La
muerte permea la vida. Morir lleva su tiempo. El dolor y el duelo,
por añadidura, también. Hablamos constantemente de muertes
inevitables, como si estas pudieran prevenirse en lugar de asumir
que lo único que hacemos es posponerlas. Sin embargo, cuando las
muertes llegan antes de tiempo todas nos resultan violentas. No
importa la edad que se tenga. En cualquier caso, parece que la tarea
de la muerte no es otra que obligar al hombre a abordar los asuntos
esenciales de la vida y una oportunidad inevitable de completar su
existencia.
En
su debut literario, Gabriela Ybarra
(Bilbao, 1983) acomete la conexión de dos muertes en un lapso
histórico familiar de casi cuarenta años, dos historias reunidas en
un mismo relato bajo sendas variantes del dolor: la violencia
terrorista y la terrible enfermedad del cáncer. Ponerse a escribir
sobre dos hechos terribles acaecidos en la intimidad de su familia:
el secuestro y asesinato de su abuelo Javier de Ybarra a manos de ETA
en 1977 y la muerte de su madre, víctima de un cáncer en 2011, ha
sido todo un empeño humano necesario para su redención. El lector
lo descubre en cada pasaje descrito en la reconstrucción de los
hechos y en las consecuencias que determinaron esta aventura
literaria en la que se embarcó la novel escritora, para los que se
valió de su propia indagación y de su imaginación para entender
mejor estos dos sucesos tan dramáticos y dolorosos que todavía
perviven en el seno familiar. Seguramente, la publicación de este
libro tan revelador y emotivo, que toca los grandes temas de toda
existencia humana: la muerte, el dolor, la esperanza, el amor, la
familia, la sociedad y la política, ha podido aliviar esa rémora
íntima de tantos años de silencio y abatimiento.
El comensal
(Caballo de Troya, 2015) es un libro sobre el tránsito del duelo,
una crónica narrativa en la que la voz de su protagonista hace un
viaje desde el pasado lejano hasta el más reciente de su familia,
por medio de la indagación en prensa, en google y en documentos
íntimos, como el diario de su padre, para llegar a esclarecer y
asumir, posteriormente, la memoria familiar. Todo sirve para encajar
la realidad histórica y particular de su entorno. Lo que sobresale y
fascina de esta singular narración autobiográfica es el tono en el
que está escrita la novela, tan desnuda de artificios, sin
cursilería sentimental, ni afectación, sino más bien todo lo
contrario, con una escritura eficaz y honesta. Dice Ybarra
que haber escrito sobre la muerte de sus seres queridos ha sido
terapéutico porque este ejercicio literario le ha otorgado el rédito
personal buscado: conseguir dar sentido a la historia y existencia de
su familia, aunque la tarea no haya sido nada placentera.
La
silla vacía que acompaña a la familia en cada comida conforma un
rito familiar para advertir a todos los congregados de que hay un
comensal que se retrasa, un maldito contratiempo que se repite
permanentemente. La visibilidad de esta ausencia se siente y se
comprende mejor desde la escritura, desde la evocación y el
recuerdo. Poner fin a un duelo que se resiste, pero que pide
liberación, constituye el objetivo de esta sorprendente novela.
El comensal
es un relato tan breve como intenso, tan emotivo como sereno, muy
bien escrito, una reflexión sobre la pesadumbre de la pérdida de un
ser querido, desde la experiencia y el devenir de la historia, desde
el desgarro y la tragedia familiar, hasta el consuelo que otorga la
escritura liberadora para atemperar los daños colaterales. En este
libro encontramos la crónica de una supervivencia, en la misma senda
de otras dos buenas historias anteriormente publicadas también por
dos escritoras: La ridícula idea de no volver a verte
(Seix Barral, 2013), de Rosa Montero
y El año del pensamiento mágico (Random
House, 2015), de Joan
Didion. Ybarra,
Montero y Didion
contemplan el duelo y el luto en línea con lo que decía el viejo
pensador Kierkegaard:
“La vida hay que vivirla hacia delante, pero solo se puede
comprender hacia atrás”.
Al
lector, después de poner punto final a este soberbio relato, no le
importará incorporarse al pensamiento marcado por el filósofo
danés, como tampoco le importó en su momento a la autora del libro,
que no tuvo que acudir a la autocompasión para afrontar la tempestad
del duelo, con la convicción de que el tiempo siempre amaina y es la
verdadera escuela donde aprendemos a superar nuestras zozobras.
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