Siempre
hay tiempo para tener más tiempo, escribe Roa Bastos
en su novela Yo, el supremo
(1974). Proust
sostenía que el tiempo de que disponemos cada día es elástico: las
pasiones que sentimos lo dilatan, las que inspiramos lo encogen y la
costumbre lo llena. Hacia el año 50 a.C., Lucrecio
dejó escrito en su poema filosófico De rerum natura
que el tiempo tampoco existe de por sí; de las cosas nos vienen el
sentido de lo que se cumplió en el pasado, de lo que ahora es
presente, y de lo que ha de seguir; nadie, necesario es reconocerlo,
según él, percibe el tiempo en sí mismo, abstraído del movimiento
o la plácida quietud de las cosas.
Agustín de Hipona
decía al respecto del significado del tiempo lo siguiente: “Si
nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo,
ya no lo sé”. Para este célebre teólogo y filósofo del siglo IV
d.C. la idea del tiempo tiene su origen en el interior del ser
humano, sea en su vertiente psicológica, racional o espiritual. Otro
filósofo más cercano a nuestros días como Martin
Heidegger confirmaba en su obra
cumbre Ser y tiempo
(1927) la distinción entre el tiempo propio, al que dio una función
constitutiva existencial del ser humano, y el tiempo del mundo como
medida y referencia externa al individuo.
El
tiempo siempre ha sido un concepto fascinante pero difícil de
explicar, desde conceptos filosóficos hasta físicos, desde Platón
hasta Albert Einstein.
Para la mayoría de nosotros, que vivimos en el mundo de las prisas,
el tiempo se mueve con rapidez en una única dirección que va desde
la anticipación a la experiencia y a la memoria. Aparentemente el
tiempo progresa linealmente del pasado al futuro. Sobre estas
mimbres, urdidas por el significado del tiempo, la escritora y
periodista Andrea Köhler
(Brad Pyrmont, Alemania) establece una reflexión sobre la
importancia de la lentitud y la espera en su libro El
tiempo regalado (Libros del
Asteroide, 2018), bajo la impecable traducción de Cristina
García Ohlrich, como
contrapunto a la velocidad imperiosa en la que vivimos sin apenas
tregua para darnos un suspiro.
¿Por
qué habría desaparecido el placer de la lentitud?, se pregunta el
narrador de la novela La lentitud
(1995) de Milan Kundera,
algo similar a lo que en este cálido ensayo literario propone Köhler
con mucha sagacidad y brillantez. Frenar el tiempo, detener las
prisas son las riendas argumentales por las que se ciñe el texto de
la escritora germana para involucrar al lector en su diagnóstico,
sin pretender desplegar una teoría filosófica de la pausa, sino
focalizar su reflexión hacia el valor reparador de la lentitud y de
la espera en estos tiempos modernos de tanta arbitrariedad, donde la
inmediatez es un despropósito enfermizo y delirante que nos arrolla
a todos por igual.
Sin
embargo, esperar nos irrita, es una lata, como dice Köhler,
pero es consustancial a nuestra existencia y a ella nos atenemos en
todo nuestro recorrido vital. La espera también genera calor y frío
interior. “Esperamos con el corazón tiritando, o ardiendo de
deseo”. Esperar es el tiempo invertido en una determinación, en
una expectativa o en una incógnita que precisa su transcurso, su
momento para manifestar su resolución o, incluso, para no hacerlo.
La espera que nosotros nos imponemos, subraya Köhler,
es siempre el intento de no adaptarnos a nuestro sentido del tiempo.
Por eso, “lo primero que entrenamos en esta existencia terrenal es
la paciencia”. Esperar no es poner freno al devenir, nos viene a
decir, sino que, como afirma el escritor Wilhelm Genazino:
“Saber esperar, esperar es la condición previa de todo
entendimiento”.
Por
los párrafos de este ensayo surten ecos de grandes voces del
pensamiento y de la literatura que abordaron, desde la interrogación
y el anhelo, la tesitura del tiempo: sus pausas, sus instantes y su
inevitable punto final. Kafka
se insinúa, por medio de un despertar, atrapado en otro cuerpo para
mostrar su laberinto existencial. Proust
aparece para poner pausa al discurrir del reloj en su búsqueda del
tiempo perdido. Beckett
lleva al absurdo lo que la espera es en esencia: un destino
irresoluble. En cambio, para Peter Handke,
el elogio de la lentitud en un mundo tan exigente y acelerado,
determina que, al menos, la espera es la intersección posible para
saber lo que debemos abandonar.
Gregorio Luri
se une a este regocijo con unas páginas certeras y reveladoras
suyas, como epílogo del libro, abundando en su texto los principios
que rigen ese hilo de acontecimientos y esperas del que habla Andrea
Köhler: “Todo cuanto
conforma nuestro mundo, nosotros incluidos, se encuentra entre el
límite y lo ilimitado; entre la movilidad y la inmovilidad; entre la
unidad y la pluralidad; entre lo definido y lo indefinido”.
El tiempo regalado
es una hermosa indagación acerca de la lentitud y la pausa, que no
trata de resolver las cuestiones filosóficas de nuestras apuradas
vidas, pero que sí, al menos, trata de poner énfasis a lo
gratificante que resulta echar freno a tantas prisas. El resultado es
un libro amable, oportuno y ameno, un deleite sobre el valor
de la espera, auténtico leitmotiv
del texto.