que prepara los salmones para que Franco los pesque con suma facilidad.

Todas las historias ideadas que transitan por Autoficción imaginan a un personaje obnubilado por un deseo, a veces imantado por una extrañeza o perplejidad. Márquez deja paso a que el deseo de sus personajes inciten y escruten la realidad circundante, aunque sea distorsionada para que, a su vez, abra un resquicio a la posibilidad de otra historia espejo que realmente se toque con la nuestra. Uno lee Fírmeme aquí y no puede evitar cierta sintonía o reflejo de la realidad que le rodea y preguntarse si no le convendría hacer lo mismo que la protagonista del cuento, y salir pitando a una casa de empeños y dejar en prenda a un cuñado incómodo sin importarle el dinero que le puedan dar por él.

Con todo, como la vida misma, ocurre también que cada personaje que transita por Autoficción se ve envuelto en una circunstancia particular y significante, vinculada a querer sacar provecho de su situación, a desear lo indecible, e incluso a posicionarse frente al deseo de otros, como le ocurre a quienes confluyen en Redes sociales, un relato armado de seres recurrentes e insignificantes que ocultan sus vidas tras la hipocresía social establecida para ampliar sus seguidores ad infinitum.


Tanto en unos relatos como en otros, el pulso narrativo y el tono se relacionan con el punto de vista desde el cual el autor cuenta la historia. En todos ellos el que más abunda no es otro que el tono irónico y tragicómico de sus escenarios, ya sea en un vestidor de unos grandes almacenes, en un ascensor, en un taller de escritura, en un autobús o en un parque. La voz propia de Márquez es reconocible en cualquiera de todos estos ámbitos. Su tono, ligereza y estética conforman un imaginario de enfoque sarcástico en el que encarna las vivencias de sus personajes para proyectar ese sesgo escogido de algo que nos hace pensar en asuntos nuestros.

Juan Carlos Márquez escribe con enorme soltura y eficacia, lleva a sus personajes al punto o extremo señalado y obliga al lector a obrar como testigo. Un pulso extraordinario entre escritor, lector y personajes, que es lo que distingue a la buena literatura.


martes, 14 de diciembre de 2021

Una sombra que se desentiende


En el fondo, la literatura es ciega, pero antes, el escritor ha tenido que haber visto y guardado en su memoria una infinidad de cosas para poderlas contar. Por eso, el lector cauto debe tener en cuenta, cuando se pone delante de un texto, que toda trama o argumento es banal si el escritor no encuentra la manera propicia de contarlo y darle vida propia, de un modo que dé la sensación de que tenía que expresarse así y no de otra manera, provisto de ese juego de palabras y en ese mismo orden. Y es que, además, la literatura tiene mucho de simulacro. Todo su secreto, por otra parte, está en que toda esa disposición formal sea convincente y contagiosa.

Hay voces literarias que vienen a decirnos esto, gracias a su singularidad y su manera misteriosa de involucrarnos con palabras en las que casi no nos reconocemos porque tienen su propia vida. La escritura de Luis Rodríguez (Cosío, Cantabria, 1958) se identifica con este estilo que provoca en el lector una forma insólita de leer. Autor de cinco novelas, entre las que destacan La herida se mueve (2015) y 8.38 (2019), todos sus libros ponen de manifiesto la voluntad de sus personajes de escucharse a sí mismos y estrechar lazos entre lo vivido y lo imaginado, para decirnos que, en realidad, el que escribe nunca está solo, que siempre lleva dentro ese «otro» que, como decía Proust, es el que sabe escribir de veras.

En los inicios de Mira que eres (Candaya, 2021), su nueva novela, uno de los personajes fabula sobre el vínculo de la literatura con la vida propia con esta analogía: “Me pasa con las personas lo que a un amigo con la escritura. Dice que escribe una frase, la corrige, la suprime, vuelve a escribirla y a corregirla, muchas veces. Al final la frase es, palabra por palabra, idéntica a la primera que escribió. Pero ya no es solo la primera frase: es una frase con mundo. Así deben ser mis opiniones de todo, parecen espontáneas, pero han viajado. Tienen mundo”.

Podríamos decir que en cada una de sus novelas está tácita la apuesta de asumir y trascender lo formal en su narrativa, a través de un juego literario en el que el trabajo novelístico contemple en su artificio el proceso creativo que, a su vez, refleje aspectos de la vida propia. En Mira que eres hay una recopilación de historias entrelazadas que dibujan la silueta de un personaje que podría identificarse con el lector. Para ello Luis Rodríguez se vale de un juego intermitente en el que se dan cita por igual contar y escuchar historias por medio de un repertorio de personajes que se confabulan y manifiestan a su aire, sin importarles el momento propicio para intervenir, dispuestos a desafiar y contrastar una de las preguntas claves del libro: “¿Para quién se escribe, para uno mismo, o para los demás?

El desfile de personajes es continuo y frenético, así como de autores de la talla de Flaubert, Nabokov, Faulkner, Foster Wallace, y otros muchos que acuden a lo que va aconteciendo con rastros de sus libros para completar o discernir cualquier pasaje de la novela. Encontramos a tipos obstinados con la literatura, impostores, convictos o actores que parecen negarse a dejar de representar a quienes interpretan. Todos ellos, partícipes de historias entrelazadas, lo hacen a partir de innumerables citas que vierten anécdotas que apuntalan ese punto de inflexión que tiene la literatura como lugar de encuentro para conectar con el mundo.

Es así como Luis Rodríguez nos hace partícipes del libro, incorporándonos a ese llamado de voces, no tanto como testigos de su manera de contar historias, descubriendo lo ya sabido por otros, sino participando en una fértil conversación literaria, entresacando de lo cotidiano ecos de otros escritores, con la intención de amplificar lo que respiran e intercambian los personajes que lo habitan. Digamos que a esta idea del libro se añade esta otra que consiste en situar al lector entre el narrador y el biografiado, sin ninguna certeza de que cuanto más te aleje de uno más cerca te pones del otro.


Para Luis Rodríguez, el lector es el oxígeno donde prende la literatura. Su único estilo para encender su interés lo encuentra en esa forma no lineal tan suya de narrar, cambiante y aparentemente desordenada. También lo encontramos en esa mezcla de historias paralelas que conforman en estratos su hilo narrativo por medio de la imaginación y de las lecturas recurrentes de las que extrae fraseos poderosos y requiebros literarios que no paran de señalar a la literatura como origen y objetivo de su obra, consciente de que, como ya quedó dicho en su novela anterior, citando a Don DeLillo: “Al término de cada frase aguarda una verdad, y el escritor sabe reconocerla cuando por fin la alcanza”.

Mira que eres es un artefacto de los que predisponen al lector a estar atento frente a su mecanismo que aguarda el momento de la detonación, un libro con un sesgo literario inmenso por donde transcurre literatura desentendida de su sombra y apunta sobre las posibilidades que otorgan el irresistible deseo de escribir.


lunes, 6 de diciembre de 2021

Aforismos por las nubes


La lectura de aforismos tiene como condición previa la aceptación tácita de que tiene sentido algo cuya tarea primordial es completar lo que queda dicho. Al menos esa es la actitud genuina de sus lectores, a la que se añade su fascinación por lo escueto, por lo mucho que es capaz de expandir la brevedad de lo que se presenta ante sus ojos. Pero también, su hondura, la que se encuentra implícita en el texto y convierte lo escrito en un terreno propicio para la iluminación, la perplejidad y el asombro, con la idea de encender nuestro interés por lo que transcurre en el texto y lo que revela de extraordinario e insólito.

Bien es cierto que en la propia esencia del aforismo existe una inexorable voluntad de verdad, de concisa y desnuda verdad, sutil y provocadora que, curiosamente se despliega por los mismos linderos de la poesía. El aforismo y la poesía se parecen en lo que tienen de epifanía, en su condensación, en el límite de su expresión, en esa suerte de lenguaje en busca de un resplandor o revelación. Hay un nexo compositivo parecido. De ahí que el aforismo surja con tanta naturalidad en las manos del poeta como un verso suelto. Muchas veces, podemos encontrar más poesía en dos o tres aforismos que en un largo poema. En esa analogía podemos situar al poeta como escritor en la frontera del aforismo, algo que ya intuía Borges en esta sentencia: “El poeta no construye enunciados sobre la realidad, sino que construye la realidad por medio de enunciados”.

Y digo todo esto porque quienes hemos leído la poesía de Itziar Mínguez (Baracaldo, 1972) desde La vida me persigue (2006), Cambio de Rasante (2015), Qwerty (2017) o Lo que pudo haber sido (2019) hemos sentido ese pálpito de enunciados, asombros y hallazgos de la realidad del día a día con esa voluntad concisa de hacernos caer en la cuenta de lo que acontece en lo cotidiano. Libros que hacen guiños permanentes al lector y, a la vez, lo toman de la mano para animarlo a acabar las elipsis de sus poemas, o lo inducen a experimentar sus reticencias. Su poesía trata de situar al lector en ese ámbito aforístico cercano de la confidencialidad, del pálpito de la realidad del sujeto poético que lo conforma, sin apenas artificio, tan solo con la audacia suficiente de la palabra ajustada para atrapar el interés del sujeto lector que lo acompaña.

Y ahora, en esa estela de levedad poética tan característica suya, nos sorprende con Nubes y claros (Cuadernos del Vigía, 2021), un libro con el que ha ganado ex equo el VIII Premio Internacional José Bergamín de Aforismos, un estupendo debut en un género tan exigente que, no solo precisa perspicacia, precisión y alcance, sino que requiere un talento muy intuitivo para condensar el lenguaje. Da la impresión de que en su cabeza ese mecanismo de creación de enunciados anduviera en permanente efervescencia. No se ha hecho esperar mucho, porque en sus más de trescientas miniaturas hay mucha vivencia personal, impresiones, imágenes poéticas, proclamas y un sin fin de ejercicios lúdicos que resumen una provechosa andanza a lo largo del tiempo por el aforismo, un género calificado por muchos de vocacional y paradójico.

En este lance fragmentario de ahora, Itziar se empeña en provocar en el lector un vislumbre de sus expectativas y, de alguna manera, lo realza con un buen álbum de instantáneas en el que las nubes se dejan querer, alternan e interactúan con el lenguaje y con la realidad palpable de la vida. Revelan algo de nosotros: “Las nubes dicen cosas de las que enseguida se arrepienten”. Muestran analogías con nuestra naturaleza: “Las nubes padecen un severo trastorno de personalidad”, e, incluso, se incorporan en nuestra habla: “Ojo con poner a alguien por las nubes, puede que acabe lloviéndote encima”.

En los aforismos de Nubes y claros hay también reverberaciones que aglutinan reflexiones, epifanías, hallazgos, notas, una amplia tentativa en la que destaca, además de su concisión, su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Hay lugar para los sueños, las promesas, el deseo, el orgullo, las segundas oportunidades o las madres. De estas dos últimas dice lo siguiente: “Los consejos de las madres son como la letra pequeña de los contratos”; “Las segundas oportunidades son como las segundas rebajas. Nunca queda nada de tu talla”.

Quizá lo más contagioso del libro esté en ese pulso contenido que transmite la palabra del yo como personaje, atento a la vida azarosa, sin dejar de interpelarla, como si nos advirtiera de que: “Lo peor de todo nunca es lo peor de todo”, de que pasamos nuestros días mirando anodinamente las cosas, con el riesgo de diluirnos en el mero discurrir del tiempo. Reproducir los instantes de la vida, viene a decirnos, es abrir hueco, resquicios de lo que importa, como así queda escrito en uno de sus aforismos más afortunados: “No estar seguro de nada puede ser una gran ventaja”.


En este sentido, el paso del tiempo y sus consecuencias conforman buena parte del hilo conductor del libro, sin solemnidad, porque aquí el humor tiene mucha presencia y estatus: “La vida me ha obligado a perfeccionar mi cara de póquer”. Vivirla, según leemos, supone estar siempre en contacto con uno mismo, con ese testigo interior tan presente y ávido de indicios, tan necesitado de razones para manejar su intemperie y su nostalgia: “Cuánto quedó de nosotros en los cines que cerraron”. Verdad que es cierto y hasta resulta poético. Lo mismo que de recurrente tiene este otro aforismo: “Cuanto más empeño pones en olvidar más te acuerdas”.

En Nubes y claros descubrimos a una poeta que se encuentra a su antojo con el aforismo, como si esta práctica le viniera de lejos, un género, por otra parte, que revela muchos rasgos de la personalidad y carácter de quien lo escribe. “Escribir aforismos –nos dice– ayuda a saber que piensas cosas que no sabías que pensabas”. Ese vínculo aquí es palpable y trasciende, hasta el punto de sentirse uno a gusto y, por momentos, aforista implícito del libro.


martes, 30 de noviembre de 2021

Encuentros


Contar una historia es, esencialmente, conseguir que se comprenda. Y para hacerla comprender sin prescindir de las emociones, hay que permitir que el lector la viva, que participe en ella, que la descubra. Por eso, cuando un relato es eficaz, el lector, irremediablemente, se hace más poroso y predispuesto a dejarse llevar por lo que venga en cada escena, en cada acción o en cada encuentro propuesto por el narrador. ¿A quién se dirige el narrador? ¿Quién va a descubrir los pensamientos, deseos y propósitos del protagonista? Precisamente, su destinatario no es otro que el lector implícito, predispuesto a merodear con curiosidad la historia que acontece ante sus ojos, mientras se pregunta: «¿Y ahora qué?»

Existe una analogía entre esta relación íntima del lector con la historia que lee y la que sucede propiamente entre los personajes de Extraños pájaros (Renacimiento, 2021), un libro de encuentros en el que sus protagonistas poseen el denominador común de ser artistas, personas reales que en un momento de sus vidas se dejaron llevar por un instante irrepetible que marcó un hito en el curso de sus vidas. Su autora, María Regla Prieto (Sanlúcar de Barrameda, Cádiz, 1964), doctora en Filología Clásica, novelista e investigadora, deja claro en el prólogo que la idea del libro no encuentra más motivos que encender precisamente la curiosidad del lector, a través de un conjunto de relatos extraídos de la propia biografía de las figuras que los habitan, de sus encuentros con alguien o con algo que trastocó, inesperadamente, sus vidas. Cada uno de ellos refleja esa metáfora propia de la vida que tiene tanto de azar y de impredecible para cualquiera de nosotros.

Los ocho encuentros escogidos son independientes, pero relacionados entre sí, como satélites de una misma galaxia. Cada uno se ellos muestra su órbita particular, aunque todos conservan un pálpito común, debido al encaje artístico de sus protagonistas. Por aquí se dan cita y en orden de aparición: Marga Gil Roësset, Lawrence Durrell, Miguel de Unamuno, Marguerite Yourcenar, Paul Bowles, Silvia Plath, José Manuel Caballero Bonald o Marta Osorio. Y, desde luego, guardan conexión con otros personajes del mismo calibre, como, por ejemplo, Juan Ramón Jiménez, Virginia Woolf o Henry Miller. Pero también destacan sus escenarios, lugares como la isla de Lanzarote, el Parque de Doñana, una habitación en Londres, la fascinación de un libro o, sencillamente, la aparición de una misteriosa maleta.

Cada uno de ellos, a su vez, marca su ámbito y singularidad, su epifanía. En el primero nos encontramos con un relato tan conmovedor como fatalista, que refleja la exaltación romántica de su protagonista Marga Gil Roësset, una joven promesa de la escultura, tras el encuentro fortuito en un teatro de Madrid, en 1932, con el poeta Juan Ramón Jiménez. Aquella experiencia marcaría el destino trágico de la artista que, mientras trabajaba obstinadamente en la talla de su admirada Zenobia, se consumía por dentro, presa de un amor imposible.

A pocos años de diferencia, el siguiente relato discurre en 1935. Corfú es su escenario y allí se encuentra el escritor Lawrence Durrell con un libro en sus manos, un ejemplar abandonado en un baño público cuyo embrujo originaría una relación extraordinaria entre autor y lector. Aquella lectura y relectura de Trópico de Cáncer le llevó a sentir un interés desmedido por conocer a su autor. Tras una intensa correspondencia entre ambos, llegó el momento en el que Durrell viajó a París dos años después para conocer a Henry Miller, un encuentro inolvidable que anudó para siempre una amistad surgida por el encanto de un libro.

En el capítulo tres encontramos a Miguel de Unamuno cumpliendo destierro en la isla de Fuerteventura, una prisión que, contrariamente a lo esperado, se convirtió en un territorio amigo y fértil para el escritor bilbaíno, impresionado por la calma del lugar y la hospitalidad de sus habitantes. A otro paraíso vuela, igualmente, el relato en el que un niño queda fascinado por la magia de Doñana, un paraje natural en la desembocadura del rio Guadalquivir que le deslumbraría y que, con el paso del tiempo, se incorporaría a su universo literario. La vida y la obra de Caballero Bonald, han estado vinculadas al encanto de aquel descubrimiento de infancia, sus resonancias quedaron para siempre en el recuerdo, como deja dicho en sus memorias escritas.


Todo lo que fluye por las páginas de Extraños pájaros es un compendio de vivencias personales contadas por una voz narrativa omnisciente, que conoce bien la esencia de cada personaje llevado al relato, algo que María Regla Prieto ha cuidado con esmero, indagación y maestría. Es difícil acotar narrativamente la amplitud de cada pasaje de la vida de los artistas que desfilan por aquí como ella lo hace, con tanta precisión. De ahí que escribir historias desde la perspectiva de los otros, sea, probablemente, una de las tentativas literarias más seductoras con la que la imaginación de un autor se pone a prueba para lograr encandilar al lector hasta desvelarle el detalle insólito que tiene la historia que le está contando.

En resumidas cuentas, Extraños pájaros es un fresco narrativo de encuentros memorables que, uno a uno, no deja de sorprendernos por la calidad de su prosa, su imaginación y gracia poética. Diría que es un libro entrañable, que se lee con gusto, un libro con mucho rédito literario.


lunes, 22 de noviembre de 2021

Y el Sur se hizo Norte


En la vida de la argentina Clara Obligado hay dos rasgos determinantes que han marcado su escritura a lo largo de los años: el exilio y el idioma. Aunque lleva más de cuarenta años viviendo en Madrid, desde que en 1976 huyó de Buenos Aires tras el golpe militar, su condición de extranjera sigue latente en su vida, encontrando motivos para llevarla de una manera secreta y explícita, en su memoria y en sus textos, fruto de un diálogo interior permanente, como rasgo característico de su identidad y manera de estar en el mundo. Pero nada de esto sería sostenible sin el apego a la palabra, al idioma que hace posible nombrar las cosas, en complicidad con la escritura y la lectura, con todo aquello que da cuenta del desplazamiento y de la pérdida, y que encuentra abrigo en alguien próximo o lejano, como así deja dicho en su ensayo Una casada lejos de casa (2020): “Mi escritura no sucede ya a la intemperie, tengo amigos en una y otra orilla”.

Su nuevo ensayo, Todo lo que crece (Páginas de Espuma, 2021), actúa, según la propia autora, en espejo con el anterior y, sobre todo, marca un dilatado sentimiento de leer la naturaleza, como si a través de ella se ocupara de revelarnos lo que ella misma contiene de Edén, libertad, conciencia y sentido práctico en la que confiar nuestro destino. Este es un libro nacido de la memoria y del presente en tiempos del confinamiento a mediados del pasado año, en plena pandemia del covid, que vierte un relato por el tiempo, un trayecto poblado de recuerdos y coyunturas, un vagar que invita al encuentro, al examen del tiempo, a la libertad de detenerse en la memoria, esto es, en ir tras los pasos y sentido de una vida en el exilio. Este es, también, un libro de experiencias y bagaje, de travesía por el campo o el bosque, por la esencia de las palabras, un regreso a los espacios naturales.

Bajo este predominio de vivencias y analogía entre la naturaleza y la prosa, la autora nos invita a dar un paseo y percatarnos de cómo la naturaleza concita a encender el pensamiento, a reverberar la memoria e, incluso, ponernos más incisivo con preguntas como estas que la propia narradora lanza: “¿También se recicla la infancia? ¿A dónde se va? ¿Somos parte de un mismo árbol, copias de un tronco original? ¿Cómo permanecen en nosotros las ramas que nos cobijan, los relatos que nos dieron sombra?” Uno, como lector, quiere responder a estos envites y mirar a través del propio hilo conductor que mueve el sentido de lo que Clara Obligado transmite, libro adentro, para tener respuestas o tan solo para saber que “quien escribe recicla los recuerdos, se apropia de los restos, los revive, los corrige”, como la vida misma, como un paisaje en el que cada instante es resonancia.

Todo lo que fluye por aquí viene a confirmarnos que mucho de lo que revelan sus páginas no es solo una indagación de alcance del yo de la autora, sino más bien una interpelación sobre cómo las consecuencias de hablar de los caminos por donde transita su literatura y su memoria se perpetúan en la vida real y presente. Para ello, Clara Obligado se vale de notas, lecturas, recuerdos y hallazgos de palabras para hablarnos del pasado, del presente y de la naturaleza, para leernos como si fuera un libro, con esa idea de aspiración, como quería Clarice Lispector, de “ser leída en los renglones vacíos”. Además de la escritora brasileña, encontramos también guiños y ecos de otros autores, como John Fowles, Emerson, Steiner o Thoreau.

De alguna manera, hay un déjà viu en la lectura de este libro: ese reconocerse en un exilio, en una identidad periférica entre dos hemisferios, como así se estructura el volumen: Sur y Norte, algo ya insinuado en otros textos suyos. Esa sensación se deja sentir y no se pierde, porque hay un empeño decidido de la autora de que no nos despeguemos del asombro y gratitud que dan sentido a sus historias, con la esperanza de regresar a una lectura ligada a un testimonio propio, como señas de identidad y eslabón de su escritura.


Somos historias, nos dice, y no hay un único sentido que dé razón de lo que es vivir. A diferencia de lo que es el mundo, que viene ya conformado, una vida no tiene por qué asumir las circunstancias dadas. Subyace en el texto esa herencia de historia colectiva que todos llevamos con nosotros, pero, como es su caso, toda exégesis personal puede contradecir la versión común. Las circunstancias de cada cual contienen una historia en la que cabe un mundo. Por tanto, salirse de lo establecido es un proceder condicionado por muchos factores, como los que la autora aquí relata, otros caminos, incluso llegando a pensar un día que hay que huir de tu tierra para salvar el pellejo.

En Todo lo que crece encontraremos una vida examinada por el recuerdo y la escritura, expuesta por medio de un ensayo de prosa cuidada y poética que reproduce un pasaporte reconocible del yo de Clara Obligado, un libro por el que fluye vida y estancia fundidas con la memoria y con la presencia de la naturaleza. Un crisol que alumbra y enseña a leer el mundo.


martes, 16 de noviembre de 2021

El arte de colocar libros


Desde su fundación, allá por el año 2007, la editorial Fórcola viene ofreciendo a los lectores un amplio surtido de publicaciones en torno al libro como objeto y sujeto de interés. Son ya muchos los ensayos editados por este sello que han abordado la esencia y significado que transciende de lo que supone la existencia del libro en nuestra vida y en nuestra cultura. En sus colecciones de Periplos y Singladuras encontramos interesantes reflexiones sobre ese tema, como, por ejemplo: Libros, buquinistas y bibliotecas (2014), un libro que recoge un buen puñado de artículos de Azorín alrededor de los libros, las lecturas y las bibliotecas, o este otro de William Blades, Los enemigos de los libros (2016), un opúsculo que encarna una desenfrenada apología y encendida defensa del libro impreso contra aquellos que perturban y cercenan su existencia. Más reciente, encontramos también la publicación de un librito insólito y curioso, obra de Massimo Gatta, bibliotecario y erudito en la historia de la edición, titulado Breve historia del marcapáginas (2020), una apasionante exaltación de este objeto tan práctico y entrañable que todos usamos como marcador de nuestras lecturas.

Llega ahora el turno de El desorden de los libros (2021), del mismo autor napolitano, que es una provocadora apología de cómo organizar nuestra biblioteca, bajo la traducción y cuidado de Amelia Pérez de Villar. En esta ocasión, Gatta hace valer su experiencia como lector y vigía de libros para acercarnos a un modo particular de desorden capaz de desentenderse de ese horror vacui que siempre nos acompaña, de ese miedo a perder y no encontrar los libros dentro de nuestra propia casa. Con gracia y desparpajo considera la biblioteca particular como una estructura pensada para que no nos encasille en modos preestablecidos de orden fijado. Dice que “el desorden no es algo que surja espontáneamente: hay que inventárselo”. Considera que no debe ser el orden el objetivo principal de una biblioteca personal, sino que su verdadera función es instrumentar la manera de encontrar fácil y rápidamente el libro que se quiere leer, consultar o releer.

Cita a ilustres escritores para extraer consideraciones y detalles sobre ese tesón del orden que él contrapone y, especialmente, pone en tela de juicio sobre la esencia de lo que significa poseer una biblioteca disponible para un buen uso. De Umberto Eco toma esto: “Una biblioteca doméstica no es solo un lugar en el que se guardan libros que se coleccionan: es también un lugar que los lee en nuestro nombre”. O esto otro de Roberto Calasso: “¿Qué es el orden? El orden perfecto es imposible, sencillamente porque existe la entropía. Pero sin orden no se puede vivir. Con los libros, como con todo lo demás, es necesario encontrar un término medio entre estas dos afirmaciones”.

Para Massimo Gatta, el significado de urdir una biblioteca no precisa de una arquitectura perfectamente ordenada, sino que podría ocurrir que en el propio desorden de nuestros libros, en esa aparente anarquía se revele otra manera de establecer una disposición que, de alguna manera, proyecte como espejo el universo del propietario de esos libros, sus constelaciones y satélites, sus rotaciones y agujeros negros, contrario a ese mandato de imponer un orden universal y rígido para colocar los libros. El autor manifiesta con orgullo libertario la paradoja de quien persigue desbordar las normas, de quien prefiere que lo convencional no se erija en incuestionable y así permitir que el libro se asiente en la balda o en el suelo a su aire, sin etiquetado preestablecido.

Al fin y al cabo, lo que sacude El desorden de los libros es si debemos aceptar el caos o maniatarnos a un orden. Tal vez tengamos que sopesar o rebatir lo que el libro posee de incendiario. Contamos para ello con nuestra propia experiencia, así como con las palabras de Luigi Macheroni en el prólogo del libro, buen conocedor del poder invasivo de los libros en nuestras casas. Llega este a decirnos que, si aceptamos que la vida misma es tortuosa y confusa, por qué no hacerlo con nuestros libros. Ahora bien, es rico y sugerente el contrapunto del que hace gala José Luis Melero en el epílogo del libro, a la hora de entender la recreación literaria y hasta festiva que Gatta exhibe respecto al desorden de los libros, algo que, como señala Melero, también lo hacía y propiciaba Azorín. Y sin querer polemizar con ninguno de ellos, proclama su credo: “El orden es absolutamente indispensable si queremos disfrutar de una biblioteca operativa”.


Uno termina de leer este jugoso libro, bien servido de abundante bibliografía y notas adicionales, con el regusto de haber asistido a una disertación fascinante sobre el arte de colocar los libros que a tantos lectores nos cautiva. El desorden de los libros es todo un envite para quien se plantee cómo organizar su biblioteca doméstica. Quizás nos convenga situarnos en el fiel de la balanza, guardando equilibrio entre orden y desconcierto, para que a los que nos gusta tanto asociarnos con los libros sigamos haciendo acopio de ellos con la ligereza y libertad acostumbradas.

Por eso mismo, siendo prácticos y conscientes de la limitación del espacio y de la envergadura de nuestras bibliotecas, bien nos vale tener en cuenta la idea que transita por este ensayo y acoplarla a nuestra realidad, destacando la libertad y el disfrute de los libros, por encima de cualquier orden, agrupándolos a nuestra conveniencia y gusto, disponiéndolos para romper fila en cualquier momento. A ese plan, yo sí que me sumo.


miércoles, 10 de noviembre de 2021

Vivir en un escenario


Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), escritor multidisciplinar, es narrador, músico, ensayista y poeta. De su amplia producción poética, con ocho libros en su haber, destacan títulos como Niños enamorados (2015), El año del cangrejo (2017) o Posibilidades en la sombra (2019). El argentino, aunque afincado en Madrid desde hace años, ha escrito también el volumen de relatos La tristeza de las fiestas (2014). Es autor de un estupendo ensayo sobre la poesía bajo el título de Tensión y sentido (2020), una inteligente tentativa para que el lector venza las habituales reticencias con las que, en ocasiones, viene envuelto el género. Igualmente, cuenta entre sus publicaciones con dos novelas: De los otros (2016) y Los nombres de las cosas (2019).

Llega ahora su tercera novela, Lo de dentro fuera (Sexto Piso, 2021) en la que explora lo que nos pasa cuando vivimos, o mejor dicho, lo que supone vivir bajo el foco de los demás cuando salimos a escena, lo que la realidad percute en la manera de representar nuestra existencia. En esta ocasión, Mariano Peyrou, como subraya la contracubierta del libro, “establece un diálogo entre la vida y la escenificación y muestra lo difícil que es distinguirlas, quizá porque todos vivimos en un escenario”. La trama se centra en esa idea y está protagonizada por una joven aspirante a actriz que se maneja bien cambiando de cara y de voz, pero siente que no puede ser ella misma.

En esa tesitura se debate el personaje, entre el escenario y la conciencia de trabajar desde un lugar para proyectarse en otro. Considera que la interpretación es el cauce necesario para dar sentido y forma a su condición de mujer. Ese impulso la lleva a ingresar en una escuela de arte dramático. Allí conoce a un profesor muy peculiar, cuyo magisterio le ayuda a reinterpretar su propia historia, a entender mejor su identidad y a confiar en sus posibilidades, porque, según él, vivir significa “construir algo en lo que podamos creer”.

El profesor es un tipo, y así aparece con esta nomenclatura, que acude en sus clases a rescatar la figura de Konstantín Stanislavski, actor, director escénico y pedagogo teatral ruso, a través del legado literario que dejó escrito en muchas notas y apuntes, además de sus libros acerca de la expresión corporal y el trabajo del actor sobre el personaje. Con cierta naturalidad, el profesor irá sembrando citas del ruso en sus intervenciones para hilvanar todo lo concerniente a la interpretación. Citas, como esta que concentra mucho el interés que impulsa el libro: “En cada acto físico, salvo que sea puramente mecánico, hay escondido algún acto interior, algún sentimiento (...) Los une un objetivo común, que refuerza su vínculo irrompible”.

La narradora se alinea con estas reflexiones afines a su vida y las escruta. Tampoco le importa intercalar en ellas algunas menciones de encíclicas papales a lo largo de la historia para resaltar cómo la Iglesia siempre ha estado mirando con recelo a los actores del gran teatro del mundo. Considera que, frente a todo esto, sabe cambiar de cara y de voz, pero siente que no puede ser ella misma. Desea que la miren porque le parece que no es nada sin esa mirada ajena, que, para ella, ser actriz es la única forma que tiene a su alcance de ser mujer, que nota que el mundo la impulsa a vaciar lo de dentro y volcarse hacia fuera, hacia el entendimiento, el placer y el deseo ajeno. Se siente actriz porque le resulta muy fácil llorar: “Yo pequeña y mis padres cerca; me acuerdo de eso y lloro”.

A este sentir de la protagonista se unen los diálogos con el profesor, algunos intermitentes, de pocas líneas, como si fueran brotes inesperados a modo de fuego cruzado; otros, más extensos, ocupan los renglones necesarios para formular una sutil retórica, como contrapunto a su estado emocional. Muchas de estas conversaciones mínimas brotan de un planteamiento dubitativo o banal, para acabar en controversia. Todas buscan una conciliación, la conclusión definitiva en la mente del lector, alentado por la insatisfacción y por la capacidad reflexiva de una actriz que vive embarcada en una vida anodina pero predispuesta a reinterpretarla.

Bajo ese prisma se nos presenta el conflicto germinal de la novela, desde el lugar en que lo vive la propia actriz consigo misma, desde el arranque del libro, cuando nos cuenta que se siente como una idiota: “Parece que ser idiota es confundir lo real y lo imaginario, lo de dentro y lo de fuera: es perseguir fuera algo que sólo existe dentro. Pero yo creo que no, que son los que no confunden lo de dentro y lo de fuera los que son idiotas”. De ahí que se apresure en revelarnos con rapidez su actitud: “La vida, para mí, va a ser una investigación sobre la vida”.


En las páginas de este libro hay mucho más que una teoría de la interpretación. Aquí hay una reivindicación de los vínculos de ese fuero interno que nos acompaña siempre cuando actuamos. Podríamos resumir que Peyrou instala su novela en un trasfondo teatral introspectivo y visual lleno de matices y sutilezas, marca propia de su estilo, en el que se funde el poder de la palabra como canal de experimentación y exploración de la realidad valiéndose de la ficción. Y, especialmente, a través del paralelismo de dentro y fuera por el que transita el texto: interior y exterior, dos caras de la misma moneda que intercambian lo dicho con aquello que representa.

Digamos que Lo de dentro fuera es un libro ameno, sugerente y evocativo, una novela que lo que la sostiene no es un estribo ni un contrafuerte de verdades, sino, sencillamente, un corredor de vivencias e ideas que nos interpelan y median entre el interior y el exterior de nosotros mismos.


martes, 2 de noviembre de 2021

En busca de un poeta perdido


La libertad de creación no garantiza el genio, pero puede ser el terreno propicio para que germine. Sobre todo, teniendo en cuenta lo que dice Italo Calvino: “Los escritores no somos los que escribimos los libros, sino los libros son los que nos escriben a nosotros”. Quizá por eso, toda escritura tal vez sea una forma de regreso. Y regresar, al fin y al cabo, es ir quitando capas para conocer qué llevó a un autor a encontrar un lugar tras los pasos de alguien, qué le condujo hasta un emplazamiento concreto en busca de una existencia, de un nombre. Escribir es volver tras la estela de una biografía, sostiene Álex Chico.

Pero no se queda tan solo ahí. Para él, lo importante, como dejó escrito en su libro Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), es saber que “la escritura solo consiste en tener algo que decir y encontrar la mejor manera de hacerlo”. Libro a libro, Chico ha ido construyendo su obra literatura sobre esos dos principios preliminares. Pero, en su caso, trazando una poética en la que la indagación es el motor del relato, un modus operandi que lo ha convertido en un escritor de referencia que fundamenta su narrativa mediante la exploración del lenguaje bajo el denominador común de ensayo-ficción. Para él esta modalidad es una manera fecunda de establecer una conexión con el lector para que participe del desarrollo de sus historias, y se vale de este juego indagatorio, que le permite mezclar la realidad y la ficción, para establecer el acompañamiento y desarrollo de lo que quiere contar, a través del tiempo, de lugares, de voces, hasta llegar a establecer el vínculo de su inventiva con la vida real de alguien que guardaba un misterio y merecía una atención.

Así lo hizo con Un final para Benjamin Walter (2017), un viaje a Portbou para contrastar algunos datos sobre la muerte de Walter Benjamin y, después, con Los cuerpos partidos (2019), una indagación personal en busca de la figura del abuelo desconocido, pero muy presente en el credo y el ámbito familiar. Ahora con Los nombres impares (Candaya, 2021) regresa a ese misma esfera narrativa en la que se conjuga la realidad y la ficción, siguiendo la estela de la vida de un poeta desconocido, absorbido por la literatura y oculto en un barrio obrero de Barcelona, un hombre abandonado por su familia que lo convirtió en un resentido, en alguien que, desde su desapego, actuaba siempre a la contra. El narrador-autor de esta historia, alentado por la frase con la que arranca el libro: “Igual tengo una historia para ti”, pronunciada por el director de cine Tomás Acosta, se verá hechizado con la idea de averiguar el paradero de este escritor latinoamericano perdido en el mundo que responde al nombre de Damián Gallego, que quizás tuviera que ver con Darío Galicia, un activo integrante de la escena poética mexicana de los años setenta, amigo de Bolaño y cercano al movimiento infrarrealista, alguien al que también se le perdió la pista.

Chico, que siente predilección por este tipo de personajes cuya vida y obra posee ese embrujo de intriga y enigma, encontró en este anuncio de Acosta el suficiente pálpito y señuelo para emprender la aventura de buscar más indicios sobre lo que sería su nuevo proyecto narrativo dirigido a descubrir la identidad de Damián o Darío, hasta dilucidar lo indecible de los dos, establecer puentes y clarificar la verdadera personalidad de ambos nombres. Todo el andamiaje de la novela se irá montando con avances y retrocesos, con señales e indicios que van tirando de la narración hacia adelante. El propio impulsor de la historia habla consigo mismo, sopesando el sentido que quiere imprimir al texto incipiente que lleva en marcha: “Hablas de Damián, pero no te diriges a él, sino al reflejo que proyectas cuando la pantalla del ordenador vuelve a quedarse a oscuras, antes de que te encuentres, por enésima vez, sin nada entre las manos”.

Poco a poco el lector, acompasando el interés indagatorio del narrador, será testigo de tres revelaciones fundamentales, tres hechos que se convertirían en determinantes en el devenir de la vida de Darío Galicia: su condición de homosexual, la temprana operación de aneurisma cerebral a que fue sometido a instancias de su padre y su vocación literaria. Por estos tres ángulos irá pasando constantemente el relato. Hay, además, una interconexión nada caprichosa que conforma todo el desarrollo del libro, que matiza el devenir de la vida de Damián: la escritura, como necesidad, como remedio para seguir vivo, como forma de reivindicarse y protegerse de lo que la familia le amputó y la sociedad le negó: su identidad irrenunciable.

Nada escapa al interés de Chico por mantenernos en vilo gracias a la eficacia narrativa del texto que nos embauca hacia un fascinante periplo por la memoria de un poeta que prefirió rebelarse ante el desamparo de vivir una vida truncada por ser distinto al resto. Los nombres impares es un título que da que pensar y que la propia novela desvela al final que forma parte del discurso, un libro de enorme pericia organizativa, que articula dos perspectivas complementarias e imprescindibles: por un lado, la ensayística, al paso de una indagación creciente del personaje; por otro, la narrativa, el hilo de la trama bien trazada, gracias a su capacidad de provocarnos una intriga creciente acerca del personaje, con dos nombres de una misma existencia que, a veces, aparecen entrelazados, contrarios a la falsedad y, otras, como supervivientes anónimos de una vida infame.


La memoria es selectiva, nos dice el protagonista, y añade: “Tiene que serlo, porque si nos acordáramos de todo lo que nos ha ocurrido seríamos más frágiles”. En Los nombres impares se encuentran estas intermitencias que nos acercan a la vida de un autor a medio camino entre la realidad y el mito, entre la afrenta y la redención, a modo de réquiem y epifanía al mismo tiempo, una historia que explora el vestigio de vivir bajo principios morales arbitrarios, una novela que se transforma en documental para rescatar del olvido a un poeta singular y cautivo, mancillado por el asedio familiar y el juicio ajeno, que no renunció a su dignidad y al llamado de la escritura, y que nunca dejó de creer en la poesía para seguir inventándose quién era y mentir lo mejor posible.

Diría que después de cerrar el libro, me quedo con el regusto de haber participado en la experiencia emocionante y conmovedora de una lectura en la que el narrador y el personaje ocupan el mismo espacio del relato. Podría decir también que he presenciado un documental que traspasa el límite de la propia liturgia literaria que lo sostiene, esa que acude a la memoria y al lenguaje para acercarme a descubrir y palpar la piel de un escritor nómada y sufrido llamado Rubén Darío Galicia Piñón, un poeta que buscó algo parecido a Gil de Biedma: no escribir poemas, sino ser el poema. Diría, para terminar, que he leído un libro hermoso y literario, tal vez, el mejor libro de Álex Chico.