miércoles, 17 de julio de 2024

Breve recuento vital


La poesía tiene que ver con el pálpito de las palabras, con el movimiento que suscita y sus significados. En esos encajes entre palabras y estados de ánimo, la poesía sustenta su sentido, y sucede cuando se tocan las vidas de quien la escribe y de quien la lee. Los lectores de Karmelo C. Iribarren (San Sebastián, 1959), autor de una buena quincena de poemarios, apreciamos su alma barojiana, su melancolía, la voz cercana y clara de su poesía, atraídos por esa manera suya de revelarnos los entresijos de estar en el mundo. Acudimos a su escritura, de verso claro y desnudo, dispuestos a mirar su poética como muy próxima, entresacando de ella nuestros propios reflejos. Nos gusta acercarnos a su poesía, listos para escuchar cosas de la vida, en ese tono característico suyo de confidencialidad, que denota inmediatez, experiencia y proximidad, atentos a lo que el poeta ve, siente, piensa y sugiere.

Ahora, en La última del domingo (Visor, 2024), Premio de Poesía Hermanos Argensola 2023, vuelve a las andanzas propias de su lírica de la realidad cotidiana. Lo que vamos a encontrar en los cuarenta y siete poemas reunidos son pasajes y vivencias de ahora y antaño, a los que se unen el paso del tiempo y el tiempo que hace, el azar y sus contrapuntos, el presente, la melancolía, la conformidad con lo que te toca vivir, la soledad, y hasta la mirada puesta en un gorrión que picotea a sus pies en una terraza, o el silencio y, cómo no, los bares: Hay bares para todos en el mundo. Confiesa el poeta que lo que le importa es que su poesía sea de versos claros: Importa solo que te interpelen, / o te toque el corazón / o te agarren de las solapas... / Que no parezca / que no ha pasado nada / en tu vida, una vez leídos.

La poesía de Karmelo continúa apelando a esa energía sosegada de los sentimientos que le sirven para concretar y hacer visible y comunicable su modo de conexión con el entorno en el que vive, desde cualquier atisbo o rincón que provoca lo cotidiano: la memoria, la vida de nuevo, la lluvia y el asfalto de la ciudad, las terrazas de los bares, el viento, el mar, las estelas de los aviones en el aire, la monotonía de los ascensores: Y así desde que se inventaron. / Normal que, a veces, hartos, / se paren entre dos plantas. También hay lugar en el libro para evocar a aquellos otros escritores a los que admira, como Ángel González, Heráclito o Cioran: Una dosis de Cioran / por las mañanas / me inmuniza para el resto del día, dice el donostiarra con irónica retranca.

Precisamente por toda esa decantación de lo cotidiano, la poesía de Karmelo, por su sencillez y accesibilidad, crea ese resorte que nos hace ver en sus palabras cómo se las gasta la experiencia, cómo esta se une con las palabras y toman brillo, aunque el día sea gris o llueva para que de allí mismo surja el poema, esperando a que escampe: Será la hora / de volver sobre mis pasos /. Persiste en dejar bullir sus sensaciones y emotividad, sin apartarse de la presencia intensa y expresiva del mar, como así recogen estos versos: Ver el mar me gusta / por razones de muy variada índole. / En ocasiones, sin embargo, / solo es una imperiosa necesidad. El poeta sigue mostrándose el mismo, sin desdoblarse en otro, mantiene su coherencia y tono personal acostumbrado, su pulso a la vida y a las cosas del quehacer diario.

Sus poemas aspiran a una cierta levedad de su entorno, al humor, a la reflexión de seguir vivo y a acostumbrarse a que muchas veces no suceda nada. Sus versos pretenden que salte a la vista una imagen, una paradoja o un instante mientras pasea de regreso a casa de noche: Hay luz en las ventanas. / Tras ellas –pienso– esa épica / minúscula / de las vidas anónimas. / Las que mueven el mundo. Responde el poeta a una pregunta, en una reciente entrevista en El Cultural, así: “En realidad, yo quería ser un poeta muy parecido al que he acabado siendo, un poeta de línea clara, a pie de calle, atento a los aconteceres rutinarios de la vida, a esas pequeñas cosas donde, en principio, no parece que pueda encontrarse la poesía, tan dada a remontar el vuelo o a volverse enigmática”.


Contar su vida o la de alguien muy parecido a él es su propósito, pero de manera que el lector pueda entender que tal vez le está contando la suya y le emocione o simplemente le entretenga. Hay poetas que nunca tienen que preguntarse cuándo y dónde comenzará el poema. Su intuición los orienta, van de la mente al papel y del papel al mundo exterior para volver a pasar por el filtro de la mente de quien los lee. De allí, surge natural el primer verso o el poema en ciernes. El lector intuye, como así lo entiende Karmelo, que todo lo que pasa frente a sus ojos y por sus emociones merece ser apuntado. Incluso lo más irrelevante: unas palabras escuchadas en un bar, unas botas para la lluvia, la cara de la gente, una calle vacía, una mera ráfaga de optimismo o la languidez de un domingo pueden dar pie a la aparición del poema.

La poesía de Karmelo C. Iribarren, su voz socarrona y tierna, como apunta Raquel Lanseros en la contraportada del libro, se sigue mostrando aquí para entendérselas con el lector, como resplandor de verdad tomada en su sentido más sencillo y cotidiano, a modo de recuento vital abierto a la ligereza de la realidad.


viernes, 12 de julio de 2024

Sentimiento de pertenencia


El escritor se enfrenta constantemente a la necesidad de visualizar una escena, una secuencia, un sentimiento para, a continuación, de la manera más cabal que puede, ponerlo en palabras. No necesita nada más para empezar a contar lo que ronda por su cabeza, salvo las palabras. Pero, como dice James Salter, “¿cuál es el impulso? ¿Por qué se escribe? Ahí está la esencia”. Para los que no conozcan las entregas anteriores de lo que hasta ahora ha venido configurándose en la narrativa de Eduardo Halfon (Guatemala, 1971), les diría que para el escritor guatemalteco la memoria y la identidad conforman la esencia de su escritura y de su universo literario, asentada en la niñez, la vida familiar y la cultura judía.

La sencillez de sus historias, además, es su estela, y la claridad y la honestidad, sus señas más reconocibles. Pero si hay que destacar el rasgo más característico y significativo suyo, no encuentro otro más propio que el de la memoria, como ámbito y fuente de inspiración, como mapa por el que transcurre la esencia que mejor justifica su narrativa. Y así lo recalca en Biblioteca Bizarra (2018), un libro interesantísimo de doble bifurcación y dialéctica entre el oficio de ser escritor y el oficio de vivir, con estas palabras: “Pues un escritor escribe desde allí: desde lo que ha visto, desde lo que ha escuchado, desde los olores y sonidos que revolotean como mariposas en su memoria. No escribe su memoria. Escribe solamente a partir de ella. Desde ella”.

En Tarántula (Libros del Asteroide, 2024), su nuevo libro, vuelve a esa misma génesis: el pasado. Regresa a la memoria de su infancia para recrear unos hechos vividos a finales de 1984 cuando tenía trece años y fue enviado por sus padres, junto con su hermano más pequeño a un campamento de adoctrinamiento en el altiplano boscoso de Guatemala. El narrador, que no es otro que el propio Halfon, reconoce que, tanto él como su hermano, apenas conocen el lugar donde nacieron. Muestran dificultad con la lengua, debido a que hace ya algunos años viven en Estados Unidos, y cierto desconcierto con la experiencia impuesta de recuperar sus raíces y, aún más, entrelazándose en la convivencia con otros niños judíos en un paraje que, como les dicen, será propicio para aprender técnicas de supervivencia adaptadas a la naturaleza judía de sus participantes.

Halfon arma toda esta historia bajo un denominador común en el que el odio es el protagonista desafiante y perverso que transita por el lugar. Está presente como símbolo también, un odio al paradigma judío y a los judíos, un odio a la atrocidad nazi y a los nazis, un odio, en realidad, a toda imposición, a toda demostración marcada por la fuerza, a toda esa locura que las guerras han justificado siempre. El tiempo narrativo del libro, por otro lado, discurre al capricho del narrador que opta, según interfieren hechos, personas y significados, a pasar del pasado al presente, con soltura y dinamismo, ocurre lo mismo con los enclaves: desde el bosque guatemalteco donde tienen lugar las andanzas infantiles en el peliagudo campamento, hasta escenas del presente en un café parisino o en un bar tailandés de Berlín.

Como ya comenté en otros libros suyos anteriores, todos y cada uno de los relatos de Halfon conforman una novela en marcha. Tarántula es otro eslabón más de ese encadenamiento narrativo por el que transcurre su travesía literaria. Todos y cada uno de sus escritos están conectados entre sí, incluso vuelven a escena recuerdos familiares, como el del abuelo polaco que anduvo prisionero en Auschwitz o el del niño Salomón que murió ahogado en un lago, y más recuerdos y vivencias que el autor toma en consideración para hacer que algunos de los pensamientos o imágenes que pueblan dichos escritos salten libremente de un tiempo a otro, con el fin de explicar algo que facilite su avance por la trama. Esta manera que tiene Halfon de contar las historias toma la forma de la novela, de la autobiografía, de la autoficción y, también, del ensayo, algo muy característico y singular en su narrativa.


Las novelas de Halfon tienen el don de dejar en el lector ese rastro rebosante de vivencias y memoria en las que encontramos la naturaleza de lo humano. Y eso se debe a su prodigiosa aventura literaria de indagación emprendida hace tiempo por el pasado de su estirpe familiar, sustentada en una prosa precisa, antirretórica y muy eficaz. Así es su literatura, recia y sincera: un proyecto narrativo de seguir explorando en la memoria y en la genealogía familiar, una búsqueda perpetua por encontrar hallazgos literarios.

Todo lo que escribe Halfon sobre sí mismo forma parte de su mito personal. Tarántula es otra estupenda pieza más de ese ejercicio constante e indagatorio de un proyecto literario en marcha que va en una misma dirección, que continúa con igual calidez narrativa y prestancia a la que nos tiene acostumbrados. Somos muchos los que seguimos fascinados con el imaginario de su literatura y su sentimiento de pertenencia a una identidad histórica, compleja y trasnacional como la judía.


miércoles, 3 de julio de 2024

Miradas y reflejos


Digamos que cuando definimos un texto como literario, nos estamos refiriendo a que lo que se dice en él debe interpretarse en función de cómo se dice. Es, en palabras de Terry Eagleton, «el tipo de escritura en la que el contenido y el lenguaje utilizado para expresarlo forman una unidad inseparable». Además, el propio lenguaje forma parte de la realidad o la experiencia, en lugar de ser un mero vehículo para transmitirlas. Por eso mismo, un texto literario requiere ser leído poniendo atención especial a todo lo que incumbe al lenguaje, como el tono, la cadencia, el género, la sintaxis, el ritmo, la estructura narrativa, el estado de ánimo, el contexto, la puntuación y, en definitiva, todo lo que podríamos considerar su forma. Toda lectura implica una ambientación considerable alrededor de estos fundamentos.

Qué duda cabe que la seducción conforma también uno de los aspectos más destacables de todo texto literario. Lo sabemos bien los que acostumbramos a tener siempre un libro entre las manos, los que frecuentamos librerías y nos dejamos persuadir por los universos que las historias de otros nos descubren e insinúan, por las palabras de otros en las que encontramos pensamientos propios y ajenos, atisbos y destellos buscando el porqué de las cosas. El libro Notas de campo(s) (Ediciones del Genal, 2024), de Álvaro Campos Suárez (Málaga, 1981) transita a merced de estos menesteres. Son textos breves que aparecieron en la revista Manual de Uso Cultural entre el 2014 y 2024 en los que encontramos un buen compendio de artículos que reflejan el alma de un lector avezado que aborda distintas confluencias de la literatura, desde su bagaje cultural y su fascinación por los libros, hasta su constante apelación a la cultura y al pensamiento como acicate de la vida.

Son veinticinco escritos de una página de extensión que abordan especialmente la lectura como acto acumulativo, en el sentido de que todos los textos leídos a lo largo de una vida van dejando su poso y señuelo, sumándose, más que a lo que el lector ha leído antes, a lo que ha entendido y sacado de provecho de todo este proceso. Hay textos que se bifurcan por la creación artística, por la poesía, por la órbita del universo y sus utopías, “porque en la vida, todo es soñar”. El sentimiento literario no deja de estar presente y de manifestarse de forma continuada, aunque el tiempo se muestre desapacible, como así nos dice: “Nunca hace frío en compañía de un buen libro”. En otros, se convierte en resquicios para entender un poco mejor el mundo o para pensarlo de otro modo, especialmente cuando se pone a hablar del viaje y de los viajeros, dejando ver que “la tarde en un café observando el comportamiento ciudadano, tomando el pulso a la ciudad apostado en una plaza, puede ser más rentable para los sentidos que la visita apresurada a cinco museos”.

Notas de campo(s) conforma en sí un cuaderno de pensamientos, vivencias y soledades en el que cabe una amplia mirada del mundo desde la esencia de los libros y de sus autores, a través de una percepción impregnada de significados e ideas. Se afana Álvaro Campos en destacar su entusiasmo por los libros que, como lector, no quiere solo que estos le complazcan, sino que también aspira a ser comprendido en ellos. Deja entrever que no hay pautas sabias para la lectura, tan solo atrevimiento y curiosidad afectiva: “Son mi compañía, y sospecho que, de algún modo, también yo soy la suya. Nos cuidamos mutuamente”. Detalles, vislumbres y remansos se conjugan en estos artículos donde lo particular esconde semillas de un aprendizaje de decir más de lo que dice, de experiencia acumulativa de contar y contarnos lo vivido, como refleja esta luminosa reflexión suya: “La vida es, sí, un ejercicio de supervivencia, pero en nuestro tránsito del existir también habita la amistad, la luz, la alegría”.


Toda lectura siempre apareja un compromiso de perseverancia. Esta observación nada baladí la revierte Álvaro Campos en los textos reunidos en el libro, y repara en la importancia de la lectura como compañía, pero también como experimentación sobre uno mismo, como desafío que conduce inexorablemente hacia la propia subjetividad. Estas notas suyas están repletas de encuentros, miradas y reflejos que avivan dicho sentir y propósito.

Uno, que lleva toda la vida leyendo, llega a la conclusión, como así queda dicho en este jugoso librito de apenas sesenta páginas, que el fin último de la buena literatura es “divertir, sí, pero también hacer reflexionar a un lector que, como ser humano, vive sus días en la eterna contradicción, propia y ajena”.