Cuenta Rosa Montero en su emocionante libro La ridícula idea de no volver a verte (2013) que solo en los nacimientos y en las muertes se sale uno del tiempo, como si cuando uno nace o una persona se muere, el presente se quebrara por la mitad y dejara atisbar por un momento la verdadera grieta de la realidad, tan monumental y repetitiva. Nunca se siente uno tan auténtico –subraya la escritora madrileña– como bordeando estos límites biológicos. En nuestra sociedad la muerte se percibe como una anomalía y el duelo, como una patología. Pero lo que sí es cierto y contundente es que cuando muere un familiar cercano y querido, uno no se recupera fácilmente, queda ajado y solo tendrá que reinventarse para sobreponerse de alguna manera, si eso es posible.
Para Adriana, la protagonista de esta novela, el miedo a romper el vínculo familiar le hace pensar, al propio tiempo, mientras cuida de su padre enfermo, que sí importa, y mucho, hacer frente a esos vanos duelos que merodean por su vida. Sobreponerse y reinventarse es lo que toca: “No quería quedarse sin padre porque eso significaría la desaparición de su familia. Tampoco que se volviera dependiente, pues entonces la vida sería penosa para los dos”. Esta disposición para agarrar lo poco que tiene a su alcance del núcleo familiar es la vibración que le provoca, lo que le queda tras la muerte de su abuela y de su madre, la razón para recapacitar sobre su presente, para hacerse preguntas sobre sus propias incertidumbres: “Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos? La razón le decía que no, pero en el corazón llevaba un desgarro anticipado”.
Elvira Navarro plantea una novela sobre la muerte pero, a su vez, aflora en ella ese vivir con la perspectiva de quien sobrelleva la pérdida de un ser querido. En Las voces de Adriana sobrevuela la idea de que no se puede vivir sin la esperanza de que algún día seremos escuchados por quienes nos importan. Hay, por tanto, en toda ella un propósito de destacar también que es una novela sobre los vivos, los verdaderos artífices de conjugar las vidas y los ecos de quienes se fueron. El libro ahonda en ello, en ese cúmulo de asuntos de la condición humana, tales como el amor, el olvido, la pareja, el duelo, la ausencia..., muchos de los cuales se funden en lo que representan temporal, vital y conceptualmente entre sí. La protagonista así lo ve y analiza, manteniendo cierta distancia, como propósito de su oficio de escritora, sin que le impida empatizar con lo que le cuentan las voces que por aquí reclaman que les escuchen.
A través de la estructura compositiva de la novela, dividida en tres partes, la autora nos lleva a conocer el pasado familiar de la protagonista y lo hace usando como eje central la casa, el hogar de quienes conformaron su vida. Una casa dispuesta en un mismo orden donde habitaron otros miembros importantes, como la madre y la abuela, y donde ahora Adriana escucha sus voces y reclamos a través de los muebles y enseres y sus vacíos. En esta parte de la novela, la más resumida y punzante, destaca la sonoridad narrativa y concurrencia de los objetos y piezas comunes con los que la autora nos va introduciendo en la casa, consiguiendo con ello, acercarnos a sus rincones y desvelar secretos afines. En su deambular, percibimos la reverberación de algunos de los enigmas que por allí siguen vivos o, al menos, revolotean. La tercera parte de la novela, Las voces, viene a ser, más que un desenlace narrativo, el nudo esencial de la misma, y que podría significar la representación de una fantasmagoría vívida, en la que tres actores se sitúan frente al lector para dar cuenta de sí mismos, tres voces pertenecientes a tres generaciones de mujeres: abuela, madre e hija, con un espacio común y con tres testimonios nada complacientes.