Decía
Susan Sontag con un
arranque seco, tan propio de su estilo, en su libro La
enfermedad y sus metáforas
(1978), que “a todos, al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía,
la del reino de los sanos y la del reino de los enfermos”. Y,
aunque preferimos usar siempre el pasaporte bueno, es decir el del
reino saludable, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado
a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano del reino de
los enfermos. El mes pasado, la editorial Tusquets
publicó Arenas movedizas,
el libro más personal e íntimo de su autor, el novelista y
dramaturgo Henning Mankell
(Estocolmo, 1948 – Gotemburgo, 2015), escrito, precisamente, desde
ese territorio adverso de la enfermedad, del que hablaba la
norteamericana. Hace tan solo unos días, este gran maestro de la
novela policiaca escandinava, creador del célebre inspector
Wallander, falleció después de mantener una dura batalla contra el
cáncer que padecía.
Parece
que el destino conforma el puzzle de cualquiera de nosotros, de forma
que algunas piezas encajan, para sorpresa de muchos, de una manera
que nos predisponen a poner en entredicho la lógica del mundo, en
favor del misterio que aguarda la aparición de la enfermedad en
nuestras efímeras vidas. Sufrir un cáncer, dice Mankell
en las primeras páginas del libro, es una catástrofe en la vida que
solo después de transcurrir un tiempo, sabes si has sido capaz de
enfrentarte a él de la forma más adecuada y le has ofrecido la
resistencia más efectiva. No hay garantía alguna. En Arenas
movedizas el novelista
sueco comparte los miedos de la enfermedad, el duelo frente a sus
estragos y el arte de sobrevivir a lo largo de 67 episodios extraídos
de su propia vida, el mismo número de años que el destino quiso
poner a su existencia.
No
me cabe la menor duda de que este libro, que ha firmado Mankell
en vida, es su verdadero testamento literario, su obra más profunda
y reflexiva, un legado que resume su trayectoria por el mundo como
hombre y como escritor. En ninguna de las facetas de su intensa vida
se muestra alejado de los más necesitados, como tampoco desligado de
ese sentimiento de velar y comprometerse con salvaguardar el futuro
del medio ambiente. Para él, una persona solidaria y comprometida
con su tiempo, nada de lo que ocurre a su alrededor le es ajeno y
mucho menos esa conciencia de lucha perpetua para sobreponerse ante
la adversidad y luchar por la supervivencia como cualquier otro ser
vivo.
Henning Mankell
despliega, por las casi cuatrocientas páginas de este conmovedor
memorándum literario, una lucidez intelectual fuera de lo común.
Quien lea estas memorias se reconfortará por la trascendencia de su
escritura: un relato hermoso de la vida de un hombre enfrentado a la
dura prueba de la enfermedad y la muerte. Los miedos de Mankell
alumbran al lector, su voz narrativa le lleva por el laberinto
intrincado de su recorrido vital entre el frío clima de Suecia y la
tierra caliente de Mozambique, los dos puntos existenciales que
resumen su deambular por el mundo, dos intersecciones que han dado
sentido a su vocación literaria y a su vida. No solo fue un
magnífico escritor de novelas policiacas capaz de desvelar la
verdadera cara de los criminales, esos personajes de apariencia
pacífica, como los que transitan por dentro de Asesinos
sin rostro o Los
perros de Riga,
sino que empleó el espejo del asesinato para retratar de forma
crítica a la sociedad contemporánea escandinava.
En
Arenas movedizas se examina
el hombre frente a la naturaleza y se alternan los recuerdos de la
infancia de su autor con reflexiones en torno a la muerte, el miedo,
la esperanza o sus creencias más íntimas, pero, sobre todo, lo que
más se invoca en sus párrafos son esas ganas de vivir la vida en el
momento presente, ya que, mal que nos pese, nada podemos hacer sobre
la duración de nuestras vidas fútiles. Mankell
advierte que la imaginación y las circunstancias peliagudas por las
que atraviese uno en un momento determinado no soportan suposiciones
demasiado improbables sobre cómo será la vida en un tiempo que
sobrepasa nuestro horizonte.
Por
último, cabe destacar del malogrado escritor sueco el testimonio
sincero y luminoso que nos deja en este relato sobrio, escrito con
maestría y hondura, que invita a pensar en las cosas importantes de
aquí y ahora, de nuestro paso fugaz por el mundo. Y ahí reside
también lo extraordinario de nuestra existencia y lo meritorio de la
historia de este libro, nada que ver con un repique de campanas
complaciente, sino que se parece más a la partitura melodiosa de un
réquiem compuesto por un escritor sesudo y coherente que nos dejó
para siempre hace tan solo una semana. Léanlo y escuchen el tono de
su melodía. [Reseña
núm. 245]
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