Todo
lector tiene sus preferencias a la hora de elegir sus lecturas.
Algunos nos fijamos mucho en el título del libro que tomamos entre
manos o, también, en la alegría de descubrir a un nuevo autor. Nos
atrae tanto lo insólito como la originalidad de la historia, al
igual que el impacto de sus primeros párrafos, la belleza del
lenguaje, la construcción de los personajes o, simplemente, el tema
urdido por el escritor. Es frecuente que no haya solo un factor que
determine si un libro nos va a encandilar o no, sino la suma de
varios.
Tengo
que admitir que siento especial predilección por la temática y
atmósfera que impregnan los libros que describen la vida de aquella
gente que sobrevivió, a duras penas, a los malditos campos de
concentración que proliferaron en Europa durante el siglo XX. Esa
imbatible voluntad de vivir, de luchar frente a la adversidad más
impensable y cruel, quizá, sea otro de los acicates a añadir a ese
tipo de preferencias que, raramente, pasa desapercibida a cualquier
conciencia lectora sensible y contraria a toda barbarie.
Cuando
uno termina de leer un testimonio tan veraz, duro y conmovedor, pero,
a la vez, tan esperanzador y lleno de vida como este libro de Cuatro
mendrugos de pan
(Periférica, 2017), de Magda Hollander-Lafon
(Záhony, Hungría, 1927), traducido por Laura Salas
Rodríguez, el resultado es que
el horror de lo vivido por su protagonista, su espíritu de
supervivencia y el desafío a que tuvo que enfrentarse en los campos
de la muerte conmocionan tanto, que uno no deja de preguntarse a sí
mismo si la maldad humana es capaz de llegar a tanto, como tampoco
deja de admirar la fuerza de quien es capaz de sobrevivir tan
desvalido y maltrecho, sujeto solo a un mínimo hilo de esperanza,
para salir con vida de aquellos lugares de espanto y después poder
contarlo.
La
autora, hija de judíos, nacida en una pequeña población húngara,
fue apresada con apenas dieciséis años y conducida a Auschwitz en
1944 junto a su madre y a su hermana. Posteriormente, hasta su
liberación, que no llegó hasta haber transcurrido año y medio de
infierno, fue trasladada y confinada a otros centros. Toda su familia,
como la inmensa mayoría de los judíos que pasaron por aquellos
campos de la muerte, quedaron exterminados en vida.
Hollander-Lafon
acude a su memoria para contarnos episodios de aquel desvalido
itinerario de muerte suyo sin apenas esperanza en el que todo el
mundo se aferraba a la vida; todos, sin importar la edad ni la salud,
hasta el último segundo, pusieron su aliento para seguir vivos.
Auschwitz, Birkenau y el resto de aquellos siniestros recintos eran
lugares de exterminio en los que cada uno de sus reclusos se
aferraron a la vida como clavos. En la primera parte del libro, que
da título a la obra, se encuentra lo más valioso del texto, lo más
descarnado, descriptivo y conmovedor. De
las tinieblas a la alegría,
la segunda parte, le sirve como subtítulo y énfasis a lo que vino
después, tras su conversión al catolicismo, un sentido manifiesto
sobre la esperanza y la paz interior que había alcanzado. Al libro
se añaden unas notas históricas muy interesantes y reveladoras
sobre la vida y trayectoria de Magda desde
su adolescencia hasta la actualidad, escritas
por Nathalie Caillibot
y Régis Cadiet.
Dice
la autora, en una entrevista, que siempre fue rebelde y que nunca
dejó de tener esperanzas, porque, para ella, cuando odias la
injusticia significa que estás vivo, tanto como cuando sufres o como
cuando amas. Solo en ese anhelo de hacer sitio a la vida puso su
empeño, y en ese instinto de supervivencia albergó la posibilidad
de superar el miedo a la muerte, mirando al futuro y a la pronta
liberación de su cautiverio.
En
Cuatro mendrugos de pan
el sentimiento trágico de la vida está presente dentro de la voz
que habla, tan contundente, tan serena y llena de gratitud, a pesar
de la infame experiencia soportada. Este libro nos muestra la
hiriente realidad histórica de un pasado terrible, desde la memoria
de una mujer irreductible ante la adversidad, narrado sin ambages,
con la sencillez y la garra de quien siente haber ganado la partida a
la muerte y a sus verdugos.
La
vida de Magda Hollander-Lafon
se paralizó en el brote de su juventud. En Auschwitz, confusa y
asustada por lo invivible del sitio, una kapo
inmisericorde le mostraba la columna de humo como respuesta a las
preguntas sobre el paradero de su familia. Y aunque la experiencia
vivida fue indecible en toda la extensión de su dolor, las palabras
volcadas en este relato fragmentario y confesional suyo queman y, a
la vez, proclaman el verdadero sentido de la lucha por la vida a la
que se vio enfrentada gente que no sucumbió, como ella, en aquellas
amargas circunstancias ante la humillación y la desmoralización
posterior que condujeron a muchos de ellos al naufragio espiritual,
como ya dejó escrito Primo Levi.
En
Birkenau, una moribunda le entregó cuatro mendrugos de pan mohoso
para aliviar su desmayo y para que contara al mundo lo que allí
sucedía. Todo un salmo a la vida, una liberación interior, una
mirada de esperanza.
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