martes, 28 de enero de 2025

Un coro de voces


Estoy de acuerdo con los que dicen que los lectores debemos apelar a hacer lecturas más horizontales y menos verticales. Conviene, por eso mismo, tener precaución con esa jerarquía atronadora y autoritaria marcada por el canon literario. La lectura constituye una tarea de largo recorrido, lo suficientemente lenta como para atreverse y dejarse persuadir por la propia intuición. Tal vez sean los libros los que deban revelarse por sí mismos a nuestra ingente curiosidad. Al menos, yo no me aparto de que así suceda. El hallazgo forma parte de mi condición lectora, el mismo que ha permitido acercarme a autores desconocidos, escritores y escritoras que me han dejado señuelos y regusto literarios suficientes para seguir probando suerte, sabiendo que uno no quiere perderse el placer de leer otros libros, otras historias de alguien que anteriormente le encandiló sobremanera.

Por eso mismo, vuelvo confabulado a Emma Prieto, escritora que hace unos años me dejó perplejo con su libro de relatos Mecánica terrestre (2021), cuentos breves e intensos que me hablaron con palabras sencillas, pero hondas, sobre el reverso de la vida y la complicada suerte de compartir destino con los demás y con las cosas del mundo. Vuelvo, como digo, a una manera de escribir que, aparte de la invención, por debajo de lo que cuenta, hay ritmos ante los que la memoria, la imaginación y las palabras se ponen en marcha, como diría Úrsula K. Le Guin. En esa tarea se afana su escritura, impulsando ese ritmo para poner en marcha la memoria y la imaginación hasta encontrar su decir. En Días de luces y cactus (Eolas, 2024), su nuevo libro de relatos, comparte esa misma aspiración y dinámica, poniendo su enfoque en historias que transitan entre lo introspectivo y el mundo exterior, entre lo cotidiano y lo singular, con ese toque lírico tan característico suyo, pero que huye de cualquier estridencia.

Cada pieza posee su trayectoria narrativa, su forma de entendérselas con el lector, pero su fraseo, sus palabras siguen un ritmo subyugante común que armoniza el conjunto. Estos Días de luces y cactus conforman un buen puñado de historias que tratan de un sinfín de situaciones, cada una con su entresijo particular. En Islas a punto de hundirse, el primero de sus relatos, nos encontramos con la historia conmovedora y desasosegaste ante una niña de trece años que sale de su casa en busca de una aventura incierta con un hombre mayor; es también la historia de unos padres hundidos con su desaparición que buscan agarres ante la adversidad que les sobrevino: “Cada uno mastica su dolor”, por separado. En el siguiente, bajo el título de La fragilidad de las metáforas, somos testigos de la fragilidad de las parejas: “el amor flirtea con el abandono”, nos dice el narrador. Aficionarse a los cactus no es una solución en ese desierto sentimental que aquí se cuenta, pero tal vez un empeño de compañía y de afinidad.

Ternura y crueldad alternan en la mayoría de estos relatos, como la vida misma, a veces iluminan y otras pinchan hasta herir, como nos deja ver la narradora de El lento fluir de la sangre, que pasa por un momento inestable y extraño. Lo pasa mal lo mismo cuando tiene que definir algo como cuando tiene que sacarse sangre. Siente que todo se repite: el mundo, la vida y los días. Siente que “todos somos peregrinos en busca de consuelo”. En otro cuento, una mujer escribe recordando su niñez cuando jugaba con su hermano con los soldados. “Dónde encontrar los descampados de la infancia?, se preguntaba Agota Kristof, citada en el epígrafe del relato. Escribe, sobre todo, porque para ella es una forma de resistir. Escribe sabiendo que dudar forma parte del proceso de escritura, de poner el punto final de lo que se quiere contar. El relato que continúa, Brad, pone en entredicho lo difícil que es saber que lo que le ocurre a alguien, aunque sea una estafa, no proviene de una necesidad de sentirse tenido en cuenta.

A lo largo de los diecisiete relatos la invención y la realidad se entremeten y comparten epifanías y quehaceres, como la de una madre que supervisa el relato que su hijo tiene de tarea escolar, o la de las consecuencias de un accidente doméstico en una mujer que hace que bajo un casco protector discurra su mundo. En Maneras de quedarse, una educadora social de esos barrios marginales de miseria y droga nos cuenta la vida torcida de un joven y su fatal desenlace. Evoca su figura para ensalzar lo importante que es poner música al desgarro de la propia vida. Hay lugar también para aproximarnos a un relato fantástico cuyo protagonista es el mar. El mar, que todo lo invade se hace presente como génesis de todo, de la vida y de su suerte. Hay cabida, igualmente, para dar protagonismo a un repartidor a domicilio y encontrar consuelo en compañía de una langosta, como también resquicio para unos sopladores de hojas, en uno de los relatos más tremendo, perverso y vengativo, como es el de La generosidad necesaria, con su sentencioso final: “No deja de ser un consuelo que al menos al final existiera un poco de brillo en algún lado”.

No me olvido de Criaturas marinas, un microrrelato lírico que toca el alma del narrador que lee de soslayo en el asiento del vagón lo que escribe en el móvil aquella mujer, mejor dicho, aquella sirena mientras viaja en el metro. Ni tampoco me olvido de Geometría de hospital, una pieza emotiva en la que tropezamos con una cuidadora que encuentra un móvil abandonado en el pasillo de una planta del hospital y del que se vale para comunicarse con diferentes personas del planeta. Estas llamadas tienen una repercusión favorable en la salud del enfermo al que presta sus cuidados. Llegamos a Zona de expurgo, el último de los relatos del libro, un cuento diferente al resto, un relato patchwork, dice la narradora, que no es otra cosa que voces que se alzan. Quizá, el texto más filosófico y enigmático de todos, donde la creación literaria se funde con lo leído, con el latido e impulso de escribir.


En suma, Emma Prieto firma un estupendo libro, un conjunto de historias reveladoras en las que la brevedad de su confección reclama una mirada serena para acaparar sus variados entresijos y poder destilar la esencia concentrada de sus líneas. En Días de luces y cactus hay un mundo de sobriedad y contención que oscila entre lo complejo y lo básico y viceversa, como una revuelta urdida entre lo sencillo y el embrollo de vivir. Este es un libro de seres apasionantes e inconformistas que exudan algo profundo y revelador, que nos llegan de la mano de una escritora de oficio admirable y sin límite para observar e interrogar la experiencia de vivir, por medio de un coro de voces que refieren lo que hay de mágico y misterioso en el mundo tal y como es y que se nos muestra entre el azar y el orden que lo conforma. Un libro gozoso que logra emocionarnos, un libro que destaca el buen hacer de una escritora que apetece seguir teniendo en cuenta.

martes, 14 de enero de 2025

Andanzas de un niño del extrarradio


La Tata me dice siempre que no salga. Que si salgo vuelva pronto, que no mentretenga, y que no me deje ver así, mucho. La Tata es gorda y tiene los dientes grises, de tanto fumete o de tanto calimocho, yo no sé. Se rasca el culo grasiento por debajo la falda y a veces la tela se sube y se le ve la piel con grumos, como una tortilla mal hecha, como la parte de arriba de las natillas cuando la Tata las hace... No tentretengas, sielo, me dice, viendo la telenovela y fumando, los brazos con mucha carne como si llevara un chaleco color piel que le estuviera muy grande”.

Así arranca la novela Mosturito (Tusquets, 2024), del escritor y periodista Daniel Ruiz (Sevilla, 1976), un relato de iniciación, ensamblado por un lenguaje oral de acento andaluz que parece sencillo, cuando, en realidad, es un trabajo de orfebrería en el que se requiere excelente oído y audacia para encajar y trenzar las voces que conforman el hilo narrativo del libro. Quien habla aquí es un niño, como en El Lazarillo, muy próximo a la percepción del lector. Su relato es una corriente cristalina con fondo turbio. A ello contribuye el margen que se abre a la incertidumbre respecto tanto a lo que se nos va relatando como a sus consecuencias futuras, cuya característica principal es la crudeza, una crudeza que es la vida misma, la propia de un mundo marginal del extrarradio de una gran ciudad en el que no hay pecado sin penitencia.

Mosturito nos ofrece una desgarradora semblanza de esa realidad social marginal y precaria valiéndose de su protagonista, un niño preadolescente, cuyo padre maltratador cumple condena, que vive con su tía en un barrio humilde situado en la periferia sevillana a mediados de los ochenta. Daniel Ruiz pone su punto de mira a través de los ojos de su héroe que, sin ser nostálgica, ni mucho menos analítica, converge en lo instintivo, en lo sensorial. La voz de Mosturito, el personaje, es tan diáfana y mimética como salvaje el entorno. No le queda más remedio al muchacho que sortear a los matones de la zona que tratan de humillarlo, metiéndose con su aspecto cada dos por tres, y arreglárselas con granujería hasta hacerse notar en su nueva pandilla.

Hay en la novela una clara intención del autor por darle visibilidad a la cultura del descampado y también del ojo de patio de las viviendas, como pulsión de intemperie, donde la violencia, el maltrato y todo lo despreciable de unas vidas desgraciadas se vivían de puertas adentro, como si el escándalo del hogar no transcendiera afuera si dicho escándalo no acababa en tragedia. Pero, también en Mosturito hay lugar para el compañerismo, el desparpajo y el humor. Daniel Ruiz fija el perfil narrativo de su novela no solo en la voz de su personaje, sino en sus acciones y en su aspecto. Pedro o Pedrito se presenta como un niño feo y retraído, pero, a su vez, tremendamente ingenioso y con mala leche, gamberro e impertinente, que exuda verdad y picardía sin cortapisas, que quiere darse a valer presentándose a los demás como Mostu.

Es Pedro, o Mostu, quien se vale por sí mismo para ir descubriendo facetas ásperas de los adultos para entender la realidad propia y la de su entorno. La cercanía de su tía, que ejerce de protectora, y la de sus nuevos amigos, que le abren los ojos para entender mejor el escaparate decadente que le rodea, son el conducto propicio para comprender la implacable ceremonia de la lucha por la vida. Daniel Ruiz despliega su talento narrativo para apelar a ese lirismo barojiano de gente humilde que arrastran su miseria sin que la sociedad les preste la más mínima atención, a través de un texto bien urdido de coloquialismos, belleza y verdad, capaz de aguzarnos para sacarnos de nuestras casillas e, incluso, hasta provocar alguna que otra carcajada, pese al trasfondo degradado de su narración.


La verdad novelesca de Mosturito es tan certera y precisa en su concreción como irrefutable. Una verdad que el lector percibe en su fuero interno, página a página, como algo evidente, sin que medie demostración alguna. Nos vale con esa voz cercana y veraz del narrador, una voz irrebatible y cándida que nos toma en volandas para que sigamos sus andanzas con las reglas que Pedro, o Mostu, se ve obligado a aceptar para sí mismo. Es cierto que somos gregarios, imitativos y emocionalmente dependientes, necesitados de afectos comunitarios, pero las reglas son a menudo problemáticas y dudosas.

Esta es una novela tan conmovedora como divertida, un espejo de una época en el que no salimos favorecidos, una experiencia vital contada con franqueza y gracia indisimulable. Un disfrute, vaya.