La
infancia posee sus matices oscuros y crueles. Por ese trayecto de
vida hemos pasado todos y sabemos que es un territorio ingenuo y
alegre, fuera de toda moralidad, donde también se cuecen fechorías
y desmanes. Precisamente, para velar y poner coto a cualquier
comportamiento fuera de lo trazado están los adultos, los valedores
de la educación. Al niño no le queda más remedio que adaptarse,
obedeciendo la norma diseñada por sus padres y educadores. Desde
pequeño se le inculca que no puede escapar de estas pautas por el
bien de la familia y de la comunidad: debe ser bueno para merecer.
Pero, ¿qué sucede cuando un grupo de niños se unen y rompen este
esquema atávico?, ¿cómo reaccionan los adultos cuando esa infancia
se rebela contra lo ya establecido?
La
literatura no es ajena a este asunto. El poder de la infancia y su
desvarío no ha dejado de estar presente en los libros. Por ejemplo,
en El señor de las moscas (1952),
la obra más emblemática de William Golding,
es la locura surgida como diversión, como elemento propiamente
humano y grotesco, la que se impone en un grupo de niños aislados en
una isla que tratan de organizarse como adultos, un tributo o
parábola, más allá del significado de la desobediencia como
símbolo del pecado original que pondrá en juego ese miedo a romper
con los atavismos de los padres. El gobierno de estos niños no tiene
lógica, pero sí fantasías. En ellos, la lógica es algo
incipiente, y todavía no distinguen entre el juego y el deber. Hacen
un esfuerzo por comprender, pero son niños, y no lo mantienen mucho
tiempo.
“Los
prejuicios que uno sostiene durante años acerca de la infancia se
evaporan en el instante en que un niño real entre a formar parte de
nuestra vida”, dice el narrador de República luminosa
(Anagrama, 2017), una reflexión en la que viene a confirmar esa
relación ancestral que la infancia mantiene con la lógica adulta y
el desafío que conlleva su adaptación a la realidad.
La
novela, con la que Andrés Barba
(Madrid, 1975) ha ganado el reciente Premio
Herralde, es una
historia angustiante y reveladora sobre el impacto que un grupo de
niños indomables y fieros ocasionan en una tranquila ciudad de
provincias, una magnífica indagación en torno a ese mundo infantil,
solapadamente transgresor, que, en esta ocasión, hace saltar por los
aires la convivencia de los vecinos. Lo que sucede en San Cristóbal,
una ciudad tropical encasillada entre el río y la selva, donde nada
era noticia, más allá de lo común que suele acontecer a cualquier
población de similares características. “La vida de las pequeñas
ciudades parece tan reglada y previsible como un metrónomo”, dice
el narrador, pero eso no quita para que surja algo monstruoso e
impensable que el lector conoce ya de antemano: la muerte de treinta
y dos niños en extrañas circunstancias.
Hasta
esta población llega un 13 de abril de 1993 el narrador de esta
crónica intensa, un joven recién casado con una profesora de violín
de San Cristóbal y madre de una niña de nueve años, para ocuparse
en el ayuntamiento de las tareas de integración de las comunidades
indígenas, dentro de un programa desarrollado por él en el
departamento de Servicios Sociales. Veintidós años después, decide
contarnos con detalle lo que ocurrió con aquel grupo de niños
extraños y marginados entre nueve y trece años que produjeron
tantos disturbios y desasosiego entre los vecinos. “Uno cree a
veces –dice el narrador– que para descender a la sima del alma
humana tiene que subirse a un poderoso submarino y al final se
sorprende vestido de buzo tratando de sumergirse en una bañera
doméstica”.
El
desasosiego, la incomodidad y el malestar se van extendiendo por toda
la ciudad. La amenaza es sentida por los adultos, tanto fuera de sus
casas, como dentro. Tienen hijos y temen que estos se unan al grupo.
“La infancia es más poderosa que la ficción” y esta premisa
inquieta a todos, porque así nos lo cuenta su cronista cuando
traslada al lector el sentir de los niños: “Para los niños el
mundo es un museo en el que los celadores adultos puede que sean
amorosos la mayor parte del tiempo, pero no por eso dejan de imponer
las reglas”.
República luminosa
es una vuelta al mundo misterioso de la infancia en el que la
ambigüedad, el miedo y el lado oscuro del alma de unos niños
salvajes movilizan a todo un pueblo al mismo tiempo que asolan la
conciencia de sus propios habitantes, aturdidos ante la violencia
insólita sobrevenida. Queremos ver la infancia como el paraíso
irrenunciable, pero solo una cosa necesita el niño: querer con
independencia, sin reglas, y eso lo complica terriblemente todo.
Andrés Barba
traza una historia de amor y miedo con mucha argucia narrativa, en la
que se entrecruzan la amenaza y la intriga, pero con ese punto de
vista propio que la convierte en una consistente fábula mítica,
escrita con una prosa ágil, dotada de mucho talento y un gran poder
de convicción. Sencillamente, una buena novela.
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