lunes, 23 de junio de 2025

Días y esquirlas


Me gustan las tramas sencillas. Y en eso mismo me fijo cuando me acerco a un poema. Quiero entender que fácil o difícil no son adjetivos que califiquen apropiadamente a un poema. De igual manera, diría también que no es verdad que la poesía sea pura emoción, porque la emoción sin pensamiento me resultaría vacía. Por eso mismo, creo que, al lector de poesía, en general, le importa que la expresión verbal de lo leído no suplante a la experiencia, al mismo tiempo que asuma que nada existe en el poema fuera del lenguaje. El poeta, al fin y al cabo, escribe, no para decir lo que siente o piensa sobre algo, sino para que lleguemos a saber lo que nos quiere decir, que no es otra cosa que para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.

La poesía tiene que ver con el pálpito de las palabras, con el movimiento que suscitan y sus significados. En esos encajes entre palabras y estados de ánimo, la poesía sustenta su sentido, y sucede cuando se tocan las vidas de quien la escribe y de quien la lee. Y es ahí, en ese conjuro literario, donde destacan las confluencias de Sanatorio (Renacimiento, 2025), el nuevo poemario de Francisco Javier Guerrero (Córdoba, 1976), un libro que percute en el dolor y su experiencia, en el que lo real se revela como verdad falible, sin más prerrogativas que el desacato y la resistencia, tratando de decir lo que dice sin decirlo y de no decir diciéndolo, bajo la entonación y el aliento de este verso memorable de Dante Alighieri, citado al inicio del libro: «Quien sabe de dolor, todo lo sabe».

Sanatorio despliega 35 piezas, cada una de ellas nominada con un título, por donde transcurren reflexiones, esquirlas y reflejos de la realidad que importa, de la que explora la cercanía y lo indecible de la enfermedad y el dolor que todo lo arremete. Con ellas el poeta sacude al lector con razones y palabras que andan a ras de la lucha del vivir, para incitarnos a pensar en sus golpes, a la lectura de sus contratiempos que zarandean, una y otra vez, nuestra fragilidad. En ese edificio de letras y espacio místico, como así lo nombra Guerrero, nos adentramos en su atlas efímero, capaz de desmontar los escenarios de la certidumbre: Con todos sus temores, sus presagios. / Sus posibilidades. / Se parece a la vida. / O a la inseguridad de quien espera. Pero también, si es preciso, añadiendo algún vislumbre más cuando se trata de exaltar la soledad y el silencio: Ese silencio es todo / lo que hay entre una flecha y el centro de la diana.

El libro avanza por estos derroteros, en un testimonio confesional y explícito, como el de estar en un diván, dispuesto a hacer hablar al poema y que su verdad nos traspase. Si Sanatorio es un universo aparte en el que cada paciente busca su órbita de cura, esa experiencia le vale al poeta, sobre todo, de pulsión interior, de toma de conciencia, de saber que nada vivo es inmune al paso del tiempo y a su estropicio. Es a través de esa indagación física por donde transita Guerrero en lo que somos, pero más aún en ese tic tac o pulso que nos impele a seguir vivos, a encontrarse uno mismo en lo ajeno, mejor aún, entendiendo que lo ajeno nos es propio, como señalan estos otros versos suyos: El cuerpo es un poema / sobre el que se consuman sacrificios. / Puede que la verdad esté en las cicatrices. / Son huellas que no mienten.

Sanatorio es un libro intenso y contenido, curtido de personalidad y de temperamento, de un estado de ánimo lacerado, de agallas y arrojo, un canto en sí mismo, una reflexión desde el dolor, así como una visión interior de las anomalías del cuerpo, una pesadumbre que obliga al lector a asentir por esa fuerza arrolladora de verdad que transmite, desde esa cosmogonía implacable que emerge del sentir de un poeta poseído por una humanidad admirable frente al precipicio al que le va empujando la enfermedad. Su poesía se conjuga con vislumbres de verdad y aliento, a pesar del temporal azotado por la incertidumbre de una curación que se demora. La vida es un combate permanente, un eterno retorno, como así se titula uno de sus poemas que acaba con estos versos tan esperanzadores: Renacer cada lunes como si cada instante, / como si cada sol me partiera los ojos. / Para escuchar la luz. / Y comenzar de nuevo.

Guerrero se arroba, con un estilo sereno y punzante, en un canto a la vida, al amor a la vida, desde esa suerte incierta de acometer un trance doloroso sobrevenido, y mostrarlo con una solvencia moral implícita, sin fingimientos ni ataduras. El lector, siempre ávido de respuestas para alcanzar el asombro, se conmueve cuando está delante de un texto poético, tan sobrio y lleno de verdad como este, capaz de unir una palabra a otra sin estridencia, para después encauzarlas en una secuencia emotiva que germine en el corazón de quien se preste a su lectura, o que logre describir de un modo preciso lo que sucede en el devenir del poema hasta alcanzarnos plenamente. Que no depende solo del acierto del poeta, sino que especialmente nos alcanza por cómo se ha resuelto el poema.


Estos poemas logran una síntesis, un estilo, que sí le es propio al imaginario concebido por el poeta. Cada poema, por breve que sea, abre un diálogo con el lector, nos convierte en confidentes de su verdad, de su razón estética o revelación dada. Francisco Javier Guerrero lo hace con el fulgor de la sencillez que le muestra lo cotidiano, de lo inesperado que transcurre a la vista de todos. Y es desde esa mirada, nada esquiva al sufrimiento, donde encontramos la génesis y el misterio de sus poemas, en su lenguaje, tono y cadencia, tanto como en sus motivos. Un libro extraordinario, que cala hasta llegar a lo más hondo.

domingo, 15 de junio de 2025

Mecánica aforística


Somos cada día un número creciente de lectores que sentimos un amor inmenso por el milagro mínimo que representa el aforismo como género persuasivo y conmovedor de miniaturas escritas, cargadas de máxima intensidad, en las que cada palabra tiene su sitio y su peso. Aunque los aforismos son escuetos por definición, reducidos a su mínima expresión, sin embargo, su sintaxis reducida nos atrapa por esa fuerza semántica con la que se intenta representar. De ahí que los mejores aforismos admitan infinidad de interpretaciones. De hecho, el sentido máximo de un aforismo puede provocar en el lector una explosión de significados. Y expongo todo esto porque la mayoría de los aforismos que me interesan no son verdades comúnmente aceptadas, sino enigmáticas afirmaciones que, incluso, burlan cualquier convención establecida.

Es por este sendero por donde mejor transita la mecánica aforística de Carmen Canet, por esos enunciados breves y concisos formulados con agudeza y gracia, jugando con lo omitido, para dar pie a que el lector también participe de sus confluencias. En el libro que ahora acaba de publicar, bajo el sugerente título de Telegramas (Alto Aire, 2025), la escritora almeriense, una de las escritoras más prolijas en este quehacer literario, reúne cuatrocientos aforismos en los que también hay lugar para dar respuestas y aproximarnos a entender la naturaleza, el sentido y el valor que posee esta forma expresiva tan versátil. Así afirma la autora sobre cómo plasma su proceso de creación: “Los cuadernos de los aforistas son diarios de ideas que ocurren y se les ocurren, luego discurren”. Y también dice: “Los aforismos suelen ser retratos sociales. Espejos en donde te reconoces”. Le importa subrayar también que estas formas breves no son amigas de la divagación, de la palabrería o del desvío: “El aforismo es el arte de exprimir la palabra, comprimiendo el pensamiento”.

En este hábitat aforístico que le viene de lejos, Carmen Canet acuña en sus publicaciones una variada formulación verbal que le sirve de portal y de título al inventario de sus aforismos. Así ocurre en Malabarismos (2016), un muestrario entre idas y vueltas de frases e ideas jugándose el tipo, o en Monodosis (2022), otro interesante libro en el que aglutina brevedades recurrentes de la vida cotidiana sin perder el latido de su concisión y trascendencia. En Telegramas, su nueva apuesta, viene a resaltar lo que para ella es escribir aforismos, como si se tratara de telegrafiar cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Y para muestra este botón: “Es importante tener una hoja de servicios en la vida. Y, también, de ruta”. O este otro, que a mí tanto me complace: “La lectura es la amante cómplice de nuestra soledad”.

A Canet le importa recorrer los senderos de sus creaciones aforísticas puliendo ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más actuales, apartándose de cualquier solemnidad o convención moral. Le seduce alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia rígida para virar hacia la orilla de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la vida a través de un yo bienhumorado y poroso, que reflexione apartándose de la crispación reinante, próximo a las diferentes estancias de la vida, destilando miradas agudas salpimentadas de elegancia, pero impregnadas con aire realista, y que haga mella en el presente. Vayan estas muestras elocuentes: “La escritura es la nevera de los recuerdos. Y la memoria, el congelador”; “Las personas que siguen aprendiendo de la vida son siempre el mejor alumnado”; “Los que beben mucho, malo. Los que no beben nada, malo”.

Yo agregaría, además, que su juego al escribir aforismos parece divertido, pero lo cierto es que escribir un buen libro de aforismos no es una tarea nada fácil. Hay que aprender sus reglas y saber infringirlas. Escribir, viene a decirnos Carmen Canet, es una aventura exigente y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a conocer, porque “Los aforistas y los aforismos somos esos militantes de la vida”. Y es por ahí, por ese hilo, por donde ella teje e hilvana sus destellos de ser capaz de refundir ideas, paradojas y vislumbres sobre verdades apremiantes o reticentes con las que desplegar su síntesis indagatoria, sin tener que dejar al lado el humor. Aquí van algunos ejemplos: “Cada vez hay más libros que son crimen y castigo”; “Hay sujetos que no merecen tener ni predicados”; “Se subordinaba a la vida, aunque le habían aconsejado que mejor se coordinara”.

Los aforismos de Carmen Canet poseen el ingrediente de la levedad y de la frescura, unas características muy suyas de largo recorrido por este género, que cultiva desde hace una década. Los aquí reunidos, además, ofrecen al lector una amplia variedad de perspectivas. Invitan a ser leídos con la cabeza y el corazón. Describen desde diferentes ángulos y alturas la vida cotidiana e impelen al lector a una constante perplejidad de la realidad multiplicada con miradas que se entrecruzan. Le gustan tomar atajos y, sobre todo, condensar una manera de entender la vida y la literatura, y viceversa, ya sea mediante una frase suelta, la evocación intuitiva o el asomo reflexivo propiamente dicho, y con mucho desparpajo, sin preocuparse por alcanzar la frase feliz.


Como decía el viejo Schopenhauer: «Cuando un pensamiento acertado surge en el cerebro, tiende a la claridad, y pronto la alcanzará, porque lo que ha sido pensado claramente encuentra con facilidad su expresión adecuada». Así aborda Carmen Canet sus Telegramas, que no son advertencias ni alarmas, sino aforismos que discurren con claridad, gracia y talento para darnos motivos para pensar en lo escrito y, de paso, sacarnos media sonrisa.

martes, 10 de junio de 2025

Una elegía inevitable


“Por primera vez desde hace años escribo a mano. He descubierto que solo así puedo escribir sobre mi padre. Empecé mientras estaba junto a su cama, mientras le daba las pastillas, le cambiaba los parches con el analgésico que debía penetrar a través de su piel y le preguntaba por su infancia. Transformaba el final en palabras para que fuera soportable, quería recordarlo todo porque no tengo memoria de elefante, no tengo su memoria socrática que no necesitaba de papel y lápiz...”

Entre estas líneas que conforman el inicio del epílogo y estas otras que le preceden en el arranque del libro: “Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se resiste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como del de la ficción”, discurre El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), una estupenda edición bajo la exquisita traducción de María Vútova. El novelista y poeta Gueorgui Gospodínov (1968, Yambol, Bulgaria) define a este nuevo libro suyo como una novela-jardín, porque surge para mitigar la pérdida de su padre, un hombre duro y de buena condición humana, criado en una cultura no muy ducha en verbalizar los afectos, pero sí predispuesto a mostrar el amor por su familia a través del jardín que cultivaba con primor y entrega. Esta devoción botánica de su progenitor viene a enaltecer esa cualidad propia y natural de las plantas: “saber morir con belleza sin morir en realidad”.

Gospodínov, autor de imaginación portentosa, del que ya leímos sus fascinantes novelas, Novela natural (1999), Física de la tristeza (2011) y Las Tempestálidas (2020), vuelve ahora para acercarnos a ese héroe familiar de su infancia, su padre. Escribe El jardinero y la muerte tras su fallecimiento, casi por impulso, como exigencia del duelo. Para él esta escritura se convierte en una manera de delimitar el dolor hasta convertirlo en un relato personal con la idea de aminorar el daño de la pérdida, ampliar la propia experiencia y reflexionar sobre cómo sobrellevamos la muerte. En sus costuras, es un libro que intenta desentrañar si somos capaces de entender el papel de nuestros padres y si una vez que creemos entenderlos somos capaces de seguir queriéndolos. Podríamos decir que este libro no parece surgir de una planificación preconcebida, más bien da pie a pensar que es un libro de urgencia, impulsado por el síntoma irreductible del dolor, pero concebido como la anestesia que nos proporciona la conversación íntima con un ser querido.

“Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”. Parece un mantra que Gospodínov arranca y evoca, consciente de que la muerte permea la vida, y que morir lleva su tiempo, lo mismo que el dolor y el duelo. Se pregunta por saber dónde empieza el final de una vida para pasar de inmediato al trance de los últimos días de su padre, obligándole a abordar su deterioro, con el alma puesta en resaltar los momentos gratificantes de compartir su sonrisa, una tregua de su dolor o algún recuerdo emotivo que los une. Por eso, desde el principio, deja dicho que lo que le impele a escribir este libro va marcado por el propio sentido narrativo de escribir una historia, la de su padre y la de él mismo: “Para abrir otro pasillo paralelo donde el mundo y todos los que lo habitan estén en su sitio, para desviar la narración hacia la otra hilera cuando la cosa se ponga peligrosa y la muerte se desborde, como el jardinero desvía el agua hacia la siguiente hilera de la huerta”.

En ese deambular narrativo, confía en su creencia de que la literatura es un extraordinario cauce que permite una intimidad que no nos atreveríamos a expresarla expontáneamente. La literatura, según él, sacude, nos da valor, coraje y ánimo para todo lo que ha quedado sin decir. Gospodínov elige muy bien qué contar, dónde poner el foco, las escenas más pequeñas y los detalles minúsculos de cada una de ellos, que describe siempre desde el tamiz de su memoria, sin dejar de preguntarse: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? De la vida, por supuesto, en toda su fascinante fugacidad.” Como suele ocurrir con todo lo fragmentario, y este libro lo es por cómo está concebido formalmente, con capítulos muy breves, este texto está atravesado por el misterio de la muerte, pero a través de su espejo en la vida, el verdadero lugar donde percatarse más del poder de los hechos que de las convicciones.

Este libro, además, posee la particularidad de haber sido concebido desde la cama del hospital en la que el padre del autor agonizaba. Su tono, fuera de toda aspereza, alcanza una altura poética bien dispuesta, y se combina con el mucho oficio de fabulador de quien la escribe, para dejar paso a una elegía inevitable por la que transita la muerte, sí, pero mucho mucho más la vida y las historias de quienes la hacen posible. Insiste Gospodínov en que “la muerte es también un problema lingüístico”. Y para ello se detiene en la palabra “murió”, tan breve y contundente: “Está esa r del último estertor y la o que cierra el círculo de la vida. Una o como un cero absoluto, y para rematar, la tilde, el último clavo que no deja lugar a la esperanza”.

Nadie discute ya que Gospodínov es un autor consagrado y sobresaliente del panorama actual de las letras europeas. Este libro, más íntimo y personal que sus obras anteriores, sigue la estela de ese estilo magistral suyo al que nos tiene acostumbrados. Sus páginas nos acercan a escenas que hablan del dolor, de la muerte, de la infancia, de las relaciones, especialmente, de su padre con él y su manera de concebir el mundo. Pero también nos habla de la relación de la muerte en la literatura, bajo el prisma personalísimo suyo, para acabar narrando un conmovedor relato de la muerte como parte inherente de la vida y como parte del relato de ella misma.


Diría, para acabar, que El jardinero y la muerte es un libro hermoso y conmovedor sobre el dolor y el duelo, pero, a su vez, una novela que se pregunta por el valor de la vida, sin olvidarse que de entre todas las necesidades que tiene el ser humano, no hay ninguna más vital y fértil para la literatura que la memoria desnuda que alumbra y enseña a leer la vida. Una novela, como el mundo, es una forma viva, y en su forma, como ocurre en esta del autor búlgaro, reside su particular realidad, el drama viviente del yo y, también, del ser perecedero que encarnamos, el mismo que es capaz de narrar y valorar a su semejante porque es igualmente perecedero: “La tristeza viene después...”

viernes, 30 de mayo de 2025

Memoria portátil


“La familia es el territorio de la memoria. Memoria de sí misma y del mundo que la contiene. Memoria en construcción y no siempre fiable, donde el amor y el conflicto confluyen. Dejarla totalmente de lado no es posible, vuelve en los sueños y en las pesadillas. Nos proporciona los primeros rudimentos para descifrar la realidad, nos forma y deforma, y, a poco que la escrituremos, nos confronta con el principal problema de la condición humana: ¿somos realmente libres para trazar nuestro destino?”

Con este arranque reflexivo, Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968) nos perfila el conjuro literario que motiva la escritura de Los ilusionistas (Anagrama, 2025), resquicios de emociones y huellas de una experiencia que conforman los tatuajes y entresijos de su familia materna. A este breve y revelador preámbulo del libro le precede una cita de Georges Perec que descorre el poderoso empeño y la necesidad que lleva consigo el autor para hablarnos de su núcleo materno: «Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura». Bajo este mapa único y, a la vez, de brújula, nos invita a un viaje familiar del presente al pasado, y viceversa, convirtiéndonos en testigo excepcional de un ejercicio de indagación y, cómo no, de autoconocimiento y objeciones, paradojas de la que ninguna familia está exenta.

Le importa apuntar que la familia conforma los primeros argumentos para descifrar la realidad que nos rodea, y es que en gran parte allí surge nuestra primera concepción del mundo. Toda esta pulsión familiar del libro nos llega, tanto por las palabras, como por las voces y silencios de sus protagonistas. Pero antes que nada, Marcos Giralt subraya que, en Los ilusionistas, todos sus protagonistas están ahí con sus razones y discordias, y la presencia de cada uno refleja algún resquemor y desconfianza hacia el otro: “Esta es, sin embargo, una historia en la que lo histórico, pese a condicionar su devenir, aparece solo tangencialmente. Es una historia de interiores y de supervivencia”. El libro, por otra parte, escrito en la línea de un inventario de vida familiar, encuentra un estilo afín a Tiempos de vida (2010), un libro íntimo y conmovedor sobre su padre, pero, en esta ocasión, más maduro y con una mirada más distante, a la vez que implicada.

Todo lo que sustenta Los ilusionistas son recuerdos vividos, de cartas leídas, de conversaciones y trayectorias personales, que se van conformando en primera persona. Incluso aquellos recuerdos que el narrador se formula involuntariamente, como diría Proust, sacando por el hilo la semejanza de un instante o de un episodio que pone cuño de autenticidad a lo que está sucediendo en ese momento de la narración. Además, con ese impulso de volver a los personajes y a las cosas que pasaron, con una dosificación cómplice de la memoria de unas y la estela de otras. De siempre se ha dicho que en todas las familias hay algún componente raro o excéntrico en su seno. Aquí, el ejemplo más notorio lo ostenta su tío Gonzalo Torrent Malvido, autor de Torrente Ballestero, mi padre (1990), un personaje de trayectoria extravagante y errática, entre la escritura y la bohemia, no exenta de sablazos y granujería.

Sus vidas, ya todos muertos excepto su madre, transcurrieron en una singular y continuada tensión existencial entre la realidad y el pálpito distinguido de pertenecer a una esfera de predominio estético y burgués, con cierto aire de casta distinguida en la que todos vierten, polarizan y versionan su ilusión de vivir. Los ilusionistas pone su foco en el oficio de vivir de cada uno de sus personajes, en la realidad que trastoca y, a la vez, sacude lo inesperado. El libro va despojando su tránsito narrativo en ocho capítulos. En cada uno de ellos, el autor establece, uno tras otro, la radiografía de un miembro de la saga, sin olvidarse de su abuela Josefina Malvido y de su abuelo Gonzalo Torrente Ballester, con la particularidad de que, en ningún momento aparece mencionado el autor de La saga/fuga de J.B. Refleja su sentir de cómo recibimos historias heredadas que nuestra memoria transforma y las incorpora al devenir de la propia vida, para decirnos que “más importante que los hechos son los mitos que nos forman”.

¿Qué papel representan los viejos relatos familiares en las propias decisiones? Tal vez sea esta una de las preguntas claves que ronda con mayor resonancia en toda la novela, un relato generacional por donde discurren las distintas formas de afrontar una historia compartida de resquicios, ausencias, renuncias, anhelos y ensoñaciones. A Marcos Giralt, en principio, le rondaba por la cabeza lo que este relato iba a ser: “la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos, donde restauraría el relato que los vencedores habían ocultado”. Pero él pertenecía a la parte de los vencidos y le correspondía poner en orden los sesgos del relato, tratando de evitar cualquier maniqueísmo lacerante, hasta llegar al convencimiento de encajar en dicho relato lo que su madre sabiamente le confiesa al final del libro: “Somos lo que somos, da igual por qué caminos hayamos llegado a serlo”. Aquí encontramos ternura, gratitud y amor, pero las sombras y los reflejos de las vidas que transitan por sus páginas son más intensas que los hechos, al igual que las ausencias, que ocupan más espacio que las presencias.


Este libro es una estupenda incursión autobiográfica que postula que no hay verdades absolutas en el seno familiar, pero que sí hay muchas otras que nos dejan al descubierto. Marcos Giralt firma un libro hondo y honesto, de prosa ágil y tono reflexivo, desde su propia memoria portátil, desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, leído y vivido, para llevarnos a una jugosa andanza narrativa por el vínculo familiar, ese que, aparentemente, nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Mapa de obsesiones


En cierta ocasión dijo Juan José Millás (Valencia, 1946) que cuando escribe una novela vive, de alguna manera, en una situación de rapto por enamoramiento, en el sentido de que todo cuanto sucede conduce al ser amado. Esto es, que todo lo que él oye, lo que habla, lo que hace y lo que piensa mientras escribe una novela le conduce a la novela. Ese menester, por otro lado, nos dice que viene impregnado de una sensibilidad necesaria e intensa para descifrar la realidad que vivimos. Sin duda, la sensibilidad es lo que importa en la literatura, en la escritura y yo diría que, también, en la lectura. Porque sentidos tenemos todo el mundo. Pero capacidad para captar la realidad, reinterpretarla y convertirla en literatura es harina de otro costal. El escritor procura no ver la realidad evidente, sino que se esmera en poner a nuestro alcance la otra realidad de su mirada para engatusarnos, para ver otras cosas que están ahí delante y percuten en su imaginario, pendientes de darse a conocer y sorprendernos.

Se podría afirmar que un escritor es alguien que contempla su propia vida desde cierta distancia, aunque, en el caso de Millás, su objetivo es, más bien, cortar distancia sin tener que huir del propio mundo, mediante la invención de otro mundo propio, sin tener que pensar en un lector distinto a él mismo. En sus novelas, el lector asiste a presenciar una performance en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la protagonista de su novela La mujer loca (2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa”. Sabemos por la lectura de sus libros que, en su imaginario, la identidad, el desdoblamiento de la realidad y el extrañamiento de las cosas tienen dos existencias simultáneas: la que se muestra a la vista y otra más recóndita. Lo que le importa es desentrañar la segunda, una característica, o, mejor dicho, una obsesión incisiva muy presente en su obra.

En su nuevo libro, estas acotaciones narrativas de contemplar la realidad cotidiana con la extrañeza de lo invisible continúa. Ese imbécil va a escribir una novela (Alfaguara, 2025) es una historia que cuenta las andanzas de un escritor y periodista llamado Juan José Millás a quien su redactora jefe del diario en el que trabaja le acaba de asignar que escriba un reportaje sobre lo que se le antoje. El desafío inquietante que se le presenta le produce al personaje, también llamado Juan José Millás, cierta desazón, y se convierte en una trama repleta de entresijos que no se sabe hacia donde se encaminará. Durante el transcurso del relato, las conexiones reflexivas del narrador, del personaje y del autor irán conformando un devenir de extrañezas y miradas que van dando vueltas en círculos, sin un plan preestablecido, propiciando un continuo vaivén entre lo ficticio y las realidades paralelas que se interponen entre ellos mismos en busca de ese reportaje incierto, objeto de encargo.

Por aquí asoma lo misterioso de su narrativa, entremezclado con evocaciones de otras obras suyas, bajo esa escritura precisa y veloz tan característica de su literatura, que revela el misterio de su mirada inimitable, entre realista y onírica, donde se mezclan el humor y la ironía. Por estos pasadizos y meandros transcurre el hilo del relato, por rendijas por las que se asoma el personaje, tan ocurrente y campechano, frente a la fabulación, manejando la realidad como si de ficción se tratara. Quien habla aquí, quien actúa y quien firma es un Millás triplicado, convertido en personaje, narrador y autor, capaz de trasponerse ingeniosamente con gracia y desparpajo. Tiene la habilidad de pasar de cirujano a prestidigitador del lenguaje, a base de juntar palabras para contar historias colaterales de su vida cotidiana. No hay nada más recurrente para él que escribir una historia y despojar a la realidad de sus vestidos corrientes, las palabras, para conectarlas con otras aspiraciones y significados.

Sabe que en el reportaje los materiales vienen de fuera, al contrario de los materiales de la novela que, según él, vienen de dentro. Por eso mismo, sostiene que no es necesario que la construcción de una novela tenga que estar representada en un plano, como un edificio, sino que “una novela se comienza de cualquier forma, a veces por el techo, igual que un sistema filosófico”. Le gusta trascender, además, que el lenguaje no está en nuestra mano, sino nosotros en la suya y nos usa para apretar o aflojar los tornillos de la realidad, como dejó dicho en la citada novela La mujer loca. La ficción, a su entender, aguanta más que la realidad. Y por ello es por lo que lo ficticio y lo real se convierten en su literatura en un fingimiento de verdades paralelas o imaginadas.


En Ese imbécil va a escribir una novela entramos en el terreno de la experiencia de la fabulación que tantas veces le ocurre al yo que Millás lleva dentro y fuera que no para de reinventarse. Como suele ocurrir en sus novelas, el lector asiste a una narrativa de provocación deliberada, de ponerle en un brete, en la tarea de dilucidar sobre lo que hay de verdadero y de fingido en su creación artística, todo un desafío. Pero en esta, además, hay una vuelta de tuerca más, un giro en su mapa de obsesiones que transita entre la búsqueda de un extraño reportaje y una singular novela que nos conduce al disfrute de un nuevo brote de su universo literario aún activo, ávido, curioso e inquieto donde encontrar intenciones más profundas de desentrañar la realidad.

martes, 13 de mayo de 2025

Relatos pasmosos


Verdaderamente no me imagino qué sería del hombre si no tuviera dentro de sí, escondidos, superpuestos, sumergidos, adyacentes, provisionales, inquisitivos, a otros muchos yoes que no solo no sustituyen o destruyen su personalidad, sino que la constituyen al ampliarla, repetirla y hacerla posible de adaptación a las más variadas circunstancias de la vida. No cabe duda de que quien escribe se lee únicamente él, pero al hacerlo seguramente se siente desdoblado, acompañado y examinado, incurriendo en contradicciones, como le ocurre al propio lector que oye mientras lee sorprendido las respuestas que surgen de su profundidad más íntima, de esa zona de uno mismo de la cual no tomaba conciencia, y estaba ahí pendiente de ser reconocida.

Parece como si la lectura de Pústulas (Talentura, 2025), de Raúl Ariza (Benicàssim, Castellón, 1968) me hubiese sacudido en esa tesitura descrita más arriba mostrándome que la vida es un relato incierto de constante insistir, de múltiples facetas suspendidas en un argumento en el que los desenlaces vienen de algún otro yo recóndito que nos conforma. Porque, ciertamente, las historias que transitan por aquí están protagonizadas por seres desdoblados de su apariencia, responsables de los nudos por deshacer y por hacer en el presente desatado de sus vidas. Diría que, entre los planteamientos y desenlaces que cada relato plantea, hay un amplio espectro de presagios y quebrantos que salen a la superficie como una tajada en el tiempo. El lector se verá llevado hacia un vertiginoso catálogo de cuentos ácidos y, por qué no, pasmosos.

Ariza plantea doce relatos feroces y duros asomándose a muchas ventanas que dan a diferentes mundos de la condición humana. Por sus resquicios surgen historias ungidas de realidad y de un imaginario nada complaciente. Hay cuentos que hablan muy fuerte, y otros, en cambio, que bajan la voz y perturban por igual. Cada uno saca a la luz las intenciones y los motivos que sus protagonistas quisieron llevar a cabo: su mundo, su honra, su controversia, su conciencia o venganza. Todos, a su manera, reflejan también su campo de transformaciones, su laboratorio desde donde la realidad configura su molde de misterio, de conciencia, de lenguaje y de voluntad. En la misma medida, bajo ese mismo manto de extrañezas, se esconde igualmente la conflictividad existencial de sus personajes y la desazón que rodea a sus vidas.

En el primero de ellos, titulado En el nombre del padre, uno de los más destacados, nos encontramos con un relato demoledor de un padre postrado en un hospital. Un hijo le acompaña en sus últimas horas, mientras el pasado ronda por la habitación reviviendo lo que aquel maltratador y canalla, ahora de cuerpo ajado y maltrecho, hacía de su vida personal y familiar: arrebatarles a todos el bienestar del hogar. Le sigue Aquellos zapatos, una historia de mal de amores en la que una joven lucha por superar un amor imposible que le acaba de abandonar. La joven desvalida solo sobrevive a su desazón a través de versos trastabillados que le sacuden de su fatal destino. En el siguiente relato, narrado desde una comandancia policial, quedamos aturdidos por esta historia de francotiradores protagonizada por un anciano que tiene que dar cuenta de cómo mató a bocajarro a su compañera.

No parece que la buena literatura case bien con la inquina de quien se aprovecha de la candidez de alguien que se deja seducir, tal vez, pensando, que se le presenta una ocasión propicia para el lanzamiento de su libro. Es eso, precisamente, lo que encontramos En Verso a verso, una historia mezquina en la que una aspirante a poeta sucumbe a la manipulación de su mentor. En otro cuento de título sugerente, Poesía caníbal, somos testigos de una conmoción sentimental que muestra cómo su protagonista se las tiene que apañar, pese a la presencia impertinente y amenazadora de su madre que interfiere en sus andanzas amorosas, una y otra vez. También encontramos mucho humor en algún que otro cuento, incluso momentos de cortar y subirse a otro tren de vida, como sucede en La hora imprevista, o, en otro de los relatos más intensos e implacables del libro, La vida desde mi ventana, hallar un lugar para recobrar el ánimo perdido.


Llegados ya al final del libro, diría que Raúl Ariza urde, con brillante eficacia, una trama variada y singular por la que confluyen sus hilos narrativos en un nudo final del que suelen quedar destellos turbadores y silencios con los que el lector tendrá que jugar durante un tiempo a engarzarlos y a ahondar en las capas de su piel. En estos cuentos, el pulso narrativo y el tono se relacionan con el punto de vista desde el cual el autor cuenta la historia y, aunque en algún caso nos increpe con un adjetivo pretencioso, el resultado es que su estética narrativa reluce y conforma un imaginario, eso sí, de enfoque crudo e infame, en el que se encarnan vivencias de unos personajes que proyectan ese sesgo escogido de asuntos ajenos que nos hace pensar como si fueran pesadillas nuestras.

martes, 6 de mayo de 2025

Leer y cavilar


Voy a decirlo sin cortarme un pelo. Soy un entusiasta lector de Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964). Su creación literaria es abundante: poesía, ensayos, aforismos y artículos. He podido leer todo o casi todo lo que se ha editado de su obra y, de una buena parte, he publicado reseñas o comentarios. Confieso que lo he hecho no por necesitar glosar su penetrante lucidez, sino para prolongar el placer o la cavilación que sus textos me procuran. Confieso que encuentro sintonía y entendimiento con esa escritura suya que me sacude e interpela y, a su vez, pone de manifiesto esa carga luminosa y ética que da sentido a sus palabras, que vivifica la razón de ser del pensamiento, desde el silencio y la propia soledad, desde el paso del tiempo y ese discurrir de la vida, tan próximo y cotidiano para darme a entender.

Es cierto que Sánchez Menéndez, escritor persuasivo y juicioso, inclinado, eso sí, a la emoción del concepto y sus metáforas, tiene una voz literaria reconocible, un leitmotiv habitual, una gramática que conjuga la importancia de la razón de existir, que consiste en estar en una perspectiva de entendimiento con el mundo. Le importa resaltar lo que se ha comprendido de siempre: la existencia como vida activa o como vida contemplativa. Sin embargo, insiste en que existir siempre será, de manera inevitable, una vida representativa. Es por esta idea central o guion, compuesto por notas y textos breves, por donde transita su nueva entrega, Fragmentos (Detorres, 2025), un libro poblado de ideas, epifanías, citas y sensaciones volcadas bajo una concepción de “lectura en lentitud, sin prisas, como alimento”.

Empezamos a leer y a poco que llevamos unos minutos, ya vemos cómo Sánchez Menéndez cree en la razón, dado que para él es un instrumento esencial para orientarse en la vida. Recala en cómo lo real, la emoción artística, las pasiones, los vislumbres del pensamiento y la conciencia nos dejan desnudos, “pero también confusos –escribe–, somos transmisores de dudas permanentes”. La justificación es clara: la verdad se da siempre bajo la importancia y la perspectiva de la palabra: “La palabra entre nosotros, y de la palabra a la lectura entre nosotros. Somos palabra, por eso somos lectura”. No se olvida que por delante del filosofar está el vivir. Por eso propone el poeta: “Vivamos las emociones. Son nuestras”. No por ello hay que renunciar a la razón. La razón, según él, es una herramienta indispensable del conocimiento, del entendimiento de la lectura como alimento.

Y es aquí, en la lectura, donde el libro alza su vuelo más intenso. El poeta percute no solo en el valor de la palabra como manifestación de la verdad, sino en la lectura como contacto con la vida, como conocimiento de uno mismo: Y por ello, sostiene que la literatura debe ser “una manifestación de la verdad”, un motivo suficiente para leer el mundo y reconocernos en él, para ensancharnos y sentirnos más reales. Nadie duda de que quien lee se siente acompañado. En ese mismo trayecto de compañía y soledad, la lectura acaba revelándose como algo que nos redime en muchas ocasiones de las incontables decepciones y reveses de la propia realidad. “El lector no nace, se hace”. Por eso mismo, insiste en que “hay que seleccionar las lecturas”, los libros que importan, los que nos conmueven y se convierten en un resquicio para entender un poco mejor el mundo o pensarlo de otro modo. Leer, como ya dejó dicho en otro de sus libros, “provoca afectos y, también, efectos”.

Esta es una de las ideas transversales que recorre las piezas reunidas en Fragmentos, alentar a la lectura, no solo como alimento, sino como un acto de amor a la vida y a uno mismo, que apela a esta otra verdad filosófica añadida de que en la lectura: “palabra y naturaleza se fusionan. Todo origen de la naturaleza está en la palabra. Y a su vez, el origen de la palabra está en la naturaleza”. Una vez más, Sánchez Menéndez nos conmina a entender la lectura como acto de posesión, de hacer nuestra las circunstancias de que “hay que dejar espacio al lector. Mucho espacio”, para descorrer el mundo y sentirlo más vivo y reconocible.

Por otro lado, hay lugar en el libro para transitar por las propias lecturas del poeta en las que no faltan alusiones a Cervantes, siempre aparece alguna mención de El Quijote en sus libros. También se cita a Cioran, a María Zambrano, a Baroja, a Rilke, a Mark Twain o a Séneca, entre otros, elogiando su amor a los libros: cum libelli mihi plurimus sermo est (tengo mucho que hablar con los libros). Igualmente, no se olvida tampoco de pararse a reflexionar sobre el aforismo, un género que cultiva con sigilo, para destacar la cierta vanidad reinante de algunos que se empeñan en alzar la voz sobre su esplendor, porque “no estamos en un nuevo Siglo de Oro del aforismo... Hay buenos aforismos, sí, y hay buenos aforistas también, pero son contados, y tal vez sobren dedos de una mano”, apostilla.


En resumidas cuentas, la sensación percibida de la lectura de estos jugosos Fragmentos es de correspondencia, es decir, de una relación vis a vis en la que el autor y el lector interactúan, lo digo por la invitación constante al subrayado y a la pausa. Por eso, abrir un libro de Sánchez Menéndez tiene mucho que ver con adentrarse en un mundo simbólico dispuesto a ser reinterpretado. Posee el don de la penetración, de la capacidad de descubrir lo propio de la vida en la razón, y lo tácito en lo aparente. Le importa resaltar que lo importante de la vida anda cargado de metáforas y experiencias. Por eso mismo acude a la metáfora, para representar el significado de las palabras escritas en términos de otras. Y por eso mismo, en su liturgia, lo que importa no es tanto lo que se encuentra en sus páginas, sino lo que significan para quien las lee y cavila.

miércoles, 30 de abril de 2025

Vida reflejada


Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) ocupa un lugar privilegiado en la narrativa española, y esto se debe en gran medida por ese dominio de lo diverso y ese hacer creativo tan fértil y genuino suyo, ya que es un escritor que está en la literatura para saber quién es e indagar sobre sus propios límites, con la voluntad de aventurarse a nuevos terrenos para experimentar. Algunos críticos inciden en que lo extraordinario de Vila-Matas es que hace ya tiempo dejó de ser un escritor a secas para convertirse en género literario. Y esto, que parece un elogio exagerado, toma cuerpo desde Bartleby y compañía, un libro efervescente, de literatura y vida, que viene a decirnos cómo rescatar de la memoria cada fragmento de vida que súbitamente vuelve a nosotros a través de la escritura.

Desde sus comienzos literarios, su obra, por tanto, sigue una estela que plantea persuasivamente un viaje interior a sí mismo, un trayecto que continúa a su Ítaca, a su mundo literario, como una infinita excursión circular. En cierto modo, obedece a una constante suya sobre idénticas inquietudes literarias en las que si hay algo notorio y distintivo en su escritura es que no hay ninguna novela suya encasillada en lo convencional. Cada una de ellas ofrece al lector el sesgo de que la vida artística tiene mucho de experimentación y creencia en su quehacer. Un autor, como él, tan literato, egregio y embaucador, con la única ambición de escribir siempre y no dejar de hacerlo, nos cautiva con sus libros a tantos lectores letraheridos, una y otra vez, para incidir y repetirnos que él escribe para escribir, no para haber escrito y publicado.

Vuelve ahora, para gozo de muchos, a ese cónclave literario suyo mediante el que pretende proseguir su ruta ascendente, ya consagrada, con una nueva novela que conecta, con rumbo y esplendidez, con obras capitales de su narrativa, como Historia abreviada de la literatura portátil, la citada Bartleby y compañía, El mal de Montano o París no se acaba nunca, y que, además, ensancha ese gran desafío persistente de su obra: literatura sobre la propia literatura. Al protagonista de Canon de cámara oscura (Seix Barral, 2025), Vidal Escabia, le ha quedado un mandato de su maestro y mentor, el escritor Altobelli, una tarea encomiable que consiste en confeccionar un canon singular e “intempestivo”, como así lo califica el narrador, llevado a cabo desde una biblioteca mal iluminada. Allí tomará cada día un libro que conforma el proyecto en marcha de seleccionar 71 volúmenes de dicho canon “desplazado”, tomando alguna cita o fragmento del mismo, unido a sus propias notas e impresiones que van sucediéndose una tras otra.

Y, una vez más, Vila-Matas pone su inventiva libresca en dirección a esa confabulación a la que nos tiene acostumbrados a sus lectores, en la que la vida y la literatura maniobran para buscarse y establecer vínculos entre sí. Este menester convierte a su protagonista en un idóneo precursor para resaltar el sentido de la escritura, como si se tratara de un insólito androide, un Dever-7, programado para forjar el meollo de la trama. A este hilo conductor se suma también la novia de dicho protagonista, la museóloga Violet, especialista en entrever las conexiones que se dan en los museos entre los visitantes y la obra artística, así como su reflejo en la realidad. Por otro lado, le importa a Violet saber en qué momento de la trayectoria de Escabia surge su vocación por la escritura, por ese lugar por donde fluye la imaginación con sus ficciones engarzadas.

Todo el despliegue narrativo del libro se afana en mostrar la pulsión literaria que promueve. Le importa subrayar su forma concebida de corte fragmentario: “¡Los fragmentos! –dice– No son, no son, como tanto se cree, una parte más del todo, sino una parte importantísima del todo. Por eso tienen que tener la potencia suficiente para que podamos abrir un libro por cualquier página y leer sin necesidad de saber qué ha sucedido antes o pasará después”. Por otro lado, la novela promueve un viaje literario a través de los libros, de lo recóndito a la luz, en pos de realzar la escritura como meta superior, pero necesitada del encendido seductor de la lectura.

Hay, además, otra idea alimentada, muy propia del escritor barcelonés, de ir creando una biblioteca más operativa y luminosa, más dispuesta a eliminar libros que a aumentarlos. Esta idea lleva aún más lejos: a subrayar que los libros no solo tienen valor por sí mismos, sino también en relación con otros y, en particular, con nosotros mismos. Se nos va el tiempo admirando los libros y autores que van apareciendo, clásicos y modernos, sin apenas darnos cuenta de que también reflejan que somos ficciones insertas en nuestro vivir, en nuestra conciencia. Nos bastaría leer al azar un párrafo cualquiera del libro para identificar este espíritu vilamatiano que tiene mucho que ver con la importancia de introducir citas en su narrativa.


Canon de cámara oscura es una novela-ensayo gozosa que posee el rango literario indiscutible e identificativo de su autor. Vila-Matas nos vuelve a engatusar y nos entrega otro libro para el disfrute de quienes encontramos eco y encomio gratificante en las confluencias literarias de un autor-libro, como es él, que mantiene siempre ese vaivén persistente y celebrado de escritor dispuesto a reafirmarse en que la realidad imita a la literatura, y en que toda historia es, a fin de cuentas, artificio y vida reflejada.

martes, 22 de abril de 2025

A medida que pasa el tiempo


Me atrevo a decir que la condición elemental de un libro de aforismo es la que le permite prescindir de la fecha en que fue concebido para seguir produciendo emociones, alegría, perplejidad o calambre. Los buenos libros de aforismos son espejos del mundo de cualquier época, porque están hechos de horizontes. El mundo es la plantación donde surge la fotogenia del aforismo. Que la mayoría de nosotros no seamos capaces de ver más que lo evidente no significa que lo extraordinario o misterioso no esté en otras muchas partes, como escondido al paso del tiempo, a la espera de ser captado. En esta sensación de desvelamiento de uno mismo en las palabras de otro y de hacernos pensar, es cuando mejor se palpa que la raíz del verbo leer proviene de recolectar el fruto de una siembra.

Por eso mismo, conviene no olvidarse de que lo que importa en la literatura, en cualquiera de sus géneros, son los resultados. Estamos viendo ahora que el aforismo español vive un auge gozoso. Responde, ciertamente, al ámbito global de nuestro tiempo y a la visión personal de los envites que nos acechan. El escritor de aforismos persigue seducirnos, creando ese velo idiomático de naturaleza reflexiva con aire de persuasión. De ahí que, tras la lectura de un buen libro de aforismos, nos reconforte recordar la punta afilada de muchos de ellos y releer lo subrayado por nosotros mismos. No encuentro mejor recompensa que verme inmerso en ambas tareas, confirmando el interés que el aforismo despierta en mí, siendo el género que menos tiempo me lleva leer, pero, en muchas ocasiones, el que más tiempo me lleva entender su alcance.

El tiempo todo lo oscura (Siltolá, 2025), el nuevo libro de aforismos de Ricardo de la Fuente (Sacramenia, Segovia, 1956), transita por este sentir que obliga al lector a pararse y a afilar el lápiz para el subrayado de un buen número de miradas que tratan de explicar la vida cotidiana desde la reflexión, la perplejidad y el humor. Brevedades que requieren ser leídas, poniendo una atención especial en aspectos como el tono, la cadencia, el estado de ánimo, la ambigüedad y la inventiva verbal entre lo literario y lo filosófico que pone de relieve el autor. El lector que se anime a leer estas miniaturas encontrará, antes que ejercicios de ingenios o frases felices, un afinado compendio de pensamientos intensos que, de forma sencilla y con animado sentido del humor, sacuden mucho de lo que damos por sentado.

Entre su amplitud temática, encontramos sentencias y epifanías sagaces que nos sacan media sonrisa, incluso, sonrisa y media, valga este primer aforismo del libro y otros que siguen con su misma chispa y agudeza: Qué sabiduría la de la presbicia que nos obliga a alejarnos para ver mejor; Han refinado tanto el juego de la gallina ciega que todos creemos que es el otro el que lleva la venda puesta; Le diagnosticaron una ex mal cicatrizada; Hay días que mi ego se pasa a la competencia. De la Fuente despliega su agudeza dejando entrever cómo el aforismo tiene mucho de juego, ingenio y desafío, sacándole partido a la observación de lo cotidiano, como muestran estas tres brevedades suyas: Para cuando uno aprende a mover las fichas por el tablero de la vida, el juego ha perdido interés; No moverse es la forma más frecuente de huida; No hay época de mayor juventud que la alegría.

Tampoco le importa constreñir sus aforismos en miniaturas más sintéticas, como balbuceos de una filosofía minimalista que, tras leerlos, dan para más conjeturas de la realidad retratada. Valgan estos ejemplos: Madurar es aceptar los yos sobrevenidos; Conocer conforta, saber inquieta; Ideas fáciles, ideas frágiles; Todos tenemos un precio de rebajas; No quiero que me sobren años... Le importa mucho a Ricardo de la Fuente resaltar que su fascinación por lo escueto, como ya dejó plasmado en su anterior libro, Andar en la niebla (2017), se halla en combinar con tino la hondura de la sencillez y la expansión de lo fugaz, consciente, como decía Bergamín, de que el valor supremo de un aforismo consiste en que sea certero.


A los que nos gusta este género y disfrutamos con la inquebrantable voluntad de certeza, de concisa e intensa verdad, provocadora y persuasiva, que existe en la propia esencia del aforismo, nos recreamos en su travesía porque somos entusiastas de sus retazos y pulso, de su modo de preguntarnos por lo que nos rodea y de su forma de comunicarlo. En El tiempo todo lo oscura se vislumbra un jugoso conjuro sobre todo esto, un libro en el que el lector encontrará puntos de vista sobre la realidad, el tiempo suspendido, la imaginación, la vida reflejada y, también, confluencias personales: Dicho queda lo dicho sin la menor sombra de certeza.

sábado, 12 de abril de 2025

Tras el rastro de Pavese


Pavese fue un escritor de culto, una de las plumas más privilegiadas de mediados del siglo XX, cuya imparable actividad cultural y literaria lo convirtió no sólo en poeta y escritor de novelas, sino también en traductor de grandes autores, como Melville, Dickens, Joyce o Hesíodo, e incluso, en dramaturgo y filósofo. Vertientes distintas todas ellas, pero comunes en un sentido muy determinado, que, a su juicio, viene a decir que tanto la literatura novelística, la poesía, la dramaturgia, la traducción o la filosofía son producidas por un cierto “ansia de realidades espirituales desconocidas, presentidas como posibles”. Se convirtió en un símbolo de una Italia soñada sin haber salido de su país. Dicen que sabía más que nadie de literatura norteamericana. Faulkner, Dos Passos, Sherwood Anderson o Steinbeck fueron llevados a Italia de su mano por la editorial Einaudi. La traducción que hizo de Moby Dick sigue siendo un referente insuperable.

El oficio de vivir supuso la creación esencial de su obra, un hito en el que el propio autor se desdobla, dando entrada al Pavese escritor que le escribe al Pavese hombre, para, así mismo, plasmarla en su biografía, a modo de un diario en el que el lector nota que se presta más atención a sus consecuencias que a los sucesos que las provocan. En sus páginas memorables dejó un testamento vital de mucha lucidez y, a pesar de toda su obsesión con el suicidio, rociada de esperanza. Deja dicho que a vivir se aprende viviendo, una obviedad a primera vista, pero que encierra el verdadero misterio de este oficio singular, como él lo llama: “La única alegría del mundo es comenzar. Es bello vivir porque vivir es comenzar, siempre, a cada instante. Cuando falta este sentimiento..., querríamos morirnos”. La obra alcanzó una extraordinaria resonancia entre los lectores de diferentes generaciones en todo el mundo. Pavese había dado su literatura al mundo, y, a los cuarenta y un años ya dio por terminada la literatura y la vida.

El joven escritor francés Pierre Adrian (Burdeos, 1991) es el autor de Hotel Roma (Tusquets, 2025), un viaje personal por la vida y obra de Pavese, un recorrido por el Piamonte y por la ciudad de Turín, para desgranarnos la esencia de su vida y la preponderancia que tuvo El oficio de vivir en el trágico final de su vida. Adrian bucea en sus páginas y en los lugares por los que deambuló el escritor para reencontrarse pronto con las paradojas existenciales que, a menudo, se convirtieron en nudos difíciles de deshacer para el propio Pavese, que subrayaba que: “Esperar también es una ocupación. Lo terrible es no esperar nada”. Pavese aparece por aquí como un paseante discreto y reflexivo, como un escritor experimental dispuesto a revelarnos su amor a la ciudad de Turín, dispuesto, a su vez, a desvelarnos cómo el amor y la construcción de la vida se encuentran mucho más en el poder de los hechos que en el de las convicciones.

Hotel Roma es un hermoso y melancólico viaje por el territorio vital y literario de Cesare Pavese, trazado bajo una poética en la que la indagación es el motor del relato, un modus operandi que lo convierte en una exploración amena, de gran sensibilidad, bajo el denominador de ensayo-ficción, una manera jugosa de establecer una conexión con el lector para que participe del desarrollo narrativo del mismo, gracias a un juego indagatorio, que le permite mezclar la realidad y la ficción, para establecer el acompañamiento y el desarrollo de contar la vida y obra del gran escritor Pavese, a través del tiempo y espacio, especialmente de la ciudad de Turín, de voces ligadas a él, hasta llegar a establecer el vínculo de su inventiva narrativa con la vida real de alguien tan taciturno y obstinado como él, que guardaba en su diario el misterio de su suicidio, acaecido posteriormente el 27 de agosto de 1950 en la habitación 49 del Hotel Roma.

Adrian nos acerca a Pavese, bajo el marco de novela-ensayo, para resaltar su figura intelectual, así como su perfil escurridizo de hombre solitario y triste, y desentrañar lo que trató de guardar para sí mismo: su calvario existencial, “aunque también cedió a la tentación de culpabilizar a los demás”. Vivir para él aparece aquí como lo más individual que cabe ser pensado, como la obra más reveladora de su existencia, pese a todo, si bien siempre anduvo amenazado por el acecho persistente del suicidio. Pero, insiste en su pensamiento y obra que no hay oficio más comprometedor y fascinante que el vivir. La tarea de vivir, como empeño, así deja dicho: “Hay un solo placer, el de estar vivos, y todo lo demás es miseria”.


Este es un libro audaz y ameno, todo un homenaje, en forma de viaje literario, un retrato biográfico también, para reencontrarnos con un Pavese redivivo y luminoso, escrito con sencillez y hondura. Hotel Roma convierte su figura en una exploración sutil de su herencia literaria y emocional, una lectura deliciosa que invita a otras lecturas que por aquí asoman: “Su literatura, dijo un crítico italiano, era como el diario íntimo de los demás; no solo el suyo, sino el de todos nosotros. Hay escritores que nos dan lo que ellos ya no tienen. Pavese me ofrecía todo lo que había abandonado a él: la despreocupación, la alegría de vivir en este mundo, el espíritu infantil, la fe, el consuelo…”