miércoles, 28 de febrero de 2018

Frenar el tiempo


Siempre hay tiempo para tener más tiempo, escribe Roa Bastos en su novela Yo, el supremo (1974). Proust sostenía que el tiempo de que disponemos cada día es elástico: las pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo encogen y la costumbre lo llena. Hacia el año 50 a.C., Lucrecio dejó escrito en su poema filosófico De rerum natura que el tiempo tampoco existe de por sí; de las cosas nos vienen el sentido de lo que se cumplió en el pasado, de lo que ahora es presente, y de lo que ha de seguir; nadie, necesario es reconocerlo, según él, percibe el tiempo en sí mismo, abstraído del movimiento o la plácida quietud de las cosas.

Agustín de Hipona decía al respecto del significado del tiempo lo siguiente: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Para este célebre teólogo y filósofo del siglo IV d.C. la idea del tiempo tiene su origen en el interior del ser humano, sea en su vertiente psicológica, racional o espiritual. Otro filósofo más cercano a nuestros días como Martin Heidegger confirmaba en su obra cumbre Ser y tiempo (1927) la distinción entre el tiempo propio, al que dio una función constitutiva existencial del ser humano, y el tiempo del mundo como medida y referencia externa al individuo.

El tiempo siempre ha sido un concepto fascinante pero difícil de explicar, desde conceptos filosóficos hasta físicos, desde Platón hasta Albert Einstein. Para la mayoría de nosotros, que vivimos en el mundo de las prisas, el tiempo se mueve con rapidez en una única dirección que va desde la anticipación a la experiencia y a la memoria. Aparentemente el tiempo progresa linealmente del pasado al futuro. Sobre estas mimbres, urdidas por el significado del tiempo, la escritora y periodista Andrea Köhler (Brad Pyrmont, Alemania) establece una reflexión sobre la importancia de la lentitud y la espera en su libro El tiempo regalado (Libros del Asteroide, 2018), bajo la impecable traducción de Cristina García Ohlrich, como contrapunto a la velocidad imperiosa en la que vivimos sin apenas tregua para darnos un suspiro.

¿Por qué habría desaparecido el placer de la lentitud?, se pregunta el narrador de la novela La lentitud (1995) de Milan Kundera, algo similar a lo que en este cálido ensayo literario propone Köhler con mucha sagacidad y brillantez. Frenar el tiempo, detener las prisas son las riendas argumentales por las que se ciñe el texto de la escritora germana para involucrar al lector en su diagnóstico, sin pretender desplegar una teoría filosófica de la pausa, sino focalizar su reflexión hacia el valor reparador de la lentitud y de la espera en estos tiempos modernos de tanta arbitrariedad, donde la inmediatez es un despropósito enfermizo y delirante que nos arrolla a todos por igual.

Sin embargo, esperar nos irrita, es una lata, como dice Köhler, pero es consustancial a nuestra existencia y a ella nos atenemos en todo nuestro recorrido vital. La espera también genera calor y frío interior. “Esperamos con el corazón tiritando, o ardiendo de deseo”. Esperar es el tiempo invertido en una determinación, en una expectativa o en una incógnita que precisa su transcurso, su momento para manifestar su resolución o, incluso, para no hacerlo. La espera que nosotros nos imponemos, subraya Köhler, es siempre el intento de no adaptarnos a nuestro sentido del tiempo. Por eso, “lo primero que entrenamos en esta existencia terrenal es la paciencia”. Esperar no es poner freno al devenir, nos viene a decir, sino que, como afirma el escritor Wilhelm Genazino: “Saber esperar, esperar es la condición previa de todo entendimiento”.

Por los párrafos de este ensayo surten ecos de grandes voces del pensamiento y de la literatura que abordaron, desde la interrogación y el anhelo, la tesitura del tiempo: sus pausas, sus instantes y su inevitable punto final. Kafka se insinúa, por medio de un despertar, atrapado en otro cuerpo para mostrar su laberinto existencial. Proust aparece para poner pausa al discurrir del reloj en su búsqueda del tiempo perdido. Beckett lleva al absurdo lo que la espera es en esencia: un destino irresoluble. En cambio, para Peter Handke, el elogio de la lentitud en un mundo tan exigente y acelerado, determina que, al menos, la espera es la intersección posible para saber lo que debemos abandonar.

Gregorio Luri se une a este regocijo con unas páginas certeras y reveladoras suyas, como epílogo del libro, abundando en su texto los principios que rigen ese hilo de acontecimientos y esperas del que habla Andrea Köhler: “Todo cuanto conforma nuestro mundo, nosotros incluidos, se encuentra entre el límite y lo ilimitado; entre la movilidad y la inmovilidad; entre la unidad y la pluralidad; entre lo definido y lo indefinido”.

El tiempo regalado es una hermosa indagación acerca de la lentitud y la pausa, que no trata de resolver las cuestiones filosóficas de nuestras apuradas vidas, pero que sí, al menos, trata de poner énfasis a lo gratificante que resulta echar freno a tantas prisas. El resultado es un libro amable, oportuno y ameno, un deleite sobre el valor de la espera, auténtico leitmotiv del texto.


viernes, 23 de febrero de 2018

La vida en los libros


El centro de la vida literaria, dice Gabriel Zaid, está en leer, que es una actividad mental y solitaria, aunque puede vivirse como un diálogo, hasta con cierta animación corporal. Compartir esa animación, hablar de la experiencia de leer, de lo que dice un libro y cómo lo dice, de lo que gusta o decepciona, hace más inteligente la vida social y personal. En ese sentido, podemos afirmar que en el lenguaje, las palabras y las letras de los libros se encuentran el origen mismo de la vida.

Petrarca confesaba lo siguiente cuando hablaba de sus libros: “Estoy como acosado por una pasión inagotable que hasta ahora no he podido ni querido frenar. No consigo saciarme de los libros –decía–, los libros nos deleitan hasta la médula, nos recorren las venas, nos dan consejos y establecen con nosotros vínculos de una gran familiaridad. Y cada libro en sí no se contenta con insinuarse por sí mismo en nuestro espíritu de lector, sino que abre el camino para muchos más, lo que nos provoca el deseo de otros libros”.

Para Miguel Sanfeliu (Santa Cruz de Tenerife, 1962), autor del libro ilustrado Anónimos (2009), de los libros de relatos Los pequeños placeres (2011) y Gente que nunca existió (2012), y de la novela Parece que cicatriza (2014), la vida en los libros es un modus vivendi, una actitud, un recorrido vital por donde transcurrir las horas y los días, una forma de compartir experiencias, de compartir esa animación por el diálogo, como apunta arriba el escritor mexicano, y esa predisposición por dejarse seducir por ese espíritu mágico de los libros, que conduce, inevitablemente, al abrigo de otros libros, como bien decía el poeta italiano.

En Cierta distancia (Sílex, 2017) encontramos a un lector de conciencia lectora, riguroso y exigente, y extremadamente curioso, de esos prototipos de lectores de largo alcance. En este “manual de supervivencia”, como subtitula a su libro, Sanfeliu esparce toda su experiencia personal por la senda literaria de los libros que han ido forjando su espíritu libresco, y en ese sentido abre su peregrinaje con una cita del escritor estadounidense Ken Kesey para decirnos que “es la magia lo que realmente uno ama” de estos maravillosos objetos que llamamos libros, y otra cita de Kafka para incidir en la incontenible pasión por escribir.

En estos albores introductorios, Piglia también está presente. Sanfeliu se identifica con lo que decía el escritor y ensayista argentino acerca de esa relación íntima entre el lector y los libros: “uno encuentra su vida en los libros que lee”. Y es en estas lindes por donde el autor nos va llevando y mostrando su discurrir biográfico por la literatura, a través de reflexiones y paradojas encontradas en la propia lectura que, en buena medida, ha repercutido en experiencias vitales, y que, a la postre, siempre han derivado en escribir sobre su relación con los libros, con el universo imaginario que estos crean y que, a veces, como subraya él mismo: “puede ser más potente que la misma realidad”.

Todo lector apasionado hace que sus lecturas predilectas formen parte de la construcción de su identidad y en Cierta distancia encontramos a un lector que escribe sobre lo que ha leído, que intensifica el acto de leer como un lugar en el que se encuentra a salvo y libre de los propios límites que impone el hecho de vivir; un lector que afirma que “la literatura tiene la facultad de convertirse en un medio y en un fin, la razón sobre la cual gira toda la existencia”, y sostiene entender a la literatura como modo de vida y medio de experimentación.

Por las páginas de esta bitácora de lecturas transcurren citas, frases felices y anécdotas de autores que evocan reflexiones y dan pie a anotaciones literarias que van conformando el sentido y transcurrir del libro, una defensa personal de la literatura. De su lectura salimos contagiados de entusiasmo y curiosidad porque lo que transmite Sanfeliu es un montón de argumentos que deparan en una exaltación lúcida, sin desvarío ni resaca, sobre el valor vital de la literatura. Por aquí transitan ecos de lecturas de Pitol, de Auster, de Vila-Matas. Por aquí merodea el espíritu de los libros leídos de Kafka, así como la perplejidad y significancia de lo escrito en sus diarios por Pavese, Ribeyro o Cheever, sin olvidarse de mencionar a sus autores de cabecera de pura evasión como Conan Doyle, Twain, Hemingway, Chéjov, Faulkner, Murakami, Javier Marías o Tobías Wolff.

Cierta distancia es el libro más personal de los que hasta ahora ha publicado Sanfeliu, una especie de crónica personal y ensayo literario sobre la importancia de los libros en la propia biografía, un texto inteligente, ameno y festivo, una coartada bien urdida para los que nos sentimos enfermos de literatura y creemos, como Alan Pauls, que “los libros que necesitamos leer salen a nuestro encuentro de forma inevitable”.


martes, 20 de febrero de 2018

Enfermedad y literatura


Susan Sontag, en su libro La enfermedad y sus metáforas (1980), habla del reino de los sanos y del reino de los enfermos, un destino propio de todo ser humano al nacer. Todos nacemos, según la escritora norteamericana, con ese doble pasaporte de vida. Henning Mankell, por otro lado, en Arenas movedizas (2015), viene a decirnos que la identidad se tambalea cuando tenemos que adoptar una postura determinada ante cuestiones complejas. Y mucho más cuando uno se enfrenta a una enfermedad grave: “el cuerpo se paraliza y sientes que el tiempo se detiene”.

En el interior de la solapa de la contraportada de El desconcierto (:Rata_, 2017) podemos conocer lo que supone para su autora, Begoña Huertas (Gijón, 1965), ese binomio representado por la literatura y la enfermedad. Estas son sus palabras: “Entiendo la literatura como la puesta en común de asuntos universales que nos competen a todos, en este caso la enfermedad y la identidad, el desorden (el desconcierto) que provoca lo primero en lo segundo”. Y qué bien le quita solemnidad al asunto: “El valor de la literatura es precisamente ese, que uno no tiene que arrancarse los ojos, ya lo hace Edipo en su lugar”.

El desconcierto es un testimonio conmovedor, nacido desde las entrañas de la literatura, que se adentra en los inestables movimientos emocionales y físicos provocados por el cáncer. Escrito en primera persona, como corresponde a la esencia de su género, su autora apuesta por proponernos un texto que no se quede atrapado en las garras del dolor, ni que tampoco se quede relegado a la mera tarea de relatar el proceso incierto de tratamiento y curación, sino que aspire a tomar vuelo, desde la propia experiencia dolorosa y desconcertante de la enfermedad a una creación literaria que de valor y sentido a lo narrado. La historia de este libro la protagoniza una reflexión, o varias, según se mire, sobre un ente abstracto, como asegura su autora, o no tan abstracto: la enfermedad. “Yo era como un barril con cuatro agujeros por los que salía el líquido interior a través de unos tubos que iban a parar cada uno a otras tantas bolsas a los pies de mi cama.”

Ante la enfermedad en la que se ve envuelta la protagonista, se suceden, consecutivamente, el impacto, el pavor y la parálisis. Estos hechos los compara con un manotazo repentino a las piezas de ajedrez que conforman el tablero de su vida. De esta manera explicará ella misma cómo la vida tiene que ver con una partida de ajedrez donde las piezas tienen su misión de avanzar en sus escaques, en un plan, más o menos preconcebido, hasta que irrumpe la enfermedad y hace saltar por los aires las ataduras de un cuerpo acostumbrado a funcionar de una forma establecida. “La enfermedad –dice– es una pérdida repentina de la estabilidad, la estabilidad del yo al que estabas acostumbrado”.

Dividido en ocho capítulos, el libro conforma una estructura que encauza al lector a un territorio literario en busca de un sustento que apuntale los cimientos por donde transcurre el sentir y los miedos propios de un devenir incierto, inmerso en esas arenas movedizas a las que se refería en su libro el novelista sueco. “Qué otra cosa ha sido la literatura sino el relato de los miedos y el intento por ordenar el caos”, se pregunta la escritora asturiana. Desde la propia naturaleza literaria le gusta apuntalar su relato con citas y referencias lectoras sobre textos de Proust, Kafka, Mann, Woolf, Tolstoi, Sacks o Zorn entre otros muchos escritores, autores que irradiaron en sus obras la fuerza centrípeta causada por la enfermedad en el escritorio donde cada uno de ellos, a su manera, sorteaban sus envites. A esto se añade también, en forma de epílogo, dos textos a cargo de Natalia Carrero y Javier Azpeitia, respectivamente, que destacan el carácter decidido de Huertas para escribir fuera de ese marco positivista de encarar la enfermedad y de apostar, en todo caso, por un texto escrito por alguien, más que nada, enfermo de literatura, que aborda física, anímica e intelectualmente un trayecto complicado y duro por las latitudes del mal que está pasando.

Begoña Huertas firma un texto convincente con muy buenas hechuras, que, sin escapar del valor confesional de todo el material vivo de sus páginas, destila mucha literatura y pasión, sin tener que apartarse de “mirar la vida desde la enfermedad de la literatura”. Y subraya: “Una enferma de literatura no es capaz de hacer un texto sano, porque la paciente sufre una serie de procesos mentales, probablemente provocados por las lecturas compulsivas a las que la lleva su enfermedad”.

La vida se compone, por lo general, de azares y de adversidades que se cruzan en nuestro camino. La enfermedad no es un hecho premeditado, sino una anomalía, dicen los expertos. Para la inmensa mayoría de las personas del planeta, la vida es supervivencia elemental. Para otros, como Begoña Huertas, sufrir una enfermedad grave es haberse extraviado en el propio cuerpo, en el que sucede algo que uno, si no puede controlarlo, tal vez convenga mejor que tenga a mano una buena dosis paliativa de literatura. Muy buen libro.

lunes, 12 de febrero de 2018

Vidas paralelas


Aristóteles sostuvo la curiosa teoría de que todas las cosas tienen su lugar natural en el mundo, una especie de hogar perdido al que se retorna en cuanto aparece la primera oportunidad. Según él, el hogar del plomo es la tierra, el hogar del humo es el cielo. El hogar del hombre no está claramente delimitado, ni pone cerco a sus apegos, ni mucho menos límite a sus ambiciones. De ahí que, muchas veces, conformarse con ser un simple lugareño no sea suficiente y uno aspire a convertirse en un ciudadano del mundo, más expuesto a asumir otros retos, nuevas metas, impulsadas por sus deseos y sueños.

En Brillo de asfalto (Fórcola, 2018), la nueva propuesta narrativa de Marian Torrejón (Sagunto, 1961), autora del libro de relatos Limones dulces (2012), hay vidas en juego y mucho que reflexionar sobre las aspiraciones legítimas y los valores que, en buena medida, transitan por la teoría del pensador griego, así como el alcance de las cosas materiales del mundo y su implicación en la vida de los hombres, pero bajo la vertiente determinada por el resultado de éxito o de fracaso, un tema que también tocó, con otras mimbres, en su novela anterior: Al pie de una pared sin puerta (2015).

Lo mismo que “el dinero y el amor son difíciles de esconder”, como dice el narrador de esta historia de náufragos, tampoco la ruina y el desamor se ocultan a la vista de los demás. El espejo en que se mira la vida de Serafín Orduña, su protagonista, devuelve al lector la imagen azorada de una vida intensa, repleta de ambiciones y sueños, que ha pasado rápidamente del todo a la nada, una trayectoria que, de buenas a primeras, comienza a hacerse añicos y a vislumbrar su tragedia, algo que tiene su origen en una noche aciaga, cuando, accidentalmente, mató con su coche a un hombre que cruzaba por la calzada. Este hecho fatídico lo impulsará a indagar en la existencia de ese hombre que yace, sin vida, sobre el asfalto de una calle solitaria de su ciudad, junto a las ruedas de su vehículo.

Todo en la vida de Serafín ha sido meteórico. Sus proyectos e inversiones no han dejado de acarrearle grandes satisfacciones. Las tiendas de gourmet Sebarit, una creación suya, alcanzan auge y prestigio y no paran de sumar dinero. Sus apetitos se disparan y ya no se contentará con su suerte. Aun así, nada es ajeno a los ciclos y a las incertidumbres económicas y, por tanto, pocos se libran de los estragos de la debacle financiera sobrevenida, que pilló a tanta gente desprevenida y a la que endeudó hasta la coronilla. El amor, la familia y su propia existencia también se resentirán a los envites de la ola de desconcierto económico desatado, y no tendrá compasión alguna de él, precipitando tanto sus excesos como su vida arbitraria al abismo. Vivir bajo los tiempos de la abundancia no le sirvieron para poner coto a su codicia, ni tampoco para poner freno a esa pulsión desmedida de someter toda una vida en pos de una mayor fortuna.

La novedad y su estatus social van forzando su tren de vida, imposible ya de parar, y ocupan la totalidad de los sueños de este hombre exhibicionista y codicioso que, en nada de tiempo, empieza a mostrarse vulnerable a medida que descubre que la realidad económica de su negocio atraviesa por su peor momento. Cuando más endeudado está, y menos crédito tiene, es cuando descubre nuevos detalles de la vida del hombre que atropelló, un ser sin apenas atributos, que se le parece a él, reducido al fracaso y a sobrevivir de mala manera en medio de la tormenta económica desatada.

Marian Torrejón ha escrito una novela vibrante, cruda e intensa sobre la vida convulsa de unos personajes absorbidos por la codicia y el desenfreno, una crónica reconocible para el lector de nuestro tiempo, al que tampoco no le es ajena por el entorno que le ha tocado vivir, una historia que concita a reflexionar sobre los estragos que produce en el ser humano la ambición, y la imposibilidad de salir indemne de los hilos que esta mueve.

La gente de mar sabe que un buen timonel puede navegar contra el viento sirviéndose, precisamente, del empujón extraviado que este trae consigo al chocarse en las velas de la embarcación. Pero ningún viento es bueno para el que no sabe adónde va. Los personajes de Brillo de asfalto no son hombres del mar, tan solo náufragos, víctimas de sus malas decisiones.

El lector de este relato constata que la cruda realidad siempre se impone al humo de la grandeza, pero al mismo tiempo, también sabe que nada es tan simple en la vida de los otros, y que marcar un rumbo equivocado no sale gratis. Por eso no es nada fácil soportar las miserias sobrevenidas a los demás porque, inevitablemente, nos recuerdan mucho a las nuestras.


lunes, 5 de febrero de 2018

Viaje a Portbou

La novela no es el género de las respuestas, escribe Javier Cercas, sino el de las preguntas: escribir una novela consiste en plantearse una pregunta compleja para resolverla de la manera más compleja posible, no para contestarla, o no para contestarla de manera clara e inequívoca; consiste en sumergirse en un enigma, más que para resolverlo, para cuestionarlo.

El nuevo libro de Álex Chico (Plasencia, 1980), poeta, ensayista y crítico literario, viene a resaltar esta particular cosmovisión de la novela a la que se refiere el autor de Soldados de Salamina (2001) y, especialmente, en lo relativo a ese punto ciego en el que incide el enigma de toda historia narrada, sobre la que gira su esencia y validez.

Un final para Benjamin Walter (Candaya, 2017) parece un ensayo, también parece un libro de historia, incluso una crónica de un viaje o un diario personal, a ratos una narración introspectiva sobre la búsqueda de la verdad en torno a la muerte y a las circunstancias que rodearon los últimos días de la vida del pensador berlinés en el pueblo fronterizo de Portbou, una estación de paso en el Alto Ampurdán, por donde cruzaba gente que huía, como él, del terror nazi y gente que escapaba, en sentido contrario, de la persecución franquista.

Portbou y Walter Benjamin se entrecruzan a través de una trama en la que el escritor extremeño se implica con el personaje y el pueblo. Portbou, dice Álex Chico, era tan solo “un escenario colateral de la trama que había detrás de una muerte”. Sin embargo, un poco más adelante y, también, al final del libro confiesa lo siguiente: “Fui en busca de un escritor y me acabé encontrando un pueblo. Más aún: acudí al pasado sin saber que solo me estaba desplazando hacia el presente”. Es sobre esta reflexión donde el lector encuentra la clave de esta obra. Aquella decisión tomada hace unos años de emprender un viaje a Portbou para contrastar algunos datos sobre la muerte de Benjamin se transformó, por tanto, en una indagación sobre el propio territorio, un azar sobrevenido: de la idea de ir a Portbou para encontrar a Walter Benjamin, a la realidad de llegar a Walter Benjamin, para encontrar a Portbou.

La verdad literaria de esta novela de ensayo ficción, como la denomina su propio autor, no está en las respuestas al mito que transita por sus páginas, sino en la propia búsqueda de una respuesta dentro de la indagación que propone el texto. Esta novela no persigue proponer certezas, ni dar respuestas convincentes, sino transmitir dudas, preguntas, complejidades que nos pongan en guardia sobre lo mucho o lo poco que sabemos de lo que se cuenta en el texto acerca de la muerte de Benjamin. El libro de Álex Chico conmina a ello, a que nos pique la curiosidad, también nos sugiere que una realidad puede convertirse en otra, según la experiencia de quien la maneja, y nos alerta sobre la fragilidad del conocimiento de las cosas y sus equívocos.

La imagen verdadera del pasado, en palabras del propio W. B., es una imagen que amenaza con desaparecer con todo presente que no se reconozca aludido en ella. Un final para Benjamin Walter, un título en el que el autor intercambia el nombre con el apellido, hace alusión al dislate del funcionario franquista que anota en el libro de registro la entrada por el paso fronterizo del Sr. Walter, un matiz que le sirvió de salvoconducto y no ser detenido, al ocultar su verdadero apellido judío.

En el fondo de este memorial narrativo por donde transcurren voces y presencias de artistas diversos como el escritor Sebald, el pensador Adorno, el poeta Zurita, el escultor Karavan, el fotógrafo García-Alix o la pintora Silvia Monferrer, entre muchos otros, hay un propósito de rescatar un escenario inerme del presente, revisitarlo y articular una historia vívida sobre la memoria de su pasado. Portbou significa el tiempo dilatado, denso, simbólico, velado de historia pretérita y vacío de presente.

Álex Chico yuxtapone, por tanto, ideas y citas rescatadas al relato de su libro, y al tiempo indaga por las calles deshabitadas de Portbou, confrontando esa realidad con lo sabido y contado por otros. En esos ecos del tiempo, curtido de preguntas y dudas, el texto encontrará acomodo y sentido. Entonces todo encaja, se apura al concluirlo: “Descubres que detrás de ese viaje, detrás de Portbou y de Walter Benjamin, detrás de los objetos esparcidos sobre tu mesa..., buscabas la ocasión para dar forma al diario que querías escribir..., como si tu vida anterior no hubiera sido más que una larga y paciente espera”.

En suma, en Un final para Benjamin Walter se aúna la cartografía de la memoria de un hombre que dejó una obra luminosa y una vida llena de preguntas y puntos suspensivos, con la de un pueblo casi extinguido y con el sentir de un narrador adherido a ambos, un relato íntimo y persuasivo en el que al autor le es imposible desaparecer de la escena, pero que, a su vez, comparte diálogo con quienes le acompañan en su escritura.

Álex Chico firma una obra ambiciosa, inteligente y reflexiva sobre la supervivencia y la memoria, dos ideas fecundas para conjugar el presente y el pasado de un trayecto vital, un libro que cautiva por su verdad y buena literatura.