martes, 2 de diciembre de 2025

Desolladura y larvario


Termino de leer esta perturbadora novela de Fernando Parra (Tarragona, 1978), Herida y ventana (Funambulista, 2025), y llego a la conclusión, tras releer también los subrayados marcados por mí conforme avanzaba en su lectura, de que la palabra, la literatura, no tienen porqué hacer el papel de terapia para quien la lleva a cabo. Al contrario, diría que más bien parece que la escritura solo puede surgir cuando el trabajo ya está hecho, o al menos una parte del trabajo que consiste en salir del túnel. «No se escribe con las propias neurosis –nos recuerda Deleuze–: La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, bloqueado. La enfermedad no es un proceso, sino detención del proceso».

En Herida y ventana encontramos motivos para decir que quien escribe esta historia lo hace porque ya salió del infierno. Y, justamente, por eso, es capaz de escribir y contarnos que la ficción no solo puede aventurarse por el territorio de lo indecible, sino que el testimonio es una buena herramienta narrativa y de análisis. Y si esa herramienta está bien afilada, llega al hueso. Y cuando llega al hueso, la literatura se abre paso. Es lo que le ocurre al protagonista y narrador de esta novela dantesca, emotiva y burlona, que se dispone a llegar al tuétano, sin importarle mostrar que también es un rehén de sus sombras, de sus desolladuras. Con soplos de ironía, trata de explicarse así mismo que todo está en la realidad vivida, y que esa realidad está en uno mismo, como un larvario que no cesa de manifestarse, de reflejar sus síntomas.

Este libro de Fernando Parra toca la piel del lector y la traspasa. Y lo hace de manera intensa. Muchas veces lo hace de forma desgarradora, otras gozosas, apelando al amor, pese al desajuste que provoca una depresión. Así se las gasta el protagonista de esta novela, un profesor de instituto de baja laboral por depresión, dispuesto a relatarnos sus confidencias vitales. Lo hace lejos de su casa, encerrado en el cuarto de una casa de sus abuelos, en un pueblo de la serranía andaluza, ensimismado y rehén de sus sombras, pero con el propósito de liberar esa vida en suspenso que lleva: “A veces –nos cuenta– no resulta fácil discernir hasta qué punto una experiencia fue lo suficientemente traumática como para elevarla a la nobleza y respetabilidad de un libro, como tampoco si ese testimonio, pretendidamente edificante, resulta necesario o útil para la sociedad que lo recibe”.

El encierro se convierte en percutor de su retiro forzoso, lugar propicio donde revisar y liberar la anomalía de su estado. Escrito en primera persona, la novela nos adentra en una crónica en la que el narrador se observa y se disecciona con crudeza, como espejo del propio autor. Consciente de que nadie quiere a un triste a su lado, el protagonista trata de enderezar su relato hacia un punto más cálido que rescate también recuerdos de momentos felices compartidos con su pareja Bea. Conforme avanza la novela, vemos cómo el narrador evoluciona desde su derrotismo y vacío hasta un proceso de reflexión y autoconocimiento, volcado en la escritura del libro, con la idea de conectar y entendérselas con sus seres queridos. Y así lo expresa: “porque necesito que lo lean las personas que amo, porque es mi forma de celebrar su amor y pedir perdón y dejarles algo”.

Conforme se va haciendo más palpable su determinación, nos percatamos de que la narración se convierte en un tránsito íntimo de autoconocimiento y redención, que se evidencia en la manera en que el narrador se mira y se examina con templanza, para intentar recomponerse y encontrar una salida a su desasosiego interior: “Recuperar una vida es volver primero al mundo de las cosas pequeñas”, subraya. Y así podemos resaltar que este viaje introspectivo, tan emocional y arremetido por la memoria, por la propia escritura, alcanza al individuo y a su propio entorno familiar. Este discurrir conforma el fundamento del relato y el sentido de su verdadero impulso narrativo.

Si no tuviera la intención el narrador de decirse así mismo lo que trata de explicar, de entender ese mundo suyo que precisa no solo atención, sino arrojo, no le hubiera valido la pena su proceder. Pero entonces, el narrador hace valer el espíritu de la Divina Comedia, muy presente en su estructura a lo largo del libro, para dejar ver que toda vida es un tránsito que conlleva aprendizaje, un deambular sobre el presente y el pasado de la propia filosofía mundana que desborda nuestra patente insuficiencia, marcada por las heridas que vamos acumulando en el transcurso de nuestras vidas, vida que es más grande que nosotros mismos, y, justamente por eso, ofrece ventanas que nos permiten escapar de todo aquello que nos perturba.


No me andaré con rodeos antes de acabar, porque lo que me importa destacar de este libro es su hondura, lirismo y belleza, sin olvidar que estamos ante una historia desgarradora y humana, un relato de prosa ágil que toca el amor y los abismos del alma, una novela habitable y llena de sentido, que se despliega con palabras justas, que atrapa por la verdad que encierra, que en la literatura no es más que ese punto de vista que brilla por sí solo. Herida y ventana conmueve, y es así, precisamente, porque Fernando Parra lo hace con voz propia, verdad y vida.

martes, 25 de noviembre de 2025

Digerir el mundo


El primer elemento con el que se encuentra un lector cuando empieza un poemario es la voz de quien habla, susurra o canta entre verso y verso. Esta voz nos va a acompañar desde el primer poema hasta el último que cierra el libro, y nosotros, los lectores, debemos reconocerla y creer en ella. Como mínimo, debería hacernos sentir algo que nos permita labrarnos una opinión concreta sobre su idiosincrasia y mundo simbólico. Son sus palabras, su ritmo y disposición las que nos van a aportar, de inmediato, detalles, imágenes y emociones sobre su creación poética; todo al unísono, bajo un conjuro, tal como ocurre cuando paseamos por la calle y alguien se pone de repente a contar batallitas de estados emocionales en una esquina.

Es fácil quedarse atrapado por la voz poética de Marina Tapia (Valparaíso, Chile, 1975) de lo que evoca y vislumbra en sus versos sobre sus recuerdos de infancia, lugares habitados e identidad femenina. Todo ese mundo suyo de emociones y vivencias airean con sencillez y naturalidad una conciencia ética. Su poesía emerge desde la tensión experimentada, vista y sentida al propio tiempo que el poema inicia su viaje o descubrimiento: /Busco la voz que escale a lo callado/, dice la poeta en Cantaora, uno de los ciento cincuenta y cuatro poemas reunidos en Mixtura (Averso, 2025). Esta antología personal, editada con primor y mucho gusto, aparece como una vista panorámica de la trayectoria poética de Marina desde 2013 hasta 2024, un recuento de su trabajo creativo en el que despunta la naturaleza, el erotismo, el amor y el vínculo errante de vivir y estar en el mundo.

Mixtura es una antología que pone al lector frente a una exposición de poemas en el que el yo lírico se deja ver en el tiempo, desde su estado de entusiasmo e inspiración, hasta de éxtasis y fervor por la naturaleza. Esa actitud de asombro y señuelo ante la naturaleza está muy presente: /El bosque siempre guarda habitaciones/, sostiene el verso final de Salvaje; /He encontrado mi voz / en el murmullo amplio y colectivo / del río, del sendero / hacia los bosques./, confiesa en otro poema. En Marina, la poesía está totalmente despojada de retórica, y la metáfora nunca impide ver la vida, antes bien, se pone a su disposición.: Yo vine para esto, / para regocijarme en el avance, / para encontrar mi voz de nervadura, / para llegar un día / al lecho de la tierra que transforma.

No me olvido en resaltar la condición e identidad femenina que conforma el modo de vida propio de la poeta, así como su fascinante juego intelectual y erótico por el que transita con destreza lo dicho y lo callado de su poesía. En El relámpago en la habitación, quizá el poemario más espiritual, erótico y sensual de su producción, encontramos versos y cantos propicios que van no solo más allá de su significado aparente de realidad íntima, sino de realidad trascendida: Escucha, / la lujuria / es santa, / no te pierdas / el goce de saberte un animal. En El deleite, otro poemario que pone en alza los sentidos, el resurgir erótico de estos y su cartografía, como muestran estos versos de su poema El tacto, tan evocador y emotivo: Soy la miga de pan que retiene tu mano, / que dan forma tus dedos / (con un gesto aparente de calma) / y al ritmo sostenido del amor.

También está presente en la antología algunos de los poemas de Islario, un libro del que guardo una grata estancia lectora, que le valen a Marina para otear paisajes vívidos y razones para rememorar sus ecos y confluencias. Tiempo, amor, memoria, paraísos anhelados, destino, señales y vestigios, son temas recurrentes en su poesía, en la palabra como hacedora de mundos, como así refleja estos versos del poema Certeza: Soy el recorte vivo de un recuerdo que nunca sucedió. / Pertenezco a esa tierra que atrae / solamente a las voces perdidas. En esos encajes, entre palabras y estados de ánimo, se sustenta de alguna manera todo el sentido de lo que uno percibe de la poesía, y sucede, en verdad, cuando se tocan la vida reflejada de quien la escribe y de quien la lee. Marina es fundamentalmente una observadora del mundo que pisa, y de sí misma, una poeta encariñada con el paisaje y su memoria de donde, a su entender, parte todo.

La poesía de Marina Tapia, “de palabra vivida y significada, poeta de la tierra y el amor”, como recapitula Juan José Castro Martín en el prólogo del libro, transmite humanidad, ternura y arrobo. Su poesía no se aleja en ningún momento del pálpito de las palabras, del estremecimiento que suscitan y de sus significados. En estos encajes, entre palabras y estados de ánimo, diría que su poesía no hipnotiza, más bien despierta y busca instalarse dentro del lector: Me doy / pero me guardo, / he ahí mi mercancía. / Dejadme que conserve / algún secreto / furioso / entre los dientes. / Por lo demás, leedme sin piedad.


Esta antología personal atesora agudeza y un río de buenos poemas. Marina Tapia firma un jugoso compendio de su itinerario vital y creativo, ámbitos bien esparcidos a lo largo del volumen, como testimonio propio de su quehacer y de su pasión por la poesía. Solo me queda añadir que Mixtura despierta la sensibilidad que todos llevamos con nosotros mismos. Si la poesía importa no es por otra cosa que por saber que tiene algo distinto que ofrecer, algo tal vez más admirable, estético y sorprendente por desvelar e interiorizar, pero no por ello menos cierto o enigmático. Por eso nos gusta la poesía. Y nos seguirá complaciendo, sin tener que acudir a destacarlo con el énfasis artificioso de antaño.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Llámame Homero


Inimaginable sería querer agotar el rastro de la Odisea en la literatura moderna. El material homérico es infinito y su catálogo ingente. Casi doscientos años antes, Shelley, el gran poeta romántico inglés, dijo lo siguiente: «Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen su raíz en Grecia». Imposible decirlo mejor y con menos palabras. Por otra parte, podemos afirmar que el conocimiento de los mitos griegos puede llegar a ser más útil para entender lo que nos rodea que cualquier libro de sociología reciente y vanguardista, porque estos mitos, ciertamente, han superado sus casi tres mil años de vida sin perder frescura, vigor y vigencia. Los griegos no solo han sido grandes maestros en filosofar, sino que, sobre todo, son nuestros compañeros de viaje.

Toda literatura que se precie ha sido siempre alegórica, como sostiene Chesterton: «alegórica de alguna visión del universo en su conjunto. La Ilíada es grande solo porque toda vida es una batalla, y la Odisea porque toda vida es un viaje». Y por eso mismo, los lectores, a través de la literatura, tratamos de comprender que toda vida es a la vez una lucha, un viaje y un enigma para comprender muchas cosas más, aunque quizá nunca lleguemos a resolver el enigma. No cabe duda de que los poemas de Homero, como bien señala Alberto Manguel en su libro El legado de Homero, se convirtieron en textos canónicos que ofrecían una visión cosmopolita de los dioses y los héroes, constituyéndose en un mundo que uno no puede estudiar sin sentirse dentro del compendio de todo un cosmos literario universal.

Para el escritor Castro Lago (Cádiz, 1972), licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura, este cosmos literario griego sigue vivo en nuestros días, y persiste desde tiempo inmemorial. Ítaca sigue viva y rediviva. Y en ese sentir y trayecto fluye su reciente novela Reyes de Ítaca (Tres hermanas, 2025), una mirada clásica, humana y poética sobre esa fuente homérica inagotable que consiste en acometer los viajes por mar, de atenerse al proteccionismo de los dioses ante la desconfianza que tenemos a la autoridad, al culto al ego, a la curiosidad y al placer. Más allá de estas características, el libro destaca la disposición de los griegos a no perder el orden, aunque siempre abiertos a nuevas ideas. Admiraban la excelencia de las personas de talento, su sagacidad y espíritu competitivo.

Reyes de Ítaca es una novela que reimagina la Odisea, desde una perspectiva singular y humana, centrada en los personajes de Ítaca, tras la larga ausencia de Odiseo durante veinte años. Está concebida como una historia de amor y de acción, sin olvidarse de los entresijos de unos pretendientes que compiten entre sí para ser acreedores del beneplácito de Penélope que, por mucho que lo intenten, continúa impertérrita y confiada en la vuelta de su esposo. Castro Lago promueve en cada uno de sus veinticuatro capítulos, que se corresponden con las letras del alfabeto griego, una reflexión de partida, una antesala que pretende despertar en el lector el interés por el discurrir que se avecina, ya sea para explorar temas del deseo, de la memoria y de la identidad, así como del regreso a casa, con la isla de Ítaca como escenario, donde la confrontación con el destino es permanente.

Castro Lago aboga por rescatar a personajes legendarios en una historia que, como subraya en su inicio el narrador de la misma, “sucedió en una época en la que podría parecer que todo permanecía como en la estación anterior, aunque, en realidad, era todo lo contrario: los cambios llegaban, pero con tal sutileza que ni las palabras, ni las personas, ni los dioses parecían transformarse. Ni siquiera los nombres”. Por todo ello, el autor pone como punto de inflexión en la trama y contexto de Reyes de Ítaca el transcurrir de dos décadas desde la partida de Ulises a Troya, y cómo la situación en Ítaca es de una incertidumbre constante motivada por la incertidumbre de su vuelta a casa. Por otro lado, Telémaco no recuerda para nada a su padre y Penélope se está viendo obligada a considerar un nuevo matrimonio, mientras que su suegro Laertes sufre de demencia. Mientras tanto, en medio de este ambiente enrarecido y nada complaciente, un forastero desembarca en la isla. Su presencia desencadenará el devenir de la novela hasta sus últimas consecuencias.

No sería descabellado afirmar que Reyes de Ítaca es una Odisea revisitada, una novela que no pierde su corte clásico, de amplitud y de libertad épica, pero más centrada en los conflictos y luchas de sus personajes, más que en los elementos sobrenaturales, más perfilada en sus egos, deseos y confrontaciones, sin que la intervención divina dé lugar a cambiar el destino al que se enfrentan sus protagonistas. Por otro lado, explora, especialmente su escenario: Ítaca, como contorno histórico fundamental donde sus habitantes se encuentran con la verdad cotidiana de sus vidas, seres que buscan el sentido de pertenencia y destino, sin olvidar los dos elementos imprescindibles para alcanzarlo: la memoria y el relato.


«¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea?», se preguntaba Italo Calvino en su memorable libro Por qué leer los clásicos. Castro Lago toma esto en consideración, y lo hace con un asombroso principio de libertad y concordia encomiables. Porque en Reyes de Ítaca traza un horizonte de luz reflejada y escudriñadora, frente a lo ya sabido, dejando ver la vulnerabilidad de su héroe Ulises, más humanizado aquí, dispuesto a pasar página, consciente de su estado físico. Ese es el envite e impulso narrativo que mantiene el libro desde el inicio hasta el final, un relato vívido, ameno y de prosa fluida, en el que el narrador posa sus dedos “sobre las letras de otros”, para que el mito perdure y el lector disfrute de su presencia, porque los mitos nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Es lo que los hace perdurables.


viernes, 31 de octubre de 2025

Hilo y aguja para coser


Toda literatura amplía nuestra capacidad de comprender cómo piensa otro ser humano, pero si es buena, trae al mundo algo en lo que antes no se había reparado. Una nueva dimensión. Después de leer a un buen escritor, como ocurre cuando uno lee a Jon Fosse (Haugesund, Noruega, 1959), el mundo no parece el mismo, muestra otras realidades. Me gusta una cita de Derrida que el propio escritor escandinavo suele mencionar, y que dice así: «Lo que no puedes decir, debes escribirlo». Creo, como lector, que, para un buen escritor, sin duda, eso es posible. La escritura es testimonio, fuga, memoria, herida, salvación. Por eso mismo, el deber de la literatura es la aspiración a expresar algo de ese todo que, de otra forma, no se habría podido expresar. A este respecto, sostiene Fosse que “la sociología, la filosofía o la economía pueden enseñarte mucho del ser humano, pero todas estas ciencias no entran en el secreto de la vida. Creo que sólo el arte, en cierto modo, puede hacerlo”.

Bosques, fiordos, lagos, nieve, abrumadora y bella naturaleza nórdica, tan salvaje y dura como escasamente consoladora y relajante, son el persistente e invariable paisaje de fondo que envuelve las novelas de Jon Fosse. Diría que, como gran observador de la vida, solo necesitara un poco de esa realidad que le rodea para escribir una historia enigmática, inquietante e hipnótica, fruto de su imaginario, para atraparnos. Dos buenos ejemplos de este sentido literario suyo, de irreductible singularidad, lo encontramos en Blancura (2023) y Ales junto a la hoguera (2024), dos novelas contadas de forma directa, que proclaman un lenguaje sencillo, a modo de diálogo interior en busca de entendimiento de las cosas importantes: la vida, la soledad, el discurrir de los días, las experiencias sensoriales, la exploración del amor y su carencia.

Con su novela Vaim (Random House, 2025), primera obra escrita tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 2023, Fosse marca el inicio de una trilogía ambientada en la ciudad ficticia de Vaim, inspirada en los paisajes del oeste de Noruega. Con esta historia, bajo la traducción de Cristina Gómez Baggethun y Kirsti Baggethun, vuelve a sumergirnos en el ambiente nórdico, tan recurrente en su imaginario, siguiendo en esta ocasión la estela de su protagonista, Jatgeir, quien parte desde su pueblo de pescadores para comprar aguja e hilo en Bjørgvin, pero se enfrenta a unos precios desorbitados y vuelve, contrariado, a su barco. En una aldea, le sorprende la aparición nocturna de Eline, su amor juvenil, quien ha dejado a su marido y pide regresar con él a Vaim, la población que abandonó hace tiempo. Vaim está concebida como una trama que resalta e ilumina diferentes facetas de un mismo enclave geográfico y de sus personajes.

Fosse parte de este hecho, de apariencia insignificante, para arrancar su historia, bajo un hondo poso de belleza narrativa, capaz de envolvernos y hacernos reflexionar, a través de un sencillo cruce de acontecimientos, sobre cómo el pasado y las decisiones marcadas por el deseo alteran la vida en esta pequeña población de Vaim. De igual forma, aquí se explora la muerte y los triángulos amorosos afectivos, mostrando cómo lo casual puede redefinir por completo unas vidas enteras. La novela se centra en el reencuentro entre Jatgeir y Eline y, sobre todo, en destacar la importancia del azar en el destino y cómo este se confronta con el pasado. La condición humana, el amor y la muerte se confabulan aquí y conforman el trayecto narrativo de esta apasionante historia que ahonda en lo insólito y fortuito, que marca frontera entre lo que vivimos y lo que anhelamos.

Con un comienzo sorprendente in media res, Fosse nos empuja a entrar en un relato ya en marcha para ponernos sobre aviso: “Ea, dije, ya estamos aquí, dije, y me acaricié la barba, esta barba encanecida, porque joven desde luego ya no era, pero viejo tampoco, entrado en años quizá podría decirse...” La novela responde a un desencadenante narrativo estructurado en tres capítulos, cada uno de ellos promovido por un monólogo interior salpicado de breves diálogos. La habilidad narrativa de Fosse nos va envolviendo con suma fluidez, con esa capacidad de poner sencillez al nombre exacto de las cosas que hacen poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de manera que parece imaginar lo que nadie ha imaginado y, sobre todo, decirlo como si nadie lo hubiera dicho así, tan sencillo, nítido y elocuente.


Es así como Fosse refleja su literatura y nos interpela, inmiscuyéndose en la cotidianidad, en la fuerza del paisaje, convertido en catalizador de las pasiones y dilemas de los que lo habitan. De tal manera que es así como nos impele a descubrir lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y sencillo. Su escritura leve, pero a su vez, densa y transparente, hace sentirnos que dice más de lo que dice, infinitamente más, mediante el ritmo, sí, el ritmo, porque en él está todo el encanto de su narrativa.

Fosse así lo hace, con naturalidad y frescura, con la destreza de no tener que utilizar apenas puntuación, casi sin adjetivos y, lo más importante, con un ritmo tan vívido, que deja al descubierto una escritura convertida en prosa fluida y minimalista. Vaim es un libro que lleva su sello inconfundible: cadencia formal, emoción, musicalidad, ritmo sostenido y trepidante, un relato dispuesto en un solo párrafo de principio a fin, una novela, en definitiva, vibrante, que atrapa desde sus primeras líneas hasta un final de sutil melancolía.


viernes, 24 de octubre de 2025

Escribir para responder


La literatura tiene mucho que ver con este aserto. Porque responder es ponerse a escribir y estar dispuesto a oír voces. Por eso mismo, conviene tener presente que la literatura se aprende también desde el oído. Por otro lado, tiene que ver bastante con el reconocimiento de los demás o de la propia soledad, territorio íntimo donde se fragua lo que podemos hacer, lo que podemos ser, lo que deseamos y lo que no. La vida reflejada en los libros viene a ser esa referencia inexcusable e inasible del mundo que nos rodea, esa mirada que se engancha con todo lo que surge alrededor de quien la protagoniza, estableciendo un diálogo, silencioso muchas veces, pero en el que se traduce siempre el sombro y la lectura de lo que somos, de lo sabido, de lo aprendido con los años, de lo insólito y de las muchas respuestas no dadas.

Escribir es siempre un ejercicio de incertidumbre. Algo a lo que todo escritor, de forma inevitable, se enfrenta con cada frase que va apareciendo en el espacio en el que escribe. La literatura y la vida, y viceversa, van así de la mano, expuestas la una con la otra para ser interpeladas. La escritura de Jordi Doce (Gijón, 1967), poeta, ensayista, crítico y traductor, encarna todo ese ejercicio vital sentido por la literatura y la vida que, para él, tiene que ver con conectar con cierta longitud de onda que emana de uno mismo. Y a este respecto, matiza, como deja escrito en Perros en la playa (2011), un extraordinario libro de notas, apuntes y aforismos, que, además, “hay que apartarse un poco del yo y orientar la antena en su dirección. Por eso el que escribe no es yo, sino quien le escucha, y por eso lo escrito no es el relato del yo, sino del otro, de ese que lo transcribe, que escribe al dictado en medio del tumulto cotidiano. Y, por si fuera poco, resulta que ese no siempre es el mismo”.

Y a todo esto, en su nuevo libro, La insistencia (Pre-Textos, 2025), el poeta viene a decirnos que la vida corre y vuela, con sus contrariedades pequeñas, medianas y realmente grandes, las que suceden cada hora, cada día de la semana, con sus esperanzas e incidentes, pobladas de sorprendentes conjuros, paradojas y espacios vacíos: “Los descampados de la mente. Los conozco muy bien. Ya pasaba por ellos cada día rumbo al colegio”, escribe. Doce escoge un formato literario misceláneo de textos discontinuos, muy propio de su quehacer literario, de líneas o párrafos sueltos y arropados por espacios en blanco que invitan a que cada cual lo reinterprete o amplíe. Su libro es un semillero de pensamientos que promueve una escritura en la que el contenido y el lenguaje utilizado para expresarlo forman una unidad inseparable de la realidad y del mundo, pero advirtiéndonos de que “la actualidad es una trampa; se sale de ella a fuerza de presente”.

El autor presenta un cuaderno de notas escrito entre marzo de 2022 a marzo de 2024, en el que traza, además, un hilo de supervivencia que le mantuvo en lucha durante dos años de ventisca personal. Todo el libro responde a un trabajo de escritura, convertido en cuaderno de campo, en reflexiones ensayísticas, notas sueltas y aforismos, sin ningún tipo de jerarquías, que le hizo compañía durante un periodo difícil, convertido, a su vez, en una necesidad de rebeldía, de búsqueda de respuestas desde lo más íntimo, casi desde la oscuridad, según vamos leyendo, como un mecanismo de protección y de desacato ante contratiempos vitales y de vacío al que alude sutilmente en la nota final del libro. Así lo comparte, como destino y aprendizaje en este aforismo tan luminoso: “A estas alturas del camino, lo que no se hace esperar nos da esperanza”.

Sin embargo, La insistencia de Jordi Doce deriva por sí misma hacia otros reclamos, a modo de revoltijo fragmentario del día a día, bajo ese saber mirar, de estar en el mundo que distingue al poeta, como resistir a los temporales de la vida, sobreponerse al dolor que causan y escribir, como contrapunto, consciente, en busca de respuestas frente a lo indecible. El libro se implica también en ofrecer una mirada más amplia sobre otras cuestiones importantes del momento que vivimos: el ecocidio, el nuevo orden tecnofeudal establecido, la defensa necesaria de la libertad individual ante los excesos del poder, el pensamiento crítico y otros temas, como la importancia de los libros, la soledad, la épica de asumir que “vivir es ir acumulando territorios vedados”.

Las claves de este jugoso libro se encuentran en la propia vida, en la mirada sencilla, pero disidente que arremete sobre lo sentido y lo vivido para asumir que los elementos esenciales de la vida cotidiana de cualquiera pasa inexorablemente por lo aprehendido, por la experiencia, y, todo esto, supone vivirla bajo una cosmovisión personal de afectos, vislumbres y entereza. Aquí también se citan mucha lecturas, aunque sobresale la antorcha luminosa de El Quijote por encima de todas. Otros artistas recalan igualmente y se dejan ver entre sus páginas como Alejandra Pizarnik, Hannah Arendt, Cavafis, George Steiner, Antonio Gamoneda, Edward Said, Robert Graves, Tsvietáieva, William Blake o W. B. Yeats, afilando lo que el poeta expresa y trata de decirnos.


La insistencia es un libro impregnado de luces y silencios, en el cual escritura y vida se arremeten, apelan entre sí, un libro que se lee a sorbos, una lectura que nos lleva sin rumbo cierto, pero con tanteos y reflexiones que aspiran a explicarnos o a entrever esa red de sentido que hay detrás de las apariencias, un paseo circular sobre lo que conforma el día a día de nuestras vidas, sujeto a los vaivenes de las luces y sombras del destino, del paso del tiempo de nuestro ser, de nuestro estar en el tiempo. Podría sintetizar la lectura de este admirable libro de Jordi Doce en los mismos términos que hace de su lectura el poeta León Molina, y así lo hago y subrayo: “Inteligencia y sensibilidad unida a la finura del pensador y poeta, expresado en un lenguaje diáfano, fluido y elegante”. Un libro, en definitiva, de vuelo filosófico que dice mucho sobre la insistencia en vivir.


jueves, 9 de octubre de 2025

Sumisión muda


Estamos hechos de azar e incertidumbre, de inconfesables secretos, de deseos imposibles, de recuerdos y de silencios. Uno no escoge sus raíces, ni el seno familiar que le ha tocado en suerte, pero escoge, una vez asimilados, aceptarlos o rechazarlos, separarse y mirarse en ellos para entender que lo mejor es irse a otra parte, a otro lugar, lejos de un padre opresor que provoca desconcierto y sometimiento, en busca de un destino más propicio que le sirva de liberación y tantear una nueva vida. Cuando todo se manipula y pervierte en el hogar de una familia, lugar que, de puertas para adentro, goza de una permisibilidad portentosa y sin control, cabe preguntarse: “¿Es posible abandonar a los padres? O, mejor dicho, ¿podemos sustraernos a ellos, quitando sencillamente nuestro cuerpo de en medio con un gesto rotundo y definitivo?”

Vivir acompañados de esta inquietante presencia de hostigamiento y de vacío, ¿esto es existir? No se puede vivir sin la esperanza de que algún día sea uno escuchado por otro. Desearlo es afirmar la vida, decir sí a la vida. El deseo del narrador de El aniversario (Anagrama, 2025), del escritor Andrea Bajani (Roma, 1975), obra galardonada recientemente con el prestigioso Premio Strega, y traducida bajo el cuidado de Carlos Gumpert, surge, precisamente, de una enmienda a la totalidad, de esa pregunta abierta de abandonar la contienda familiar por un ser escindido, cuyo mundo ya no coincide con su vida, y que, después de diez años, decide contarnos por qué dijo adiós para siempre, tras una comida familiar intrascendente, dando un portazo al infierno doméstico que vivió y padeció junto a su madre y a su hermana, bajo el yugo imperativo del padre, como única salida viable de salvarse él.

Bajani es un autor versátil que ha publicado cuentos, reportajes, obras de teatro y novelas como Saludos cordiales (2005), Mapa de ausencia (2007) o El libro de las casas (2022). Vuelve ahora al género que, según él, más le sacude literariamente para narrar los preámbulos y la decisión tardía de un hijo por romper con su familia, marcada por un padre dominante y una madre sumisa y silente. El aniversario es una novela que cuestiona y zarandea el tabú de los lazos de sangre. Destaca por su tono íntimo y colectivo, su honestidad al exponer sin tapujos la violencia patriarcal y el férreo control familiar que impone. Al propio tiempo, es una historia que apela, como un clamor, a la autoprotección y a la liberación, por medio de una prosa persuasiva, clara e implacable. La novela se centra en los detalles que el lector irá conociendo a través de la voz narrativa de un hijo que no sabemos su nombre, pero que está inclinado por tomar la decisión drástica de alejarse de una vez por todas de su familia. Salir de aquel núcleo dominado por un padre autoritario y una madre, cuyo silencio y sumisión marcan la dinámica del hogar, ese es el fin último perseguido.

Mi madre –dice el hijo– era más fuerte que mi padre y, en el fondo, le ganó la partida. Y perdió la de la vida. Mi padre convirtió en polvo y escombros todo tipo de vínculos, fueran familiares o no. Convirtió la vida de su mujer en un desierto sin vida en el horizonte. Solo que ella era la única capaz de habitar ese desierto, la única que había expresado una renuncia tan total, tan definitiva, a todo”. Este retraimiento consciente hace que el acto de ruptura surja de la necesidad de liberación, de historia colectiva, también, algo que el propio autor quiere dejar ver para desentrañar las dinámicas de poder y el peso de la herencia patriarcal en el seno familiar. En esa misma perspectiva cabe destacar esta otra observación sobre los malentendidos entre los padres de esta historia: “él quería que ella no fuera nada para poder ser él algo, y ella no quería ser nada porque ser nada al menos era algo”.

Andrea Bajani plantea en su novela la pregunta de por qué no se pueden romper los lazos familiares de la misma manera que se deja una relación abusiva en otros ámbitos de la vida, desafiando la idea de que la sangre no es un vínculo inviolable que nos encadene. Por otro lado, la presencia ausente, casi muda, de la madre, una mujer sumisa y ninguneada, es una figura fundamental para entender la dinámica existencial, el comportamiento de la familia y el dolor del narrador. Aunque está escrita en primera persona, es una historia de conciencia colectiva, como también, una novela política, de autoprotección, de necesidad de liberar ataduras, incluso si estas implican un doloroso alejamiento y abandono de los padres.

En El aniversario hay vida sesgada, vida interrumpida, que corta, hiere y contradice la vida echando por tierra lo que parece impensable en pos de una vida nueva. De acuerdo con la historia aquí escrita en diecinueve capítulos incisivos, feroces y reveladores, lo que se cuenta realmente no es solo un retrato familiar, quebrado de afectos, sino un ajuste de cuentas que combina el malestar existencial con una voluntad de liberación necesaria, que, además, es una estupenda incursión al epicentro del hogar en la que se postula que hay verdades en el seno familiar que claman por salir de su escondrijo, muchas, que dejan al descubierto la sumisión muda de sus miembros.


Una novela, en suma, en la que Bajani llega a consumarla con la reconciliación de su protagonista con su propia historia convertida en testimonio, fuga, memoria, herida y salvación, una forma de resistencia y redención de su vínculo familiar, ese que nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas y al que todos estamos obligados a proteger, pero que aquí, finalmente, salta por los aires.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Lugar y escritura


Si pudiéramos establecer una teoría del viaje, o mejor dicho, una poética de la geografía de los lugares que visitamos o en los que residimos a lo largo de nuestra vida, nos exigiría poner la memoria a tope para soltar amarras. Emoción, afectos, entusiasmo, asombro, sorpresa y alegría todo se mezclaría en el ejercicio de recordar y trasladar en escritura aquello de lo que somos portadores. La experiencia y la imaginación se conjugan en el recuerdo, se confabulan con la certeza de estar frente a uno mismo incesantemente, porque todo viaje y toda estancia velan y desvelan una reminiscencia. Uno mismo, ese es el gran asunto del viaje. Uno mismo y nada más. O poco más. Supone, en verdad, una experimentación que fija la propia identidad de quien lo lleva a cabo y su capacidad de advertirlo, como deja dicho Olga Tokarczuk: “cualquier viaje es, sobre todo, interior. A uno mismo”.

Geografía escrita (Candaya, 2025), el nuevo libro de Álex Chico (Plasencia, 1980) repara en su epígrafe eso mismo que apunta la escritora y ensayista polaca y, a su vez invita a cristalizar ese viaje interior aludido, para que cobre más sentido cómo el viaje gana con su paso por un trabajo de fijación, de comprensión y, sobre todo, de memoria emocional y travesía con palabras, para dejar por escrito experiencias y asombros vividos, de la manera más cabal consigo mismo. Por otra parte, como resalta Álvaro Valverde en el prólogo: “este libro encierra una verdadera enciclopedia. Es, digamos, una biblioteca circulante donde se suceden las lecturas que anteceden durante sus múltiples estancias por el ancho mundo. En resumen, lugar y escritura: dos caras de la misma moneda. Una misma «fe de vida»”. El libro reúne veintitrés crónicas o artículos escritos entre el 2015 y 2023 que fueron publicados en su mayoría en la revista Quimera, aunque algunos otros aparecieron en diferentes publicaciones, como Revista de Letras o Clarín, entre otras.

Uno encuentra sintonía y entendimiento con las palabras que por aquí aparecen, ya sean referidas a Praga, Salamanca, Plasencia, La Provenza, Buenos Aires, Londres, Tánger, Berlín, Iowa, Granada o La Habana, que interpelan y ponen de manifiesto esa carga sentimental que impulsa a escribir a Chico y que vivifican su literatura desde la propia estancia en cada ciudad, con algo de conjuro sobre el paso del tiempo, desde la soledad que representamos, mediante “una confederación de lugares”, que es lo que somos, según Pessoa. De cada sitio por donde deambuló encontramos vestigios de sus calles y de su ambiente, a partir de recuerdos y anotaciones, de obras y autores que nutren y conviven por toda esta geografía desplegada en el libro: “Somos los lugares que habitamos”, escribe.

Por aquí transitan el eco de escritores como Xavier de Maistre y su Viaje alrededor de mí, Clara Obligado con La biblioteca del agua, Julian Barnes con La única historia; La vida de Lazarillo de Tormes, también. Ricardo Piglia y su novela La ciudad ausente, así como Roa Bastos con El fiscal, Contravida o Madame Sui. Y muchos otros más que conforman un extraordinario catálogo de voces recurrentes citadas para resaltar historias de lugares reales, aunque también se escoren a territorios imaginarios cargados de vigencia y de literatura. Igualmente, encontraremos un despliegue misceláneo en el que irrumpen revelaciones, citas y aforismos sobre asuntos como la escritura, la lectura de los clásicos, el tiempo, el espacio y la memoria: “Porque una ciudad no solo se habita, también se imagina y se recuerda”, anota en uno de ellos.

En Geografía escrita convergen textos que rumian ese ámbito privilegiado de libertad por donde la verdadera literatura se da a valer. Por eso mismo, Chico le da la razón a Xavier de Maistre en que «nuestro cuarto es un encantador país de la imaginación». Deja ver incluso que a un escritor le basta con un cuarto para percibir el universo y le permita albergar nuevos mundos en miniatura. Y añade: “Sin salir a la calle, somos capaces de recorrer cualquier espacio, cualquier esquina y plaza que evoquemos”. No se olvida de proclamar y acudir a esa realidad literaria que conforma la propia esencia del ser humano con estas certeras palabras: “Estamos dentro de un lugar y estamos habitando nuestro propio interior”.


En estas crónicas, que también tienen mucho de diario íntimo y de ensayos fragmentarios, se condensan aprendizaje, reflexión y experiencia, bajo el sentir de un escritor vocacional, al que solo le interesa la revelación que aflora del propio desplazamiento, del acto de escribir, consciente de que “la literatura –como él mismo sostiene– se convierte así en un reflejo del territorio”, dicho también de esta otra manera: “uno no escribe al margen de lo que le rodea, porque lo que le rodea siempre acaba condicionando nuestra forma de entender el mundo”.

Geografía escrita es un diario itinerante, ameno e intenso que atrapa, un periplo sagaz y apasionante, en el que se entrelazan lugares y escritura, que desvela, en buena medida, los linderos por donde transcurre la concepción literaria de Álex Chico, los libros leídos y lugares pateados que nos hablan de él mismo. Por aquí, fluye vida y estancias, fundidas con la memoria y con la presencia de ciudades, que conforman un caleidoscopio errante, tan significativo, como literario. En resumidas cuentas, un libro de abundante luz y claridad para hacer un recorrido de lectura provechoso.