Nulla
dies sine linea, con
esta cita de Plinio el Viejo,
arranca este libro póstumo de Ricardo Senabre (Alcoy,
1937 - Alicante, 2015), reproduciendo una legendaria frase que anima
a no dejar pasar “ningún día sin una línea”, que en su caso le
sirve como mantra válido, tanto para forjar la disciplina del
escritor, como para avivar la curiosidad literaria del lector
distraído.
El lector
desprevenido (Ediciones
Nobel, 2015) reúne los principios literarios, filológicos y
críticos que han dado fundamento al catedrático alicantino en su
larga trayectoria intelectual sobre su gran vocación: la crítica
literaria, una tarea dilatada y constante en el análisis y
observación del texto escrito, y que nunca interrumpió hasta los
últimos momentos de su vida.
Conocí
en persona al profesor Senabre
hace tres años, en un congreso literario en la Fundación
Caballero Bonald
dedicado a transgresores y heterodoxos de la literatura española, en
la que impartió una conferencia que versó sobre Industrias
y andanzas de Alfanhui, una
obra inclasificable de otro destacado transgresor, como lo es Rafael
Sánchez Ferlosio. Fue una
auténtica clase magistral de literatura que me incitó a una
relectura de ese extraordinario libro. A esa obra rebelde en
particular, también le dedica un capítulo en El lector
desprevenido.
Tal
vez con esta publicación, el sello editorial haya querido homenajear
al gran maestro de la lectura con un volumen que recoge su última
gran lección crítica. En todas las secciones del texto se aborda la
lectura a través del mensaje literario propiamente dicho, mensaje
que no es otro que la invención de las palabras, observando y
analizando diferentes textos literarios escogidos, clásicos y
actuales, apuntando cómo unos se vinculan a otros, como imitaciones
y reescrituras. El lenguaje, para él, como vehículo de la
comunicación, tiene un vocabulario limitado. Por eso, “cada
palabra tiene un significado unívoco y se trata de escoger las más
adecuadas para que el mensaje sea comprensible, sin dificultad
alguna” (pág. 9).
Senabre insiste en
que la literatura, en su aspecto más elemental, es un acto más de
comunicación, pero previene al lector de que esta aparente simpleza
debe aspirar a ser un hecho transcendente. La literatura necesita ir
más allá y ofrecer ángulos nuevos, otras perspectivas. Y añade
que lo que proporciona novedad al texto, no es lo que se dice, sino
la manera de contarlo. Tal vez, stricto
sensu,
la literatura sea una forma, más que una sustancia. Pero eso no
quita pensar que, además, deba tener alguna utilidad, como se apunta
en el libro al citar lo que el escritor Juan
Madrid entiende
sobre la sustancia literaria: “es
posible que nos desvele cosas nuevas sobre la ambigua y
contradictoria naturaleza humana, o sobre determinados aspectos de la
vida”.
El lector
desprevenido
es un tratado literario con espíritu didáctico, una síntesis de un
largo recorrido por la historia de la literatura española, desde los
autores del siglo XV hasta los narradores más recientes. Aunque
Senabre
reclame con este libro la atención del lector común, quizá
requiera también de un lector más avezado y exigente. Da la
impresión de que el autor lo ha leído todo, desde la poesía de
Garcilaso
y Góngora,
la novela de Galdós
y Baroja,
hasta las últimas apuestas narrativas de Trapiello
o Sergio del
Molino.
Todos
los que hemos gozado con la lectura de las reseñas de Ricardo
Senabre
andamos un poco huérfanos desde su despedida. Echamos de menos sus
críticas semanales en El
Cultural
del Mundo
donde acostumbraba a corregir errores lingüísticos, defectos de
construcción o gazapos encontrados en los textos que reseñaba. Como
buen docente, esta peculiaridad suya fue siempre instructiva. Jamás
resultó previsible. Todo lo examinó con exigencia y densidad
argumentativa, y con una prosa clara e incisiva hasta elevar su
quehacer a la categoría de crítica literaria.
Sin duda, este es un libro fundamental, un texto intemporal y
erudito, escrito con la sabiduría propia de un maestro de primera
fila y dirigido, como apunté con anterioridad, no solo a entendidos
en la materia, sino también a lectores entusiastas que aspiran a
disfrutar y a profundizar, sin prejuicios, en el núcleo de la buena
literatura. Al fin y al cabo, parafraseando al catedrático
valenciano, los lectores no somos sujetos de segunda fila en el
proceso literario, sino los que acabamos justificando la razón de su
existencia.
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