En
el ámbito de la tradición literaria, uno de los temas recurrentes
de mayor relevancia es el viaje como representación de la misma
existencia humana. Adquiere, por así decirlo, el estatus de símbolo
o metáfora de la propia vida del hombre. En los textos literarios,
el viaje simboliza una aventura y una búsqueda, como destino
insalvable, inevitable para los personajes que protagonizan la
historia. Se convierte en una necesidad que les obliga a huir de sí
mismos y de sus propias realidades para enfrentarse a una nueva que
les permitirá volver sobre ellos mismos y darles un sentido nuevo a
sus vidas inciertas.
La
escritora hispano-argentina Clara Obligado
(Buenos Aires, 1950) rescata una novela que empezó en 2008 y terminó
de revisar en 2015 y que parte desde ese eje iniciático propio del
hecho de viajar, pero que se adentra, además, en la memoria, un
asunto obsesivo en el quehacer literario de la artista. En Petrarca
para viajeros (Pre-Textos,
2016), la dependencia del pasado, la imposibilidad de abdicar del
ayer, está presente en todo el relato. En este viaje propuesto por
la autora, el lector se encontrará en un trayecto que transcurre en
un tiempo corto, que transita por la Europa mediterránea y que viaja
por el interior de sus personajes principales: Andrés,
un joven dibujante de diecisiete años en busca de futuro, y Noa,
una mujer, joven y bella que cambia radicalmente su presente para
experimentar el vértigo y la locura de una nueva vida. La historia
del guardagujas, el tercer protagonista de la novela, posee el
contrapunto especial de un hombre marcado por la memoria histórica.
Su testimonio perpetúa el pasado y la conciencia de reconocerse
sujeto a la memoria, porque sin esa atadura su identidad dejaría de
tener sentido.
A
través de la confluencia del pasado y el presente, la novela
transcurre por una ruta ferroviaria sobre el Mediterráneo en busca
de respuestas a través del arte y de la mirada de sus personajes
que, en realidad, no dan satisfacción a las preguntas y a las
observaciones que cada uno de ellos se plantea. El título conjuga la
presencia de ese humanismo vivaz, en busca de la belleza, como
anhelaba el poeta Petrarca,
bajo el prisma e impulso de dos viajeros jóvenes que emprenden su
aventura en pos de alcanzarla. Hay también en esta obra un
parentesco notorio con los cuentos de El libro de los
viajes equivocados (2011),
en el que Obligado
incide en esa diáspora del que emprende otro camino fuera de su
tierra, desde el azar de cualquier lugar, hasta arribar incluso en la
costa albanesa, en el Jónico, el mar de Ulises, donde naufraga poco
antes de su regreso a Ítaca.
Todo
viaje sugiere el retorno a otras épocas, como ocurre en Petrarca
para viajeros,
un periplo narrativo que trasluce buena parte de la historia europea
con nombres propios de lugares, desde la estación de Angoulême, los
campos de concentración de Mauthausen, el Sena, Florencia, Roma, el
Adriático y Corfú, hasta el regreso a Ancona, un pequeño puerto
italiano.
Hay
toda una simbología latente y explícita en esta intensa nouvelle,
de elipsis continuas, que conforman meridianamente el universo
literario de Clara Obligado:
la memoria, la pasión, el viaje, la identidad, la inmigración, el
destino, la conciencia histórica. Cada una de ellas tiene su
presencia en la trama y se intercala en la pericia narrativa para
conducir al lector por una historia de fuerte calado compasivo. El
sufrimiento y la empatía afloran hasta el punto de que la novela
concluye con una epifanía humanística sobre la solidaridad de la
mano de una inmigrante albanesa, capaz de conmoverse por la situación
de otra persona necesitada de ayuda.
Aunque
el lector de hoy en día sigue adherido a los encantos de la novela
como género predilecto, el relato breve e, incluso más, la novela corta va
calando de manera creciente en sus gustos, no solo por lo que abrevia su
construcción narrativa, sino también, como le ocurre a Petrarca
para viajeros,
por lo mucho que insinúa y atesora entre líneas este formato, cosa
que al buen lector le seduce mucho y agradece por su concisión y
economía de tiempo en un mundo cada vez más rendido a las prisas.
Quien se suba a bordo de este tren narrativo, de prosa ligera e
intensa, infinita pese a su brevedad, que maneja con sutileza y
hondura asuntos profundos de la humanidad, que se lee en una sentada,
y que es capaz de condensar el trayecto propio de un convoy de largo
recorrido en uno de cercanías, sentirá el deleite de haber viajado
en un transporte sin demoras y la recompensa, a su vez, de una
lectura perdurable.
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