jueves, 30 de abril de 2020

Herido de amor

Hay escritores que no necesitan presentación. Dickens es uno de ellos. Después de Shakespeare, el autor de Oliver Twist representa el más más alto valor de la literatura británica a nivel universal. Dickens fue ante todo un luchador, un hombre dispuesto a enfrentarse contra la adversidad, contumaz en el esfuerzo y en el sacrifico, que no se dejó vencer por la situación que la vida le deparó como hijo de una familia encabezada por un padre pródigo y derrochador, pésimo ejemplo para cualquier niño. Pero, como cuenta Peter Ackroyd en su biografía, también capeó con un misterioso sentimiento de pérdida, que no le privó de venturosas y libertinas escapadas nocturnas en compañía de su amigo Wilkie Collins. Dickens llevó una vida amorosa, digamos tan complicada y poco convencional como la de cualquiera de otros tantos hombres ilustres de su época.

Casado con una mujer apocada, de carácter radicalmente opuesto a su capacidad de trabajo e instinto creativo, se divorció al cabo del tiempo en un contencioso que transcendió el ámbito del hogar, siendo objeto de escarnio en muchos mentideros de Inglaterra. Una indicación de la crisis matrimonial que se avecinaba ocurrió en 1855, cuando Dickens acudió al encuentro de su primer amor, que también andaba como él, unido en matrimonio. Pero en aquella cita, ella se había mostrado mucho más alejada del recuerdo romántico que Dickens aún guardaba vivo de aquel otro encuentro primero sucedido en 1830, veinticuatro años antes, que derivó en un amor a primera vista y que, muy a su pesar, no contó con el consentimiento de los padres de su amada.

A principio de 2011, el editor Javier Jiménez le ofreció a Amelia Pérez de Villar hacer la traducción de un epistolario en el que se recogía el meollo de esa historia de amor, que derivaría, posteriormente, en un ensayo biográfico. Se trataba de la correspondencia de juventud de Dickens con una muchacha llamada Maria Beadnell en la que también se mencionaban otras cartas que cruzó con un amigo, Henry Kolle, que le hizo de enlace en sus idas y venidas amorosas. Unas cartas rescatadas del olvido y la censura familiar, que fueron publicadas en 1908 en una edición limitada para los miembros de la Sociedad Bibliófila de Boston. Pero entre todo el material aparecido, poco más de una docena de cartas, las únicas que se conservaban eran solo las que Dickens había escrito.

Dickens enamorado (Fórcola, 2020), es un texto que ya fue publicado cuando se celebraba el bicentenario de su nacimiento en 2012, que vuelve a la actualidad en una hermosísima edición a la que no le faltan ilustraciones de grabados y fotos. Se trata pues de un libro ameno y revelador en el que se cuenta la forma en que influyeron en la vida y en la obra del gran novelista victoriano el amor inusitado de una joven inalcanzable. El escritor se empeñó en ello, pero ni él lo consiguió ni ella se deshizo de las ataduras sociales y familiares que se lo impedían. Y así como en la ficción la historia reparte a diestro y siniestro secretos, afinidades y chispeantes deseos, en cuyo desarrollo la vida también prende todo lo que se revuelve en los sentimientos de cualquier persona herida de amor. Surgió la llama de María Beadnell y su lumbre le inspiró el personaje de Dora en David Copperfield y, en un reencuentro de madurez, el de Flora Finching, de La pequeña Dorrit. Pero también surgieron Catherine Hogarth, con la que estuvo casado 20 años y tuvo 10 hijos, y la actriz Nelly Ternan, con la que pasó la última década de su vida.

Gracias a las cartas que Dickens intercambió con María se ha podido desvelar de su novela más autobiográfica, David Copperfield, que los amores referidos del protagonista y Dora, en realidad, son los de su creador y la menor de las hermanas Beadnell. Es aquí, en su mejor obra, donde el escritor plasma, como en ninguna otra, sus sentimientos más personales y donde cuenta detalles, más propio de su enamoramiento que de su inventiva, y es aquí, también, donde mejor recrea su deleite y pasmo sentimental reflejándolos en la joven Dora, con todas las características que, a sus ojos, provenían de ese amor cautivo de siempre.

Amelia Pérez de Villar ha sabido encauzar la curiosidad del lector en su obra, registrando detalles de la vida privada de Dickens y recordando otras más públicas, como los entresijos de algunas de sus obras, sus viajes a los Estados Unidos, su periplo por Italia o sus duras jornadas de trabajo para obtener recursos para la educación de sus hijos y solventar los gastos de sus propiedades, además de atender económicamente a sus padres y ayudar a un hermano negado al trabajo.

Dickens enamorado es una aventura literaria, una curiosidad indagatoria de “un hombre que no sabía hacer nada a medias: apasionado en todo, que llegaba hasta el final en todo lo que emprendía”. Su idilio fallido, que, a juicio de Pérez de Villar, ha sido ninguneado en sus biografías, es el hilo conductor de este ameno e interesante texto que arroja un punto de luz nuevo y particular de Dickens, no solo por lo que desvela del personaje público y del hombre dedicado plenamente a la escritura, sino por lo que también volcó de todo esto en sus creaciones, en las tramas amorosas de algunos de sus personajes más entrañables de sus obras que siguen vivos en nuestro imaginario.

sábado, 25 de abril de 2020

El arte de la esencia

Sin lugar a dudas, el aforismo ofrece un espacio privilegiado para la reflexión. Y en ese sentido, es exigente con el lector. Así lo señala Ramón Eder, sin ningún tipo de rodeos: "el aforismo es un género literario que no gusta a los lectores pasivos". Por otra parte, como entrevé Georges Perec, el aforismo constituye un arte de la esencia, que se funda "en el juego entre lo previsible y lo imprevisible, entre la espera y lo imposible, la connivencia y la sorpresa". El género aforístico ha sido visto como una de las formas que ha asumido el poder para encarnarse y actuar sobre la sociedad en forma de preceptos, axiomas, sentencias, consejos o máximas.

Así mismo, el aforismo ha convivido con una serie de formas breves que han ido recibiendo diferentes denominaciones, hasta el punto de configurar un campo semántico rico y variado. No cabe duda de que el estilo aforístico, al menos en su formulación clásica, se haya caracterizado por la asertividad, el razonamiento deductivo, la definición o por un cierto aire pragmático que conectaría el ámbito didáctico, prescriptivo y epifánico de algo que necesariamente tenía que expresarse así y en ese orden. Digamos pues que el aforismo vive en tensión con los propios límites de lo comunicable que deciden las propias palabras que lo conforman.

Para el poeta y ensayista Javier Sánchez Menéndez (Puerto Real, Cádiz, 1964) los aforismos, además de todo lo dicho, son conceptos, artilugios, como a él le gusta llamarlos, ideas que desprenden sabiduría, belleza y cierto sentimiento de melancolía, profunda y sosegada. Nacen de la observación de la realidad para ver lo que no se ve, sin conformarse con menos. Muchos otros afloran también de la imaginación y de la libertad que le permiten crear representaciones para combinarlas hasta abstraerlas y convertirlas así en piedras de toque.

Su nuevo libro, Ética para mediocres (La Isla de Siltolá, 2020), es el cuarto volumen de su producción aforística, que sigue a Artilugios (2017), La alegría de lo imperfecto (2017) y Concepto (2019), una senda literaria fecunda en la que su autor, en los últimos años, ha ido desplegando su pensamiento y sentido crítico de la vida, para encontrar respuestas, alguna revelación, una verdad o la duda de si realmente lo es, o más bien resulta ser una simple paradoja donde encajar las palabras exactas con las que dejarla escrita.

En este lance fragmentario de ahora, el autor se empeña en provocar en el lector un ajuste de sus expectativas y, de alguna manera, una modificación sustancial de su capacidad de interactuar con el lenguaje y con la realidad más inmediata. Alienta a un despertar desde la intuición profunda para conducirnos hasta la comprensión de la naturaleza de lo real. Viene a decir que "la mente es el instrumento que posee el ser humano para vivir en el mundo", y que "el mundo no es complejo. Su contradicción tampoco. Lo es su principio". Para él, "el aforismo es una ventana abierta para el lector", un cauce por donde encontrar motivos para pensar. 

Ética para mediocres es un libro concienzudo y atento a la realidad del momento, que reúne casi trescientos aforismos y ocho breves reflexiones en un capítulo final sobre la crítica y el autobombo, un libro que no se anda con chiquitas: un repertorio revestido de ironía, contrario al ruido, atento al silencio, y muy cargado de paradojas y verdades infinitas que, en muchos casos, no es la verdad de uno o la de otro, sino la verdad que nos impone la realidad y sus encrucijadas existenciales. Los aforismos de Sánchez Menéndez se instalan en un terreno a caballo entre lo literario y lo filosófico. No impone condiciones, interpela al lector y le sugiere hacer, querer aprender o mirar lo de fuera, como decía Victor Hugo, desde dentro de sí mismo.

Este no es un libro solemne, ni grandilocuente, pero tiene mucho de enfático y de sagacidad calculada. Dice Sánchez Menéndez que "el aforismo deja las puertas abiertas para provocar el pensamiento", con esa idea clásica de Parménides de que todo lo que hay ha existido siempre, o de que nada puede surgir de la nada, como alumbra en este otro aforismo suyo de corte también clásico: "Para conocer aquello que es hay que conocer aquello que no es". Y es que el buen aforismo, viene a decirnos, es atemporal.

Nos gustan los libros incisivos que aparejan un compromiso de perseverancia y aprendizaje, que incitan a poner sentido crítico a lo que verdaderamente importa, que alumbran y ponen ideas, no para salir de dudas, sino para entrar en ellas. Ética para mediocres, qué gran título, pone mucho de esto en juego, mucho que pensar, para que cada cual entienda lo que quiera y sepa entender.

martes, 21 de abril de 2020

La realidad y sus percepciones

La literatura es la casa del matiz y la tarea del escritor, dice Susan Sontag en su libro Al mismo tiempo (2007), es hacernos ver el mundo tal cual, lleno de reivindicaciones diferentes, papeles y vivencias. Es esa la tarea del escritor, subraya más adelante la escritora norteamericana, la de representar las realidades. Eso significa que un escritor no es más que alguien que presta atención al mundo. Y para tal menester está la literatura, para contarnos cómo es ese mundo. Por eso, la literatura sigue siendo uno de los principales modos de acercarnos al entendimiento de todo aquello que nos rodea e importa.

Los cuentos de la escritora, ensayista y traductora Eider Rodríguez (Rentería, Guipúzcoa, 1977) se circunscriben a esa idea de entendimiento, y evocan una común humanidad con la que podemos identificarnos. Lo que uno aprecia en sus relatos es la sensibilidad y la destreza verbal con las que cuenta su autora para involucrarnos en las situaciones y en los temas en los que ha puesto su mirada y en los recursos de los que se ha valido para construir cada historia. Y el ámbito más propicio para desarrollarlos los obtiene de lo cotidiano, un recinto muy revelador y al alcance de la mano para extraer de él, como centro de emociones y conflictos, todo lo que la realidad refleja.

Un corazón demasiado grande (Random House, 2019) reúne veinte cuentos situados en ese contexto, seis de ellos pertenecen al libro que pone título al volumen y con el que obtuvo el Premio Euskadi de Literatura, y los restantes provienen de una selección de los textos publicados de sus tres libros anteriores: Y poco después ahora (2007), Carne (2007) y Un montón de gatos (2010). Todos ellos, como indica la propia autora en la cartulina impresa que se adjunta en el libro, “están inscritos en la cotidianidad, una cotidianidad de cuyas juntas emerge lo oculto, hasta impregnarlo todo”.

Los personajes que transitan por estas historias son seres fronterizos en sus soledades y deseos, residen en esa constante contradicción que supone vivir, con sus apegos y distancias, con sus gozos y fracasos. Los relatos de Rodríguez conforman un micromundo habitado por una clase media de aparente vida inane, oculta tras una normalidad simulada en la que sus moradores, en la frontera con el otro, revuelven los miedos con la rutina, su dependencia con la fragilidad, sus expectativas con la pérdida que les ha de llegar al final, lo dicho con lo silenciado. Cada uno de estos personajes vive una inquietante relación con el otro, en un constante sentimiento contradictorio de autonomía y dependencia.

El primero de sus relatos, uno de los más destacados y conmovedores, que pone título al libro, es la historia de una mujer que tiene que encargarse del cuidado de su exmarido, enfermo terminal, después de estar más de veinte años separados. Los sentimientos confusos de esa mujer, a veces tiernos, a veces descarnados, exponen lo que tiene de contradictorio los desapegos de las rupturas conyugales. En Gatos, otro de mis favoritos, narra la cotidianidad de dos personas. Es la historia, de hecho, de dos personas normales, dos vecinos mayores con vidas corrientes y, sin embargo, en sus quehaceres sencillos, también hay lugar para que surja lo insólito, una historia en la que sus dos mascotas pondrán el contrapunto a sus dueños que se niegan a relacionarse, por simple cobardía, dando rienda suelta al impulso  de sus ocultos deseos.

Carne es otro relato que aborda esa necesidad de relacionarse con el otro, de conectarse con la vida a través del contacto físico, como así trama el hombre que pasea por la playa nudista oteando posibilidades. En otros relatos hay lugar también para la esperanza, como en el que la hija regala unos pendientes de plata a su madre, como símbolo de su anhelo por abrirle nuevos cauces a su recóndito mundo. De igual manera, hay sitio para la ironía, como esa madre e hija que intentan huir de su precario origen social, una tratando de marcarse un nuevo estilo, la otra cultivando el intelecto.

En esa senda narrativa de Raymond Carver o Alice Munro, Eider Rodríguez se afana en que el detalle en sus relatos sea lo más sugerente para el lector, su hilo envolvente. Y esto no es solo un artificio narrativo, sino una manera de llegar al espacio evocado para decir mucho de cuanto quiere sobre las insuficiencias de la vida de la gente que transita por los lugares donde ella enmarca su obra.

Por Un corazón demasiado grande discurren seres aturdidos, expuestos con maestría a ser examinados por el lector a través de cómo miran y cómo gesticulan; seres necesitados de afecto y comprensión dispuestos a un viaje interior en el que desvelar algún extravío. Este es un libro escrito sin sentimentalismos, pero cuya llaneza nos aproxima al lugar y al momento donde se produce el contexto de cada suceso en la vida secreta de la gente dispar que por ellos asoma, gente sobrepasada por vacíos y malentendidos.

miércoles, 15 de abril de 2020

No estamos solos

"Esta es la historia de Gastón y de su mejor amigo, Max; es, además, la historia de Gato, el perro de Gastón, y de Pol, el hijo de Max [...] El presente está aquí, mientras escribimos aquí y leemos aquí. Aquí. También el lugar, la ciudad en la que se desarrolla la historia, está aquí. En esta página, no hace falta buscarla más allá. Al fin y al cabo, el tiempo y el espacio son lo mismo. Nuestro lugar es el tiempo en el que transcurrimos; el presente es nuestro lugar de residencia. El pasado lo iremos entendiendo sobre la marcha, porque es la conexión entre el presente y el futuro. El pasado será el dedo que hará avanzar las páginas de este libro".

Así comienza La invasión del pueblo del espíritu (Anagrama, 2020), la última novela publicada de Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, México, 1973), un escritor afincado en Barcelona desde 2003 muy interesado por trasladar a su narrativa las historias personales derivadas de la migración. La dificultad de incorporarse a la cotidianidad y sus desafectos están presentes en otras obras suyas anteriores, como No voy a pedirle a nadie que me crea (2016), galardonada con el Premio Herralde de Novela de ese año. Pero, igualmente, le interesa contarnos historias vividas desde dentro de su propio país de origen. Da lo mismo si se habla de pobreza, corrupción, lucha de clases, como es el caso de Si viviéramos en un lugar normal (2012) o, en el caso de Fiesta en la madriguera (2010), de violencia y narcotráfico, un atisbo de reflejar el desmadre mexicano.

Pero volviendo al caso que nos ocupa, digamos que en esta nueva novela suya, concebida bajo un sello jocoso e hilarante, muy propios de su narrativa, la vida de sus dos protagonistas van a dar un giro radical en cuestión de días. Por un lado, Max tendrá que dejar su restaurante porque los ingresos no dan ya para hacer frente al pago del alquiler del negocio, y, por otro, Gastón tendrá que poner fin a la vida de Gato, un perro noble y viejo que arrastra una enfermedad terminal. Pero, también, vamos a conocer lo que se cuece en el ámbito de un barrio de emigrantes de una gran ciudad, a los que se añaden algunas descabelladas teorías de conspiración, como la que plantea Pol, el hijo de Max, investigador científico, quien asegura que la vida en el planeta es un experimento a merced de los extraterrestres.

De manera que hay un sesgo irónico y otro de ciencia ficción alrededor de esta novela. Gastón es un oyente mudo de lo que pasa en la Tundra (referido a Rusia) con Pol, de lo que sucede con los nororientales, de lo que pasa en su lugar de origen, donde unos primos o sobrinos quieren quitarle la herencia y, por supuesto, de eso que dicen que fuera del mundo hay seres que viven y que aparentemente son más inteligentes que los de aquí abajo. Gastón, a su vez, no puede vivir sin su perro. Está atado a él no solo por la correa que siempre lleva consigo, sino por lo que le va diciendo su corazón y pareciera que la mascota respondiera, como fiel compañero de confidencias y andanzas. Es una novela en la que convergen lala desazón, misantropía y un sinfín de situaciones grotescas. Y, obviamente, es una novela sin patria. La novela, por tanto, además de reflejar el recelo al otro, reúne a tres personajes –padre, hijo y abuelo– encerrados en un mismo lugar porque, ciertamente, se están escondiendo de sus problemas, negando la realidad.

Por el mapamundi desplegado en la novela puede ocurrir cualquier cosa, más allá de los extraterrestres, incluso que el mejor futbolista de la tierra aparezca señalado por sus vómitos en la cancha de juego. También hay lugar para fijar la mirada por cualquier esquina por donde deambulan “lejanorientales”, “nororientales”, “proximorientales”, identidades que entran y salen de bares y tiendas, como si llevaran marcado en su rostro que no hay más valor temporal que el presente. Todos ellos reflejan una idea contraria a esa otra universal de que en el pasado las cosas eran mejores. El tiempo regalado solo se refiere al presente. Para ellos, saber esperar no parece ser la condición previa de su forma de entender la vida, sino que el instante es quien lo acapara todo.

Este es el escenario por el que transcurre la trama de esta novela que podemos ubicarla en Barcelona. Nada escapa a ese realismo social que dimana de sus calles y barrios por donde late ese plano secuencial de gente desubicada procedente de todas las latitudes y que, por aquí, transita mostrando su fragilidad y las pocas certezas con que se sostienen.

La invasión del pueblo del espíritu es una novela entretenidísima, un libro fluido en su narración, ameno y divertido al que no le falta, en su contexto, la mirada política necesaria para extraer, desde la ironía y la vida recurrente de sus protagonistas, la experiencia ajena y el desamparo de sus azarosas circunstancias, imposible de predecir, una metáfora que Villalobos pone al alcance del lector con perspicacia y humor.

Eso es lo verdaderamente fantástico y descifrable de este libro: que lo real parece inventado.

sábado, 11 de abril de 2020

Entre el ser y el querer ser

La senda de la nouvelle nos depara sorprendentes desafíos literarios que responden a una exigencia narrativa que pone en alza la dificultad de este género que se define, fundamentalmente, como la representación de un acontecimiento, sin la amplitud de la novela normal en el tratamiento de los personajes y de la trama. La trama que, como la define Aristóteles en su Poética, no es más que “una combinación de incidentes en una acción completa, unitaria, que la mente puede captar de una vez, como una totalidad causalmente concatenada”.

Alejandro Morellón (Madrid, 1985), debuta en la novela con un texto encuadrado en estas dimensiones propias de la nouvelle, y lo hace con brillantez, con la tensión e intensidad necesarias que exige este género narrativo. Ochenta y siete páginas le bastan para acometer una historia familiar y explorar un escenario de desmoronamiento en el que sus protagonistas sobreviven asolados por un destino trágico. En la trama de Caballo sea la noche (Candaya, 2019) pasa como lo que ponía de ejemplo Schopenhauer respecto a la correspondencia entre la vida y el ajedrez: en ambos escenarios trazamos un plan, pero este queda completamente subordinado por aquello que, en el ajedrez, se le antoja hacer a nuestro adversario, mientras que, en la vida, el que se ocupa de esa labor es el destino.

En realidad, el conflicto y la tensión por los que transita la novela de Morellón son indisolubles a esta correlación. Surgen de un abismo de impotencia, de culpa, que arranca desde la conciencia de un hijo y una madre, dos narradores apesadumbrados y deshechos, dispuestos a liberarse de una opresión demasiado onerosa. Desde sus perspectivas desoladas, cuentan la historia de su familia, un hogar roto, que deja entrever el lamento sordo de una redención. La mente de cada uno de ellos está repleta de secretos y de palabras masticadas que no cesan de ocasionarles un sentimiento de honda amargura expresados con un clamor que en la madre se observa como algo más atemperado y condescendiente. Resulta muy extraño oírse a uno mismo, sin embargo, aquí, gracias a la tonalidad de las palabras, nos llega con una expresividad más próxima.

Morellón se vale de sus dos personajes principales para contarnos los entresijos de un hogar que antaño fue feliz, pero cuya vida ahora transcurre bajo la desazón de un muchacho que vive recluido en su cuarto, silencioso y sumido en el dolor, y de una madre sumida en la la tristeza. Cada uno pone su voz y se alterna para contarnos, a través de un discurso torrencial, la oscura historia familiar de abandonos y culpa que les une, amores insatisfechos, deseos, soledad y muerte, para entender los motivos por los que el padre huyó de casa, las razones del odio y la causas de la enfermedad de Óscar, el hermano mayor, o para mostrarnos a una madre que, viviendo bajo el mismo techo que su hijo pequeño, mantiene un duro distanciamiento con él, aunque tan solo les separe la puerta de una habitación.

En esta novela, viene a decirnos su autor, las ausencias son a veces más determinantes que las presencias. O dicho de otra manera, lo que echamos en falta también nos define lo que somos y, cómo no, lo que pudiéramos haber sido. Es por ello por lo que el lenguaje tenaz que trasmiten las dos voces que intervienen se encamina a volcarse como transmisor de arrebatos y emociones curtidas en el tiempo. Para conseguirlo, el autor busca su efecto con frases largas e ininterrumpidas, con la idea de envolver al lector en la propia atmósfera de los protagonistas y mostrarle su sinvivir y, así como ellos no pueden salir de ese estado de angustia en el que se encuentran, el lector también lo experimente a través de la extensión que cada frase escrita perpetúa.

Caballo sea la noche es una novela poética en su ejecución estilística, y filosófica, en su sentido existencial, un estallido narrativo contado en primera persona, condensado en cinco capítulos, que son cinco párrafos extensos y cinco puntos. Su construcción se confina en un número ilimitado de oraciones copulativas y subordinadas, como forma arrebatadora y enloquecida de trasladar la voz de unos seres abatidos que pretenden reconstruir su identidad y, con ella, su propia vida.

Qué otra cosa ha sido la literatura más que el relato de los miedos, la pérdida, la culpa, y el propósito de ordenar el caos por el que se mueven sus personajes de ficción. Los protagonistas de esta historia no dicen todo lo que de verdad quisieran, porque si lo hicieran romperían el frágil universo que les queda. Por eso se atienen a lo razonable, a lo soportable. Es eso lo que aquí trasciende y Morellón ha sabido plasmarlo con una prosa vívida e intensa, tomándole medidas al tiempo y al dolor que infligen los exilios interiores.

viernes, 3 de abril de 2020

Destellos cotidianos

La buena literatura es una extraordinaria forma de conocimiento de lo que llamamos realidad, un instrumento insustituible, según Vargas Llosa, para poner en orden ese mundo real, que es en sí mismo esencialmente caótico. El escritor, el verdadero escritor, afirma Claudio Magris (Trieste, 1939), es el que logra identificar un orden oculto en lo grotesco y en lo absurdo de la existencia. Se puede decir que la literatura es por lo tanto exploración del mundo y sus detalles y, sobre todo, de los abismos de lo humano, y es, justamente en esta peculiar función donde el ejercicio literario, como sostienen estas dos grandes figuras de las letras, se vuelve cultura, es decir, se convierte en visión y representación del mundo.

En su libro Microcosmos (1997), Magris insiste en que el mundo es una cavidad incierta, en la que la escritura se adentra perpleja y obstinada. Es más, escribir para él significa saber que no estamos en la Tierra Prometida y que no podremos llegar nunca allí, pero sí hay motivos suficientes para continuar en esa dirección, aunque sea a través del desierto. Le importa al escritor triestino dejar sentado que el mayor logro de un libro hay que encontrarlo en esa idea de reconciliación, tanto en la vida, como enn la literatura. Por eso mismo alerta, tomando estas palabras que dice uno de los huéspedes alojados en el Hotel Herberhof en el Tirol: “¿Cómo, otra vez escribiendo? Escribir, escribir siempre... no es bueno. Un poco, vale, pero no demasiado. Mejor escribir un poco menos y pensar un poco más”.

Claudio Magris, escritor bien conocido, catedrático de literatura germánica en la Universidad de Trieste, ensayista y traductor de Ibsen, Kleist y Schnitzler, entre otros, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2004, es una figura indiscutible de la literatura italiana contemporánea que nunca ha dejado de exponer su enfoque literario a la hora de interpretar su forma particular de entender la escritura y la vida. Para él, esta correlación existente entre la escritura y la vida sucede en el propio escenario de un lugar o bajo el influjo de un pensamiento sagaz donde  acudir a rastrear el significado de las personas que lo habitan. Las cuarenta y ocho piezas reunidas en Instantáneas (Anagrama, 2020), su último libro publicado en nuestro país, van en esa línea literaria suya que viene de lejos, la de reflejar los destellos cotidianos que van sucediéndose en sus viajes, en sus lecturas y en las reflexiones de los instantes vividos o sobrevenidos desde el recuerdo.

Este es un libro recopilatorio de pequeños textos publicadas en el diario Corriere della Sera desde abril de 1999 a julio de 2016, un variado reportaje en el que el autor de Danubio (1988) hace hincapié, con su punto de vista, en el detalle concreto o en algún asunto simbólico de carácter histórico cuyo conjunto revela una denuncia o un apunte social. Uno, leyendo estas esquirlas de su genialidad creativa, asiste a un fresco luminoso de la realidad contemporánea en el que la agudeza de su autor también denota melancolía y desencanto, solapados bajo un sabio tono burlón, con sensibilidad suficiente para contarnos, en unos breves trazos, lo que está presente en la ciudad, en el ambiente, o en el discreto curso de los días.

Magris nos muestra el mundo que lo rodea como espacio compartido. No importa si el fotograma que le lleva a la reflexión lo motiva una situación ingrata o feliz, una anécdota insignificante o, al contrario, elocuente y rebosante. Ya sea un festín caníbal protagonizado por unas palomas en una fuente de una plaza; una taberna donde se habla de la guerra; una sala en Budapest donde se celebra un congreso literario; un momento insólito protagonizado por una visitante en la galería de Leo Castelli en Nueva York; una airada discusión de pareja; los banqueros de los que se descubren sus prácticas ocultistas y satánicas; una modelo rusa que mata de una cuchillada a un perro callejero que amenazaba a su mascota... Son muchas escenas en las que su mirada perspicaz trasciende a un simbolismo social, mundano y político.

Muchas anotaciones del libro forman parte de la historia misma de Trieste, así como también hay evocaciones de personajes de la historia y la literatura centroeuropea, como la referida a Thomas Mann cuando nadie le avisa del estallido de la Segunda Guerra Mundial mientras se hallaba ajeno, encerrado en su escritorio; o la anécdota de Sissi emperatriz y los poemas que decía susurrarle en secreto Heine, a través de un médium. Lo dicho: un amplio reportaje de momentos perdurables que van de lo aparentemente irrelevante a la crónica sagaz protagonizada por gentes que pusieron sus señas de identidad en el devenir de la historia.

Magris es un pensador sin fronteras que bien sabe que la escritura y la lectura tienen esa particularidad de trascender desde lo particular a lo universal. En sus Instantáneas encontramos reflejado ese trayecto y espíritu en el que la actualidad y la vida se dan cita estando muy presentes en sus escritos. En estas crónicas, escritas con provocación y destreza, hay una voz que infiere en el lector dándole el material y el rescoldo necesarios para prender su curiosidad y entendimiento.

Por eso nos interesa Magris, porque sabe cómo expresar la utilidad de su experiencia intelectual y sentimental, incluso en textos mínimos. Este es un libro que se lee con deleite, un libro cargado de inteligencia y sensibilidad, que apareja un compromiso de perseverancia por los detalles de la vida. Jugoso.