Dicho esto, conviene detenerse en apuntar que el problema central y permanente con el que se enfrenta el crítico o reseñista a la hora de abordar el interés sobre la lectura de un libro no es más que resaltar el valor y la calidad del texto y animar o alejar al lector de dicha aventura. Es su espada de Damocles, presente en cada momento de su tarea, en el libro entero, en la idea inicial tanto como en el desarrollo, en cada página y en cada coma de lo que ha leído. Es consciente Bértolo de que leer, como todas las demás actividades, es un modo de ocupar el tiempo. Ya lo decía el Dr. Johnson, quien opinaba que todo lo que hace el hombre lo hace con el único y exclusivo fin de ocupar el tiempo. Y esa ocupación, cuando se trata de la labor de un crítico va más allá y, por tanto, aspira a tener su repercusión, “tratará de buscar las causas de su juicio y para ello tendrá mentalmente que recordar y resumir sus impresiones sobre lo que estuvo leyendo... obligado a explicarse y a explicar por qué”.
A los que nos gusta la lectura y nos gusta hablar y comentar sobre lo que leemos pensamos que los libros nunca son libros a secas, como bien subraya César Aira: “siempre son buenos o malos, o algo dentro de la extensa gama intermedia”. Es más, creemos que la literatura, en cualquiera de sus géneros, está ahí siempre expuesta para ser juzgada. Por eso, cuando tomamos en nuestras manos un texto literario concedemos el valor añadido de que la calidad ya está implícita en el mismo. Y tiene que ver con la premisa de que se trata de una actividad sin ninguna función que la justifique ante la sociedad y, por tanto, necesitada de ser buena para el disfrute. En un mundo como este en el que todo debe cumplir un plan, una función, la literatura, consciente de su inutilidad, solo se justifica tratando de producir gozo, admiración y reflexiones.
Todas estas consideraciones y la escala de valores a la que se enfrenta el crítico, como alude el autor en el prólogo, vienen a referirnos que también surgen los prejuicios. Bértolo resalta que no hay lectura inocente, ya que uno lee desde su propio yo y sus inclinaciones. Señala que la mente no se puede poner en blanco ante la página escrita y no le falta razón, porque cada uno, como lector, tiene su propia biografía desde la que ver formas, sentidos y significados en la palabra escrita. Por eso mismo, conviene tener en cuenta que la crítica hace de intermediario entre el texto y el lector para encauzar una perspectiva argumentativa desde la que destacar el interés o reparo de una lectura. Sortear las influencias del mercado y la industria editorial, nos dice, conforman otros peligros para la independencia del crítico: “El riesgo del crítico –subraya– es el miedo, el miedo al poder, al suyo, que es poco, pero es poder, y al de los otros, que siempre es mayor que el suyo”.
Miseria y gloria de la crítica literaria, además de estas reflexiones preliminares, es un libro insólito por la selección de críticas reunidas, con un sorprendente y variado número de citas negativas, a veces suicidas sobre obras y autores que sorprenden por su alcance y por quienes las hacen. Algunas de ellas van revestidas de ironía y sarcasmo, otras parecen denostar a quien va dirigida como si buscaran alguna forma de aniquilación o insulto, incluso desde el rigor de la crítica. En esta antología encontramos lo que un padre sagaz y altivo, como Kingsley Amis, dice sobre la última novela de su hijo Martin Amis: «Ya ha salido la nueva novela del jovencito Martin. La encontré dura de roer». Igualmente, encontramos el desdén mostrado por Charlotte Brontë y Nabokov sobre Orgullo y prejuicio de Jane Austen. O también, cómo califican Max Aub y Francisco Umbral a la escritura de Azorín de sorda y cobarde, respectivamente. Nos llama la atención cómo Zola, se atreve a pronosticar lo que sucederá con Las flores del mal, de Baudelaire con este alegato: «Dentro de cien años, los libros de historias de la literatura francesa solo mencionaran esta obra como una curiosidad».
Sorprenden muchas de estas descalificaciones. Como esta otra que le endosa Gore Vidal a Truman Capote: «Ha hecho del mentir un arte. Un arte menor». Y esta de Sánchez Ferlosio a Cela no se queda pequeña: «Hace treinta años que no lo leo. Es un pelmazo. Y me tiene sin cuidado que le hayan dado el Nobel o no». Tampoco se queda atrás esta letanía que eleva Borges a Flaubert: «A pesar de lo mucho que se esforzaba por escribir, las frases no le salían bien». Más graciosa y socarrona es esta otra que Marsé le brinda a Juan Goytisolo: «Es el único escritor al que le gusta sacarse en procesión a sí mismo». También lucen sus dardos envenenados que se encuentran en gacetas y revistas literarias contra autores de renombres como esta que le propina The Odessa Courier a Tolstoi sobre Anna Karenina: «Basura sentimental... Muéstrenme una sola página que contenga una idea»; o esta otra de Springfield Republican acerca del Ulises de Joyce: «Excepto como tour de force, es difícil creer que este libro posea calidad literaria».
Miseria y gloria de la crítica literaria es un fresco literario ameno de jugosa experiencia, que se lee con interés por lo que revela acerca de la crítica como ave peregrina con multiplicidad de nidos, un libro que muestra ese lado ufano y, cómo no, implacable de lo que significa la crítica literaria y su alcance demoledor. Tal vez la mejor pregunta que deba hacerse uno como lector después de leer el libro consista en que cuando lea una reseña no se fije en quién hace la crítica, sino cómo la hace y por qué. La clave es su conectividad entre la obra y quien la lee.