Con el paso del tiempo y mi experiencia lectora, tengo la impresión de que lo que entendemos por novela, más que un género autónomo, de rasgos claramente definidos y de formación y desarrollo bien delimitados en el tiempo, tiende a ser considerado, como diría Luis Goytisolo, un producto de aluvión en el que encajan diferentes formas narrativas por donde transcurre una verdad novelesca pendiente de que el lector la perciba en su fuero interno como algo evidente, sin que medie demostración alguna, que se baste con su verosimilitud y en cómo está contada. El pacto se concibe, además, bajo tres vectores: autor, texto y lector. En ese pacto caben todas las novelas, pero si de lo que se trata es de una novela biográfica o autobiográfica, lo que implica, sobre todo, es que el autor y el narrador se muestren como personajes verdaderos.Javier Marías contaba en una de sus conferencias, que lo que distingue a una novela basada en datos biográficos de una biografía, es que mientras el autor de unas memorias se propone convencernos de que lo que narra le sucedió de verdad, el autor que construye su narración sobre datos autobiográficos debe convencernos de lo contrario: que aquello es ficción. En realidad, en Notre Dame de la alegría (Siruela, 2025), su autora, Ana Rodríguez Fischer, propone al lector, sopesando todo esto, que lo que tiene en sus manos es un relato biográfico de un personaje que, a su vez, es el narrador de su propia historia. Volviendo a lo que decía Marías, en esta ocasión, el resultado es que aquí, verdad y ficción se conjuran en una novela de vivencias que invita al lector a introducirse en la subjetividad del narrador y a mirar de cerca su realidad psíquica y emocional.
Rodríguez Fischer pone voz a la pintora Maruja Mallo para que sea ella quien cuente sus andanzas vitales y artísticas, desde la memoria propia de una mujer anciana y enferma en un hospital de Madrid, para que escenifique momentos memorables y dramáticos del mundo que la rodeó y que ella sintió: artistas, acontecimientos históricos, viajes por América y, cómo no, la chispa creativa y manifestación plástica que soplaban permanentemente en su espíritu indomable que plasmó en su pintura de caballete y en sus murales. El universo mágico de esta mujer orgullosa y vitalista, cosmopolita y de ultramar, que le gustaba denominarse Marúnica, queda bien reflejada en esta novela, una artista que durante un buen período de su vida mantuvo un pie en cada una de las dos orillas del Atlántico: entre Madrid, París, Buenos Aires y Nueva York, sus ciudades más amadas.
Maruja Mallo era gallega y estaba orgullosa de ello, pero pasó su niñez y adolescencia en Avilés, Asturias, donde comenzó a pintar, como su hermano Cristino a esculpir, en la escuela de Artes y Oficios de esta localidad. Cuando trasladan a su padre a Madrid, encuentra allí la ocasión propicia para relacionarse con artistas, escritores y cineastas como Salvador Dalí, Concha Méndez, Federico García Lorca, Luis Buñuel, María Zambrano, Rafael Alberti, con el que mantiene una relación hasta que el poeta gaditano conoce a María Teresa León o, con Miguel Hernández, con quien también mantuvo un idilio. Decide estudiar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y se cortó el pelo a lo garçon, y se quitó el sombrero para pasear por la puerta del Sol con sus amigos Dalí y Federico. Le cayeron pedradas e insultos, pero, para ellos, escandalizar a aquella masa de energúmenos les pareció gloria bendita.
Durante la década de 1920 trabaja asimismo para numerosas publicaciones literarias como La Gaceta Literaria, El Almanaque Literario o la Revista de Occidente y realiza portadas de varios libros. Ortega y Gasset conoce sus cuadros en 1928 y le organiza su primera exposición en los salones de la Revista de Occidente, la cual obtuvo un gran éxito. Su primera exposición en París tuvo lugar en la Galería Pierre Loeb en 1932. Allí comienza su etapa surrealista. Su pintura cambió radicalmente y alcanzó maestría y renombre, tanto que el mismo Breton le compró en 1932 el cuadro titulado Espantapájaros, obra pintada en 1929, poblada de espectros, que hoy es considerada una de las grandes obras del surrealismo. Afirmaba que la soledad era su mayor capital, que el hombre se mide por la magnitud de soledad que es capaz de aguantar. Dalí decía de ella que era “mitad ángel, mitad marisco”.
Podemos afirmar que lo que está presente en esta novela, no son tanto los acontecimientos reconocibles de la vida de Maruja Mallo, como las emociones que despertaron en ella. Y así, por ejemplo, nos percatamos del valor del deseo que los surrealistas, en parte, le habían aportado en su concepción artística, que confluye con su propia pulsión del alma, compromiso social e intensidad más radical. La narradora nos desvela que el aprendizaje vital tenía para ella mucho que ver con la naturaleza de sus aspiraciones estéticas. Pone el foco e insiste que de todo aquello que llega por los sentidos surgen las formas, los colores, su alimento para la creación artística, sin olvidarse que el cuerpo, como sede del yo, siempre tiene algo de extraño para el imaginario. Y, por eso, le importa tenerlo en cuenta.

Tres décadas después, Ana Rodríguez Fischer recupera el mundo complejo de una artista que ya estuvo presente en su anterior obra Objetos extraviados, Premio Femenino Lumen de 1995, para un nuevo empeño narrativo de reescribirlo y ampliarlo con Notre Dame de la Alegría, el mundo en el que vivió, el mundo en el que volcó sus sueños, el mundo que representó en sus cuadros. Es desde esa recreación combinatoria donde la autora asturiana erige con tino su novela, en su espacio, en su tiempo y en sus circunstancias, desde el plano biográfico de la voz lúcida y sin ningún miedo a vivir en libertad que mantuvo Maruja Mallo a lo largo de su existencia, un rescate meritorio con un final hermoso y simbólico, en el que alumbra la presencia de una niña que evoca el sueño de quien tras una larga travesía por el bosque, metáfora de la vida, se dispone a no sucumbir en su empeño en cruzarlo y regocijarse por lo que ha hecho.