miércoles, 12 de noviembre de 2025

Llámame Homero


Inimaginable sería querer agotar el rastro de la Odisea en la literatura moderna. El material homérico es infinito y su catálogo ingente. Casi doscientos años antes, Shelley, el gran poeta romántico inglés, dijo lo siguiente: «Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen su raíz en Grecia». Imposible decirlo mejor y con menos palabras. Por otra parte, podemos afirmar que el conocimiento de los mitos griegos puede llegar a ser más útil para entender lo que nos rodea que cualquier libro de sociología reciente y vanguardista, porque estos mitos, ciertamente, han superado sus casi tres mil años de vida sin perder frescura, vigor y vigencia. Los griegos no solo han sido grandes maestros en filosofar, sino que, sobre todo, son nuestros compañeros de viaje.

Toda literatura que se precie ha sido siempre alegórica, como sostiene Chesterton: «alegórica de alguna visión del universo en su conjunto. La Ilíada es grande solo porque toda vida es una batalla, y la Odisea porque toda vida es un viaje». Y por eso mismo, los lectores, a través de la literatura, tratamos de comprender que toda vida es a la vez una lucha, un viaje y un enigma para comprender muchas cosas más, aunque quizá nunca lleguemos a resolver el enigma. No cabe duda de que los poemas de Homero, como bien señala Alberto Manguel en su libro El legado de Homero, se convirtieron en textos canónicos que ofrecían una visión cosmopolita de los dioses y los héroes, constituyéndose en un mundo que uno no puede estudiar sin sentirse dentro del compendio de todo un cosmos literario universal.

Para el escritor Castro Lago (Cádiz, 1972), licenciado en Filología Hispánica y profesor de Lengua y Literatura, este cosmos literario griego sigue vivo en nuestros días, y persiste desde tiempo inmemorial. Ítaca sigue viva y rediviva. Y en ese sentir y trayecto fluye su reciente novela Reyes de Ítaca (Tres hermanas, 2025), una mirada clásica, humana y poética sobre esa fuente homérica inagotable que consiste en acometer los viajes por mar, de atenerse al proteccionismo de los dioses ante la desconfianza que tenemos a la autoridad, al culto al ego, a la curiosidad y al placer. Más allá de estas características, el libro destaca la disposición de los griegos a no perder el orden, aunque siempre abiertos a nuevas ideas. Admiraban la excelencia de las personas de talento, su sagacidad y espíritu competitivo.

Reyes de Ítaca es una novela que reimagina la Odisea, desde una perspectiva singular y humana, centrada en los personajes de Ítaca, tras la larga ausencia de Odiseo durante veinte años. Está concebida como una historia de amor y de acción, sin olvidarse de los entresijos de unos pretendientes que compiten entre sí para ser acreedores del beneplácito de Penélope que, por mucho que lo intenten, continúa impertérrita y confiada en la vuelta de su esposo. Castro Lago promueve en cada uno de sus veinticuatro capítulos, que se corresponden con las letras del alfabeto griego, una reflexión de partida, una antesala que pretende despertar en el lector el interés por el discurrir que se avecina, ya sea para explorar temas del deseo, de la memoria y de la identidad, así como del regreso a casa, con la isla de Ítaca como escenario, donde la confrontación con el destino es permanente.

Castro Lago aboga por rescatar a personajes legendarios en una historia que, como subraya en su inicio el narrador de la misma, “sucedió en una época en la que podría parecer que todo permanecía como en la estación anterior, aunque, en realidad, era todo lo contrario: los cambios llegaban, pero con tal sutileza que ni las palabras, ni las personas, ni los dioses parecían transformarse. Ni siquiera los nombres”. Por todo ello, el autor pone como punto de inflexión en la trama y contexto de Reyes de Ítaca el transcurrir de dos décadas desde la partida de Ulises a Troya, y cómo la situación en Ítaca es de una incertidumbre constante motivada por la incertidumbre de su vuelta a casa. Por otro lado, Telémaco no recuerda para nada a su padre y Penélope se está viendo obligada a considerar un nuevo matrimonio, mientras que su suegro Laertes sufre de demencia. Mientras tanto, en medio de este ambiente enrarecido y nada complaciente, un forastero desembarca en la isla. Su presencia desencadenará el devenir de la novela hasta sus últimas consecuencias.

No sería descabellado afirmar que Reyes de Ítaca es una Odisea revisitada, una novela que no pierde su corte clásico, de amplitud y de libertad épica, pero más centrada en los conflictos y luchas de sus personajes, más que en los elementos sobrenaturales, más perfilada en sus egos, deseos y confrontaciones, sin que la intervención divina dé lugar a cambiar el destino al que se enfrentan sus protagonistas. Por otro lado, explora, especialmente su escenario: Ítaca, como contorno histórico fundamental donde sus habitantes se encuentran con la verdad cotidiana de sus vidas, seres que buscan el sentido de pertenencia y destino, sin olvidar los dos elementos imprescindibles para alcanzarlo: la memoria y el relato.


«¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea?», se preguntaba Italo Calvino en su memorable libro Por qué leer los clásicos. Castro Lago toma esto en consideración, y lo hace con un asombroso principio de libertad y concordia encomiables. Porque en Reyes de Ítaca traza un horizonte de luz reflejada y escudriñadora, frente a lo ya sabido, dejando ver la vulnerabilidad de su héroe Ulises, más humanizado aquí, dispuesto a pasar página, consciente de su estado físico. Ese es el envite e impulso narrativo que mantiene el libro desde el inicio hasta el final, un relato vívido, ameno y de prosa fluida, en el que el narrador posa sus dedos “sobre las letras de otros”, para que el mito perdure y el lector disfrute de su presencia, porque los mitos nunca terminan de decir lo que tienen que decir. Es lo que los hace perdurables.


viernes, 31 de octubre de 2025

Hilo y aguja para coser


Toda literatura amplía nuestra capacidad de comprender cómo piensa otro ser humano, pero si es buena, trae al mundo algo en lo que antes no se había reparado. Una nueva dimensión. Después de leer a un buen escritor, como ocurre cuando uno lee a Jon Fosse (Haugesund, Noruega, 1959), el mundo no parece el mismo, muestra otras realidades. Me gusta una cita de Derrida que el propio escritor escandinavo suele mencionar, y que dice así: «Lo que no puedes decir, debes escribirlo». Creo, como lector, que, para un buen escritor, sin duda, eso es posible. La escritura es testimonio, fuga, memoria, herida, salvación. Por eso mismo, el deber de la literatura es la aspiración a expresar algo de ese todo que, de otra forma, no se habría podido expresar. A este respecto, sostiene Fosse que “la sociología, la filosofía o la economía pueden enseñarte mucho del ser humano, pero todas estas ciencias no entran en el secreto de la vida. Creo que sólo el arte, en cierto modo, puede hacerlo”.

Bosques, fiordos, lagos, nieve, abrumadora y bella naturaleza nórdica, tan salvaje y dura como escasamente consoladora y relajante, son el persistente e invariable paisaje de fondo que envuelve las novelas de Jon Fosse. Diría que, como gran observador de la vida, solo necesitara un poco de esa realidad que le rodea para escribir una historia enigmática, inquietante e hipnótica, fruto de su imaginario, para atraparnos. Dos buenos ejemplos de este sentido literario suyo, de irreductible singularidad, lo encontramos en Blancura (2023) y Ales junto a la hoguera (2024), dos novelas contadas de forma directa, que proclaman un lenguaje sencillo, a modo de diálogo interior en busca de entendimiento de las cosas importantes: la vida, la soledad, el discurrir de los días, las experiencias sensoriales, la exploración del amor y su carencia.

Con su novela Vaim (Random House, 2025), primera obra escrita tras recibir el Premio Nobel de Literatura en 2023, Fosse marca el inicio de una trilogía ambientada en la ciudad ficticia de Vaim, inspirada en los paisajes del oeste de Noruega. Con esta historia, bajo la traducción de Cristina Gómez Baggethun y Kirsti Baggethun, vuelve a sumergirnos en el ambiente nórdico, tan recurrente en su imaginario, siguiendo en esta ocasión la estela de su protagonista, Jatgeir, quien parte desde su pueblo de pescadores para comprar aguja e hilo en Bjørgvin, pero se enfrenta a unos precios desorbitados y vuelve, contrariado, a su barco. En una aldea, le sorprende la aparición nocturna de Eline, su amor juvenil, quien ha dejado a su marido y pide regresar con él a Vaim, la población que abandonó hace tiempo. Vaim está concebida como una trama que resalta e ilumina diferentes facetas de un mismo enclave geográfico y de sus personajes.

Fosse parte de este hecho, de apariencia insignificante, para arrancar su historia, bajo un hondo poso de belleza narrativa, capaz de envolvernos y hacernos reflexionar, a través de un sencillo cruce de acontecimientos, sobre cómo el pasado y las decisiones marcadas por el deseo alteran la vida en esta pequeña población de Vaim. De igual forma, aquí se explora la muerte y los triángulos amorosos afectivos, mostrando cómo lo casual puede redefinir por completo unas vidas enteras. La novela se centra en el reencuentro entre Jatgeir y Eline y, sobre todo, en destacar la importancia del azar en el destino y cómo este se confronta con el pasado. La condición humana, el amor y la muerte se confabulan aquí y conforman el trayecto narrativo de esta apasionante historia que ahonda en lo insólito y fortuito, que marca frontera entre lo que vivimos y lo que anhelamos.

Con un comienzo sorprendente in media res, Fosse nos empuja a entrar en un relato ya en marcha para ponernos sobre aviso: “Ea, dije, ya estamos aquí, dije, y me acaricié la barba, esta barba encanecida, porque joven desde luego ya no era, pero viejo tampoco, entrado en años quizá podría decirse...” La novela responde a un desencadenante narrativo estructurado en tres capítulos, cada uno de ellos promovido por un monólogo interior salpicado de breves diálogos. La habilidad narrativa de Fosse nos va envolviendo con suma fluidez, con esa capacidad de poner sencillez al nombre exacto de las cosas que hacen poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de manera que parece imaginar lo que nadie ha imaginado y, sobre todo, decirlo como si nadie lo hubiera dicho así, tan sencillo, nítido y elocuente.


Es así como Fosse refleja su literatura y nos interpela, inmiscuyéndose en la cotidianidad, en la fuerza del paisaje, convertido en catalizador de las pasiones y dilemas de los que lo habitan. De tal manera que es así como nos impele a descubrir lo pequeño y lo particular, que en su mínimo seno esconde la semilla de todo lo grande y sencillo. Su escritura leve, pero a su vez, densa y transparente, hace sentirnos que dice más de lo que dice, infinitamente más, mediante el ritmo, sí, el ritmo, porque en él está todo el encanto de su narrativa.

Fosse así lo hace, con naturalidad y frescura, con la destreza de no tener que utilizar apenas puntuación, casi sin adjetivos y, lo más importante, con un ritmo tan vívido, que deja al descubierto una escritura convertida en prosa fluida y minimalista. Vaim es un libro que lleva su sello inconfundible: cadencia formal, emoción, musicalidad, ritmo sostenido y trepidante, un relato dispuesto en un solo párrafo de principio a fin, una novela, en definitiva, vibrante, que atrapa desde sus primeras líneas hasta un final de sutil melancolía.


viernes, 24 de octubre de 2025

Escribir para responder


La literatura tiene mucho que ver con este aserto. Porque responder es ponerse a escribir y estar dispuesto a oír voces. Por eso mismo, conviene tener presente que la literatura se aprende también desde el oído. Por otro lado, tiene que ver bastante con el reconocimiento de los demás o de la propia soledad, territorio íntimo donde se fragua lo que podemos hacer, lo que podemos ser, lo que deseamos y lo que no. La vida reflejada en los libros viene a ser esa referencia inexcusable e inasible del mundo que nos rodea, esa mirada que se engancha con todo lo que surge alrededor de quien la protagoniza, estableciendo un diálogo, silencioso muchas veces, pero en el que se traduce siempre el sombro y la lectura de lo que somos, de lo sabido, de lo aprendido con los años, de lo insólito y de las muchas respuestas no dadas.

Escribir es siempre un ejercicio de incertidumbre. Algo a lo que todo escritor, de forma inevitable, se enfrenta con cada frase que va apareciendo en el espacio en el que escribe. La literatura y la vida, y viceversa, van así de la mano, expuestas la una con la otra para ser interpeladas. La escritura de Jordi Doce (Gijón, 1967), poeta, ensayista, crítico y traductor, encarna todo ese ejercicio vital sentido por la literatura y la vida que, para él, tiene que ver con conectar con cierta longitud de onda que emana de uno mismo. Y a este respecto, matiza, como deja escrito en Perros en la playa (2011), un extraordinario libro de notas, apuntes y aforismos, que, además, “hay que apartarse un poco del yo y orientar la antena en su dirección. Por eso el que escribe no es yo, sino quien le escucha, y por eso lo escrito no es el relato del yo, sino del otro, de ese que lo transcribe, que escribe al dictado en medio del tumulto cotidiano. Y, por si fuera poco, resulta que ese no siempre es el mismo”.

Y a todo esto, en su nuevo libro, La insistencia (Pre-Textos, 2025), el poeta viene a decirnos que la vida corre y vuela, con sus contrariedades pequeñas, medianas y realmente grandes, las que suceden cada hora, cada día de la semana, con sus esperanzas e incidentes, pobladas de sorprendentes conjuros, paradojas y espacios vacíos: “Los descampados de la mente. Los conozco muy bien. Ya pasaba por ellos cada día rumbo al colegio”, escribe. Doce escoge un formato literario misceláneo de textos discontinuos, muy propio de su quehacer literario, de líneas o párrafos sueltos y arropados por espacios en blanco que invitan a que cada cual lo reinterprete o amplíe. Su libro es un semillero de pensamientos que promueve una escritura en la que el contenido y el lenguaje utilizado para expresarlo forman una unidad inseparable de la realidad y del mundo, pero advirtiéndonos de que “la actualidad es una trampa; se sale de ella a fuerza de presente”.

El autor presenta un cuaderno de notas escrito entre marzo de 2022 a marzo de 2024, en el que traza, además, un hilo de supervivencia que le mantuvo en lucha durante dos años de ventisca personal. Todo el libro responde a un trabajo de escritura, convertido en cuaderno de campo, en reflexiones ensayísticas, notas sueltas y aforismos, sin ningún tipo de jerarquías, que le hizo compañía durante un periodo difícil, convertido, a su vez, en una necesidad de rebeldía, de búsqueda de respuestas desde lo más íntimo, casi desde la oscuridad, según vamos leyendo, como un mecanismo de protección y de desacato ante contratiempos vitales y de vacío al que alude sutilmente en la nota final del libro. Así lo comparte, como destino y aprendizaje en este aforismo tan luminoso: “A estas alturas del camino, lo que no se hace esperar nos da esperanza”.

Sin embargo, La insistencia de Jordi Doce deriva por sí misma hacia otros reclamos, a modo de revoltijo fragmentario del día a día, bajo ese saber mirar, de estar en el mundo que distingue al poeta, como resistir a los temporales de la vida, sobreponerse al dolor que causan y escribir, como contrapunto, consciente, en busca de respuestas frente a lo indecible. El libro se implica también en ofrecer una mirada más amplia sobre otras cuestiones importantes del momento que vivimos: el ecocidio, el nuevo orden tecnofeudal establecido, la defensa necesaria de la libertad individual ante los excesos del poder, el pensamiento crítico y otros temas, como la importancia de los libros, la soledad, la épica de asumir que “vivir es ir acumulando territorios vedados”.

Las claves de este jugoso libro se encuentran en la propia vida, en la mirada sencilla, pero disidente que arremete sobre lo sentido y lo vivido para asumir que los elementos esenciales de la vida cotidiana de cualquiera pasa inexorablemente por lo aprehendido, por la experiencia, y, todo esto, supone vivirla bajo una cosmovisión personal de afectos, vislumbres y entereza. Aquí también se citan mucha lecturas, aunque sobresale la antorcha luminosa de El Quijote por encima de todas. Otros artistas recalan igualmente y se dejan ver entre sus páginas como Alejandra Pizarnik, Hannah Arendt, Cavafis, George Steiner, Antonio Gamoneda, Edward Said, Robert Graves, Tsvietáieva, William Blake o W. B. Yeats, afilando lo que el poeta expresa y trata de decirnos.


La insistencia es un libro impregnado de luces y silencios, en el cual escritura y vida se arremeten, apelan entre sí, un libro que se lee a sorbos, una lectura que nos lleva sin rumbo cierto, pero con tanteos y reflexiones que aspiran a explicarnos o a entrever esa red de sentido que hay detrás de las apariencias, un paseo circular sobre lo que conforma el día a día de nuestras vidas, sujeto a los vaivenes de las luces y sombras del destino, del paso del tiempo de nuestro ser, de nuestro estar en el tiempo. Podría sintetizar la lectura de este admirable libro de Jordi Doce en los mismos términos que hace de su lectura el poeta León Molina, y así lo hago y subrayo: “Inteligencia y sensibilidad unida a la finura del pensador y poeta, expresado en un lenguaje diáfano, fluido y elegante”. Un libro, en definitiva, de vuelo filosófico que dice mucho sobre la insistencia en vivir.


jueves, 9 de octubre de 2025

Sumisión muda


Estamos hechos de azar e incertidumbre, de inconfesables secretos, de deseos imposibles, de recuerdos y de silencios. Uno no escoge sus raíces, ni el seno familiar que le ha tocado en suerte, pero escoge, una vez asimilados, aceptarlos o rechazarlos, separarse y mirarse en ellos para entender que lo mejor es irse a otra parte, a otro lugar, lejos de un padre opresor que provoca desconcierto y sometimiento, en busca de un destino más propicio que le sirva de liberación y tantear una nueva vida. Cuando todo se manipula y pervierte en el hogar de una familia, lugar que, de puertas para adentro, goza de una permisibilidad portentosa y sin control, cabe preguntarse: “¿Es posible abandonar a los padres? O, mejor dicho, ¿podemos sustraernos a ellos, quitando sencillamente nuestro cuerpo de en medio con un gesto rotundo y definitivo?”

Vivir acompañados de esta inquietante presencia de hostigamiento y de vacío, ¿esto es existir? No se puede vivir sin la esperanza de que algún día sea uno escuchado por otro. Desearlo es afirmar la vida, decir sí a la vida. El deseo del narrador de El aniversario (Anagrama, 2025), del escritor Andrea Bajani (Roma, 1975), obra galardonada recientemente con el prestigioso Premio Strega, y traducida bajo el cuidado de Carlos Gumpert, surge, precisamente, de una enmienda a la totalidad, de esa pregunta abierta de abandonar la contienda familiar por un ser escindido, cuyo mundo ya no coincide con su vida, y que, después de diez años, decide contarnos por qué dijo adiós para siempre, tras una comida familiar intrascendente, dando un portazo al infierno doméstico que vivió y padeció junto a su madre y a su hermana, bajo el yugo imperativo del padre, como única salida viable de salvarse él.

Bajani es un autor versátil que ha publicado cuentos, reportajes, obras de teatro y novelas como Saludos cordiales (2005), Mapa de ausencia (2007) o El libro de las casas (2022). Vuelve ahora al género que, según él, más le sacude literariamente para narrar los preámbulos y la decisión tardía de un hijo por romper con su familia, marcada por un padre dominante y una madre sumisa y silente. El aniversario es una novela que cuestiona y zarandea el tabú de los lazos de sangre. Destaca por su tono íntimo y colectivo, su honestidad al exponer sin tapujos la violencia patriarcal y el férreo control familiar que impone. Al propio tiempo, es una historia que apela, como un clamor, a la autoprotección y a la liberación, por medio de una prosa persuasiva, clara e implacable. La novela se centra en los detalles que el lector irá conociendo a través de la voz narrativa de un hijo que no sabemos su nombre, pero que está inclinado por tomar la decisión drástica de alejarse de una vez por todas de su familia. Salir de aquel núcleo dominado por un padre autoritario y una madre, cuyo silencio y sumisión marcan la dinámica del hogar, ese es el fin último perseguido.

Mi madre –dice el hijo– era más fuerte que mi padre y, en el fondo, le ganó la partida. Y perdió la de la vida. Mi padre convirtió en polvo y escombros todo tipo de vínculos, fueran familiares o no. Convirtió la vida de su mujer en un desierto sin vida en el horizonte. Solo que ella era la única capaz de habitar ese desierto, la única que había expresado una renuncia tan total, tan definitiva, a todo”. Este retraimiento consciente hace que el acto de ruptura surja de la necesidad de liberación, de historia colectiva, también, algo que el propio autor quiere dejar ver para desentrañar las dinámicas de poder y el peso de la herencia patriarcal en el seno familiar. En esa misma perspectiva cabe destacar esta otra observación sobre los malentendidos entre los padres de esta historia: “él quería que ella no fuera nada para poder ser él algo, y ella no quería ser nada porque ser nada al menos era algo”.

Andrea Bajani plantea en su novela la pregunta de por qué no se pueden romper los lazos familiares de la misma manera que se deja una relación abusiva en otros ámbitos de la vida, desafiando la idea de que la sangre no es un vínculo inviolable que nos encadene. Por otro lado, la presencia ausente, casi muda, de la madre, una mujer sumisa y ninguneada, es una figura fundamental para entender la dinámica existencial, el comportamiento de la familia y el dolor del narrador. Aunque está escrita en primera persona, es una historia de conciencia colectiva, como también, una novela política, de autoprotección, de necesidad de liberar ataduras, incluso si estas implican un doloroso alejamiento y abandono de los padres.

En El aniversario hay vida sesgada, vida interrumpida, que corta, hiere y contradice la vida echando por tierra lo que parece impensable en pos de una vida nueva. De acuerdo con la historia aquí escrita en diecinueve capítulos incisivos, feroces y reveladores, lo que se cuenta realmente no es solo un retrato familiar, quebrado de afectos, sino un ajuste de cuentas que combina el malestar existencial con una voluntad de liberación necesaria, que, además, es una estupenda incursión al epicentro del hogar en la que se postula que hay verdades en el seno familiar que claman por salir de su escondrijo, muchas, que dejan al descubierto la sumisión muda de sus miembros.


Una novela, en suma, en la que Bajani llega a consumarla con la reconciliación de su protagonista con su propia historia convertida en testimonio, fuga, memoria, herida y salvación, una forma de resistencia y redención de su vínculo familiar, ese que nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas y al que todos estamos obligados a proteger, pero que aquí, finalmente, salta por los aires.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Lugar y escritura


Si pudiéramos establecer una teoría del viaje, o mejor dicho, una poética de la geografía de los lugares que visitamos o en los que residimos a lo largo de nuestra vida, nos exigiría poner la memoria a tope para soltar amarras. Emoción, afectos, entusiasmo, asombro, sorpresa y alegría todo se mezclaría en el ejercicio de recordar y trasladar en escritura aquello de lo que somos portadores. La experiencia y la imaginación se conjugan en el recuerdo, se confabulan con la certeza de estar frente a uno mismo incesantemente, porque todo viaje y toda estancia velan y desvelan una reminiscencia. Uno mismo, ese es el gran asunto del viaje. Uno mismo y nada más. O poco más. Supone, en verdad, una experimentación que fija la propia identidad de quien lo lleva a cabo y su capacidad de advertirlo, como deja dicho Olga Tokarczuk: “cualquier viaje es, sobre todo, interior. A uno mismo”.

Geografía escrita (Candaya, 2025), el nuevo libro de Álex Chico (Plasencia, 1980) repara en su epígrafe eso mismo que apunta la escritora y ensayista polaca y, a su vez invita a cristalizar ese viaje interior aludido, para que cobre más sentido cómo el viaje gana con su paso por un trabajo de fijación, de comprensión y, sobre todo, de memoria emocional y travesía con palabras, para dejar por escrito experiencias y asombros vividos, de la manera más cabal consigo mismo. Por otra parte, como resalta Álvaro Valverde en el prólogo: “este libro encierra una verdadera enciclopedia. Es, digamos, una biblioteca circulante donde se suceden las lecturas que anteceden durante sus múltiples estancias por el ancho mundo. En resumen, lugar y escritura: dos caras de la misma moneda. Una misma «fe de vida»”. El libro reúne veintitrés crónicas o artículos escritos entre el 2015 y 2023 que fueron publicados en su mayoría en la revista Quimera, aunque algunos otros aparecieron en diferentes publicaciones, como Revista de Letras o Clarín, entre otras.

Uno encuentra sintonía y entendimiento con las palabras que por aquí aparecen, ya sean referidas a Praga, Salamanca, Plasencia, La Provenza, Buenos Aires, Londres, Tánger, Berlín, Iowa, Granada o La Habana, que interpelan y ponen de manifiesto esa carga sentimental que impulsa a escribir a Chico y que vivifican su literatura desde la propia estancia en cada ciudad, con algo de conjuro sobre el paso del tiempo, desde la soledad que representamos, mediante “una confederación de lugares”, que es lo que somos, según Pessoa. De cada sitio por donde deambuló encontramos vestigios de sus calles y de su ambiente, a partir de recuerdos y anotaciones, de obras y autores que nutren y conviven por toda esta geografía desplegada en el libro: “Somos los lugares que habitamos”, escribe.

Por aquí transitan el eco de escritores como Xavier de Maistre y su Viaje alrededor de mí, Clara Obligado con La biblioteca del agua, Julian Barnes con La única historia; La vida de Lazarillo de Tormes, también. Ricardo Piglia y su novela La ciudad ausente, así como Roa Bastos con El fiscal, Contravida o Madame Sui. Y muchos otros más que conforman un extraordinario catálogo de voces recurrentes citadas para resaltar historias de lugares reales, aunque también se escoren a territorios imaginarios cargados de vigencia y de literatura. Igualmente, encontraremos un despliegue misceláneo en el que irrumpen revelaciones, citas y aforismos sobre asuntos como la escritura, la lectura de los clásicos, el tiempo, el espacio y la memoria: “Porque una ciudad no solo se habita, también se imagina y se recuerda”, anota en uno de ellos.

En Geografía escrita convergen textos que rumian ese ámbito privilegiado de libertad por donde la verdadera literatura se da a valer. Por eso mismo, Chico le da la razón a Xavier de Maistre en que «nuestro cuarto es un encantador país de la imaginación». Deja ver incluso que a un escritor le basta con un cuarto para percibir el universo y le permita albergar nuevos mundos en miniatura. Y añade: “Sin salir a la calle, somos capaces de recorrer cualquier espacio, cualquier esquina y plaza que evoquemos”. No se olvida de proclamar y acudir a esa realidad literaria que conforma la propia esencia del ser humano con estas certeras palabras: “Estamos dentro de un lugar y estamos habitando nuestro propio interior”.


En estas crónicas, que también tienen mucho de diario íntimo y de ensayos fragmentarios, se condensan aprendizaje, reflexión y experiencia, bajo el sentir de un escritor vocacional, al que solo le interesa la revelación que aflora del propio desplazamiento, del acto de escribir, consciente de que “la literatura –como él mismo sostiene– se convierte así en un reflejo del territorio”, dicho también de esta otra manera: “uno no escribe al margen de lo que le rodea, porque lo que le rodea siempre acaba condicionando nuestra forma de entender el mundo”.

Geografía escrita es un diario itinerante, ameno e intenso que atrapa, un periplo sagaz y apasionante, en el que se entrelazan lugares y escritura, que desvela, en buena medida, los linderos por donde transcurre la concepción literaria de Álex Chico, los libros leídos y lugares pateados que nos hablan de él mismo. Por aquí, fluye vida y estancias, fundidas con la memoria y con la presencia de ciudades, que conforman un caleidoscopio errante, tan significativo, como literario. En resumidas cuentas, un libro de abundante luz y claridad para hacer un recorrido de lectura provechoso.


sábado, 20 de septiembre de 2025

Curso imaginario polifónico


José María Merino (A Coruña, 1941) es un escritor que procede de la creación poética. A comienzos de los años setenta da el salto a la narrativa y, desde entonces, aunque sin dejar de lado su faceta lírica, han sido la novela y el cuento los géneros que han ocupado mayormente su esfuerzo creativo y los que le han proporcionado, tras una próspera y dilatada carrera literaria, el renombre del que hoy justamente disfruta, especialmente, gracias a su narrativa breve. Merino no es solo un formidable escritor de ficciones, sino un maravilloso promotor de explicar los secretos del cuento, un empeño que sigue estando muy presente en su poética narrativa, en la trama oculta que lo promueve y que, al mismo tiempo, muestra la llave de su origen y de su escritura.

En un librito publicado hace un año, bajo el título de La belleza de los cuentos, abunda en este menester, afirmando que «es posible que el cuento sea uno de los elementos que más ha complacido al oído y al espíritu de la humanidad desde nuestros orígenes como especie, y acaso fue componente fundacional, en los aspectos iniciales, del “pensamiento simbólico”, porque sin duda servía para explicar al homo sapiens la misteriosa realidad». No cabe duda de que los cuentos de calidad, para Merino, son un tesoro literario de incalculable valor, capaces de mantener su misterioso poder absorbente para que el lector siga dentro de ellos, podríamos decir, toda la vida. Para el escritor gallego, además, la naturaleza del cuento reside en el movimiento, un movimiento que debe expresarse en forma de tensión y perplejidad.

En Yo y yo en breve (Alfaguara, 2024), su libro más reciente, incide con más argucia en esta peripecia creativa. Se trata de una colección de relatos en los que explora la identidad, la fusión entre realidad y ficción, y los límites de la percepción, por medio de historias que se asemejan a un taller de escritura creativa que, más bien, parece una sucesión imaginaria de relatos donde interactúan voces narrativas a modo de caja de sorpresas que, una vez abierta, no cesa de depararnos nuevos misterios que se van enzarzando hasta no saber uno muy bien dónde radica el límite del yo, ni dónde está la frontera que separa las experiencias tangibles de lo imaginado o soñado. Con su maestría habitual, Merino combina humor, extrañeza e inquietud en torno a setenta y seis cuentos capaces de embaucarnos, llevándonos a un mundo con aire raro, entre la realidad y lo fantástico, lo cotidiano y lo extravagante, el sueño y la razón.

Merino propone un juego muy rompedor y divertido gracias a ese maravilloso desdoblamiento entre él y sus supuestos alumnos de escritura que campan por el libro como autores sometidos, eso sí, a su ojo crítico en las notas finales que culminan los cuentos para afianzar, entre otras cosas, que “la literatura tiene que servirnos para intentar entender –o mejor descifrar, como siempre lo ha hecho– la realidad”. De la misma manera que en otra nota se subraya que “muchos aspectos de la realidad, por no decir todos, podrían convertirse en cuentos, o novelas”. Hay en todos ellos un aire de referencias y reflexiones en las que viene a decirnos que escribir tiene mucho que ver con adentrarse en la desobediencia del lenguaje, y quizá pensar que todo lo que sabemos de nosotros proviene de cada una de nuestras ignorancias.

Los escritores parece que viven con el detector narrativo siempre activado. Saltará la alarma en su interior en cuanto tropiezan con una idea con posibilidades. Ideas que pueden convertirse en relatos de muchas maneras: a través de un paisaje, de un saludo a un vecino, de las noticias de la prensa, de algo cotidiano o de su mismo interior, invocados por la memoria. Pero también puede surgir, como ocurre en Yo y yo en breve, del propio taller de escritura, como espejo de quienes participan en él. Le basta a Merino con rastrear y observar su propia vida y proximidad, para esbozar montones de acontecimientos susceptibles de ser convertidos en relatos: la apariencia fortuita de alguien que no sabe si es real o invención de un relato, un recuerdo de un hombre traspasando el umbral de realidad y ficción, dos gemelas intercambiando vivencias e identidad o, simplemente, una situación absurda entre la vigilia y el sueño.

Yo y yo en breve es un buen ejemplo de toda esta complejidad inherente a la ficción para la experimentación creativa sobre la existencia, los dobles, los estados de conciencia y, también, la inteligencia artificial. Merino posee una habilidad extraordinaria y de aparente sencillez para la oralidad en su escritura que, sin embargo, está muy perfilada, mediante un lógico y equilibrado sentido de la construcción con el mínimo de palabras posibles, o con preguntas incisivas sobre la propia realidad como esta: “¿Quién está realmente seguro de no ser imaginario?”


José María Merino sigue dándonos alegría con su literatura recia, con su proyecto narrativo de seguir indagando en la esencia del cuento, explorando en sus obsesiones compositivas el desdoblamiento de la personalidad como escritor sucesivo, para reencontrarse consigo mismo y airear sin menoscabo el arte de la fabulación. Merino es un autor que explica lo justo, apenas interpreta y jamás adoctrina. Simplemente asiente su perplejidad por la ficción y es capaz de contarlo en un curso imaginario y polifónico con gusto, sutileza y garbo.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Conductas aparentes


Nada le es ajeno a Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) para esbozar relatos y pasajes en donde el lector también pueda reconocerse. La infancia, el hogar, los primeros escarceos amorosos, la enfermedad, los palos de la vida, la mirada al prójimo, son fuentes de provecho literario para alumbrar el paso del tiempo, para poner valor al tránsito de la vida y reconciliarse con ella misma. Diría también que su mapa narrativo alberga la identidad de un escritor que viene a mostrarnos el imaginario de una época, de un tiempo suyo provisto de reflexiones y matices, pero con la convicción de que la inquietante normalidad que lo rodea es el espacio donde el deseo puede seguir conspirando con el absurdo descarnado de la existencia, mediante la disparidad de conductas y extrañezas domésticas que fulminan, de manera insospechada, la realidad cotidiana.

En otros libros anteriores, Aramburu ya proponía relatos de esta realidad cotidiana aludida, para mostrarnos su paisaje sentimental que fue creciendo en su deambular narrativo y reflejar, a través del entramado de sus historias y de su atención en lo ajeno, un afán interesado por indagar los avatares de la vida, sin apartar la mirada del lugar donde vivimos. Uno sale turbado y conmovido de la lectura de Los peces de la amargura (2006), un estupendo libro de relatos, crónicas y testimonios que a mí como lector me sacudieron, por su intensidad, dramatismo y su fuerza narrativa. También salí un tanto trastabillado de la lectura de El vigilante del fiordo (2011), otro meritorio libro de cuentos, en el que están muy presentes el miedo, el dolor, la convivencia y la catadura moral circundante. No me olvido de Patria (2016), su libro más leído, que lo encumbró más allá de nuestras fronteras, una novela escrita sobre el conflicto vasco, un sólido testimonio literario con personajes verosímiles y potentes, retratados con una audacia narrativa impecable.

Su nuevo libro, Hombre caído (Tusquets, 2025), publicado hace unos meses, deja ver ahora a un Aramburu más pendiente de percutir su mirada narrativa en lo descarnado de la existencia humana, mediante una suerte de realismo, a veces delirante, donde los acontecimientos no obedecen a la naturalidad común, sino que refutan el disparate de lo absurdo y la insensatez de nuestra existencia cuando se somete al escrutinio de una mirada minuciosa que profundiza en la disparidad de la conducta humana y lo que enmascara su naturaleza. Son catorce relatos de diferentes matices que abordan las conductas sorprendentes de sus protagonistas. En el primero de ellos, nos encontramos con una inquietante historia de final sorprendente en la que una mujer anda más ensimismada en fotografiar ardillas que en atender a sus padres enfermos. En el siguiente, bajo el título de La tercera mano, asistimos a una tremenda historia en la que nos revela que la venganza es tan tentadora como esquiva para quienes no son amigos de la violencia, aunque, excepcionalmente, la venganza incite a la rebelión, a ser más expeditivo que la justicia.

En el corazón de todos estos cuentos, hay un trasfondo moral que se transforma en ausencia irreparable y clamorosa, que sobrevuela todo lo que rodea a sus protagonistas. Y así, por ejemplo, la compasión y el horror, la pena y el espanto se dejan ver en Dilema, un relato cautivo al tomar conciencia de que, a veces, la vida nos arrastra ante la disyuntiva de escoger lo conveniente, o la dificultad de elegir por dónde tirar ante una tragedia fortuita. Hay que señalar que Aramburu sortea con brillantez y mucho oficio el peligro de caer en un vano patetismo, llevando el relato por la senda de la contención, sin perder la capacidad de impregnar al lector de empatía y compasión. Así sucede en Combate, un cuento en el que la fortuna también cae del lado del más débil, una historia de lucha tan singular como extraña entre dos púgiles que combaten con una bicicleta alzada entre los brazos para arrojársela al contrincante.

Algunas veces, el humor toma protagonismo, como ocurre en Culo subido, un relato jocoso de una pareja que lleva una vida dispar, con una voz predominante, la de la mujer, que proyecta una vida social de más interés que la que su marido le ofrece en casa, un hombre sujeto, eso sí, a sus órdenes. Otra historia hilarante y curiosa es la que ofrece Última noche de pobre en la que un hombre y una mujer sueñan con ser ricos y orquestan secuestrar a un viejo poseedor, al parecer, de una estimable fortuna oculta. La fechoría tendrá un final sorprendente para ambos, sobrepasados por la pericia del anciano. El protagonista del siguiente cuento, El suicidio de Richi Pardal, uno de los más extensos del libro, prepara su suicidio de forma pública, de manera deliberada, con el objetivo de dar escarnio a sus insatisfacciones personales, familiares y laborales, pero todo se trastoca y queda supeditado a otra posibilidad apenas probable.

También me detengo a mencionar a dos de los relatos más emblemáticos del volumen. Uno narrado en un ambiente de empatía entre vecinos. Me refiero a Klaus, el cuento más largo de la colección en el que se narra la relación solidaria entre dos matrimonios de chalets contiguos cuando se llega a destapar la enfermedad y deterioro de su protagonista, un profesor universitario y lector impenitente, que resulta ser una historia conmovedora. El otro, mucho más breve, pone título al libro. Hombre caído es un cuento que relata el alcance tremendo que el odio acapara, ya sea entre hermanos o, incluso, el propio institucional, capaz de no ayudar, ni mostrar compasión a un viejo hombre caído en la acera, sin saber los motivos.


Fernando Aramburu atesora agudeza y un río de buenos relatos en Hombre caído, un libro que explora la compleja y, a menudo, oscura naturaleza humana, valiéndose de la cotidianidad urbana como telón de fondo, historias diversas que combinan el realismo con toques surrealistas, abordando temas como la soledad, las rivalidades, los secretos inconfesables y las contradicciones del ser humano. Por medio de una prosa elegante, precisa e incisiva, Aramburu recrea situaciones y conductas que, pese a su dureza y crueldad aparente, también desparrama momentos de compasión, humor y empatía.