jueves, 25 de mayo de 2023

La asfixia del Mar Menor


Por qué me apela tanto el ecocidio murciano. Ocurre que necesito nombrar entornos dañados y ambientes menoscabados, que preciso entender por qué tanta crueldad sobre cuerpos vulnerables que debieran protegerse, que yo quiero comprender cómo se ha permitido que la laguna Menor sufra una de las agresiones ecológicas más funestas y ofensivas de nuestra historia. Pero sé que hay algo más que me concierne. La condición marginal del humedal y su cuenca. Cuerpo roto de mujer en persistente mudez. El campo de Cartagena es un espectro aquejado de inexistencia”.

Con este clamor recurrente, la escritora Begoña Méndez (Palma, 1976), autora de los ensayos Heridas abiertas (2020) y Autocienciaficción para el fin de la especie (2022) se adentra ahora en las entrañas del Mar Menor para señalar su degradación y desamparo ecológico al que ha sido sometido, de forma impune, durante tantos años, convertido ya en una tragedia ambiental, como todos pudimos ver en agosto de 2021, cuando aparecieron en la televisión imágenes desoladoras de miles de peces muertos flotando en sus costas, asfixiados por la falta de oxígeno, debido al exceso de algas en la superficie, todo ello ocasionado por vertidos tóxicos permanentes de cultivos intensivos y deshechos de ganadería.

Lodo (Lengua de Trapo, 2023) es una crónica-ensayo con alma de diario, un libro en el que quien lo escribe pone en valor aquello que decía Kafka: “En la lucha entre tú y el mundo, defiende al mundo”. Ese es el afán que lo impele. Y, por eso mismo, este libro tiene tanto de crónica analítica como de ejercicio autobiográfico. Porque a su autora, Begoña Méndez, le importa hablar de su relación familiar murciana y, más aún, de su actitud frente a la realidad persistente del Mar Menor, no sólo en cuanto a denunciar el desastre de su ecosistema, sino también a responsabilizar al modelo de sociedad que lo consintió y, deliberadamente o no, lo fomentó.

Más allá de los derroteros políticos que no han puesto freno a esta agresión, el libro pone énfasis en no olvidar que el mundo, la Naturaleza, no nos pertenece a los que ahora lo habitamos, sino que tiene que ser protegido para los que vienen después, nuestros hijos y nietos, que es necesario detenernos y tomar conciencia de proteger su vitalidad y energía: “Decir que el Mar Menor tiene derecho a existir equivale a afirmar que la vida es un tejido ecosistémico, un intercambio afectivo entre especies y ambientes”. Razones más que suficientes para no olvidar que sin esa atención programada, sin esa gramática de continuidad, de que no todo puede ser sometido a nuestros intereses, el latido del mundo clamará por su fragilidad.

El libro constata una atmósfera desgarrada y desesperanzada con sus secuelas, parecido a un cuerpo que es violentado e infectado, maltratado, vejado y sometido. A lo largo del mismo, la autora activa el propio cuerpo, la conciencia de habitar el mundo, el sentir de la terrible tristeza con la que la mano del hombre amenaza de muerte al medioambiente y, pese a ello, ver que el mundo no es lo que es, sino lo que importa y significa: “¿Qué significa decir que todo entorno es digno de ser protegido? ¿Qué significa decir que toda vida merece ser respetada? Significa comprender que los ambientes son cuerpos, cuerpos frágiles y vivos... Significa destronar al humano como rey de los suelos y las aguas, de los fuegos y los aires, del oxígeno y los cauces, de raíces y de incendios”.


Queda claro, pues, que, desde la perspectiva que aquí abraza Méndez, la gramática literaria que adopta Lodo no es otra que establecer un pálpito de esperanza ante la fragilidad de lo que nos rodea y su menoscabo. Hay, a su vez, un deseo de poder pensar la vida y habitar el mundo como intento de establecer un lazo cordial con él, un respeto del hábitat. Lo que significa aprender a vivir en permanente vigilia con el entorno, con la propia inquietud y extrañeza de lo que somos y nos conforma: “nuestros lazos con los otros, la salud de los ambientes, todo cuerpo y sus afectos y el derecho a existir de toda vida nacida”.

Lodo es un libro afilado, escrito con brillante pulso literario en apenas noventa páginas, un ensayo que hiere, sobrecoge y solivianta; una inmersión narrativa nada amable, pero fácil de sintonizar con el llamamiento que la promueve y agita: una investigación política en torno al desastre ambiental del Mar Menor que conviene no dejar pasar por alto. “He escrito un relato afligido –dice su autora–, casi una distopía, con rabia y con derrotismo y apenas sin esperanza”. Una lectura que sacude lo indecible.



sábado, 20 de mayo de 2023

Sin reticencias


¿Que por qué sigo leyendo poesía? Son muchos los motivos. Me vienen a vuela pluma dos de ellos: la poesía es como un paseo por lo indecible; toda poesía que se precie destila introspección. A uno no le importa acudir a ese juego desplegado por lo indecible e introspectivo en el que el poeta se las pinta solo y comprobar cómo escarba, remueve y ahonda para extraer sus partículas. Y a continuación sentirlas, como agua mineral, agua que moja por donde pasa, que acaricia, pero también agita y chorrea. Cabría decir muchas cosas más, pero no es menos cierto afirmar que al abrir un libro de poesía hay una sensación misteriosa previa de adentrarse en un mundo simbólico, en un imaginario donde lo importante no es lo que se dice, sino el significado y el orden en que se dice.

Eso sí, leer poesía es un pasadizo, un trayecto, un camino que hay que recorrer en solitario, sin mapa, ni lazarillo. Cada uno lo cruza a su manera, con su secreto equipaje de perplejidades e inquietudes. En cada lectura, en ese diálogo con el poeta, nos convertimos en confidentes de su verdad más íntima, de su razón estética o revelación dada. Cada poeta lo hace a su estilo, con su tono y cadencia particulares. Y el misterio de sus poemas, esto es, su biografía emocional, estará en lo que proponen sus respiraderos, precisamente, que no son otros que su tono y su cadencia, mucho más que en sus motivos.

Los respiraderos por los que transita el poemario Traigo noche en los zapatos (Siltolá, 2023) de Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972), escritor asentado en la Sierra de Segura, en el municipio de Santiago-Pontones, tiene mucho que ver con entendérselas con el mundo, aunque el poeta deje entrever que el mundo, en verdad, solo sabe hacerlo consigo mismo. En esta nueva incursión poética, cinco años después de haber publicado Mensajes en una botella que estoy acabando, y tras una buena estancia escribiendo libros de relatos, compaginada con su quehacer de articulista en prensa, vuelve a ese hogar suyo de primera instancia, sin reticencias: la poesía.

Dividido en tres partes, el libro reúne sesenta y dos poemas que recogen evocaciones de un instante de emoción, de un silencio desvelado, improntas de un momento en soledad, de una búsqueda de algo a lo que agarrarse, de un querer encontrarse, del halo de la nostalgia, del alcance de las palabras, de la fugacidad del presente... En cada uno de ellos se entona una realidad percibida en la que la mera existencia es razón suficiente para que el sujeto poético interpele y contagie de esa vitalidad cotidiana arremetida. A ese alcance poético reconocible se ciñe Ortiz Tafur, a esa idea de exploración y contagio.

El poema inicial es todo un desacato del laberinto de vivir, un recuento del paso del tiempo empapado de acto de rebeldía, de exaltación de vivir el presente, con convicción, / como un mandato divino. Es el discurrir existencial lo que se vuelve poesía, su aprendizaje no consiste en redimir lo vivido, ni reprobarlo, tan solo desatar la persistente realidad y ponerla en su sitio, en su resonar interior, en lo que insinúa. Así cobra sentido el discurso poético que lo impele, examinando el tiempo portátil efímero que nos conforma, pródigo de experiencias y razones para aprender y desaprender.

Le vale cobijarse en esa energía secreta de la vida cotidiana y su hábitat para que su poética rinda tributo gozoso al discurrir del día y, de paso, raspar en las sugestivas aristas del tiempo, con sencillez y hondura, con tinta de costumbrismo y realidad sucesiva: No me gustan las mayúsculas, / prefiero los pájaros sobre el tendido eléctrico... / No me gustan las trincheras, / prefiero las aves levantando el vuelo. Los días por los que transita su poesía se vuelven suficientes para escapar de la jaula de las palabras. Lo que mira a su alrededor, plantas, pájaros, nubes o lluvia se muda en existencia de voces, surcos de gente y fuerte empuje del tiempo: Hay un presente caminando en pretérito continuo.


Por esos pasadizos también trasciende la nostalgia, con sus perplejidades, maneras de asentir y, además, con sus reservas. En Traigo noche en los zapatos hay preguntas que restallan verdades vividas. El poeta proclama que sentir es magnífico, y volcarlo en palabras, exultante, pero vivir, vivir es lo sumo. No le importa la intemperie si lo vuelve espejo y lo aviva: No hay paz en la costumbre. / El cuerpo se habitúa a sentir. Intuye, como apuntaba Goethe, que la poesía es pensamiento vívido, con el fin de compensar las contrariedades de la vida y hacer, en lo posible, que el ser humano se sienta satisfecho con el mundo y sus circunstancias: Todavía es la palabra que busco por las mañanas. / Y deseo y apetito. Esas dos también.

Andrés Ortiz Tafur viene a decirnos que la palabra poética, la suya, es, ante todo, un caer en la cuenta, una revelación que tiene mucho que ver con salir del tiempo medido en el que normalmente vivimos, el tiempo lineal del reloj que pone cada cosa en su sitio y acopla el momento del presente con la memoria. Un muestrario poético desenfadado y nada inocente que muestra ese lado ufano y, a la vez, escéptico de vivir sin reticencias.


lunes, 15 de mayo de 2023

El laberinto que somos


Fragmentos, esquirlas, trozos, frases, palabras, se asoman por encima de la valla del tiempo en esta trepidante novela de Gueorgui Gospodínov (Yambol, Bulgaria, 1968). En Física de la tristeza (Fulgencio Pimentel, 2022), el poeta, dramaturgo y novelista búlgaro explora la memoria individual y colectiva de su país como quien pasea por sus meandros, sin un narrador fijo que organice el discurso, sin una mirada que lo estructure, dejándose llevar por laberintos y vías secundarias que conforman un trayecto de historias infinitas colmadas de melancolía, humor y descreimiento que dan cuenta del desplazamiento y de las ocasiones perdidas que no deberían llevarnos a la tristeza sino a la física de no perder ni una más.

El leitmotiv que transita por toda la novela no es otro que el Minotauro y su laberinto. Pero, en verdad, son otros muchos laberintos los que también la surcan: historias personales, Historia de Bulgaria, del mundo, de mudanzas y ámbitos filosóficos por tiempos dispares, de lecturas, mitos de Grecia, huidas, palabras sueltas y silencio. El narrador advierte que encajar todas estas bifurcaciones no puede ofrecer una narración lineal “porque tampoco lo son los laberintos ni las historias”. Lo que sin duda pone en valor es su conjuro laberíntico de meterse por los pasillos de la memoria, por el corredor de la infancia, consciente de que “el tiempo pasado se distingue del presente por algo muy significativo: nunca fluye en una única dirección”.

En Física de la tristeza encontramos todo un arsenal de vivencias, giros, anécdotas y apologías, con recurrentes referencias acerca de la política, la literatura, la filosofía, la física cuántica, lo perdurable, lo constante, lo efímero y lo eterno, lo no dicho y dispuesto entre líneas. Hay en todo el libro decenas de recursos y mudanzas narrativas puestos en juego, capítulos, como Sócrates en el tren, que destaca el carácter perecedero de las criaturas que somos, o El final de los Minotauros en el que se subraya el valor del idioma, del leguaje para conocer su chasqueo cuando se es un recién nacido y su sentido y secreto conforme se va dejando atrás la infancia para entrar en otros suspiros y misterios de edades sucesivas. En Sherezade y el Minotauro trasciende el valor del mundo que puede ser tan verosímil que llegue a doblegar al real y convertirse en un noble asidero de vida.

El libro de Gospodínov engatusa y atrapa. Te sientes como en una telaraña entretejida de historias superpuestas en las que confluyen detalles del mundo llevado a cabo por alguien necesitado que tiene que observar el mundo constantemente para seguir existiendo. Por un lado, podríamos decir que el libro refleja una visión personal del narrador sobre sí mismo y sobre lo que le rodea, por otro, en Física de la tristeza encontramos un laberinto de historias en el que el lector encuentra voces, pasillos y estancias por donde asomarse a la memoria de quien evoca el uso de la razón al mismo tiempo que los resplandores de la nostalgia: “La tristeza, al igual que los gases y los vapores, no tienen un volumen y una forma propios sino que adopta la forma y el volumen del recipiente o el espacio que habita”.

El protagonista de Física de la tristeza es el conjunto de los recuerdos y de las vidas de toda su familia. “El personaje vive en los recuerdos de otros”, apunta el autor. La novela, por tanto, responde a un laberinto en el tiempo, con pasillos que nos remonta hacia atrás, desde el Minotauro, hasta la actualidad. Un cómputo narrativo de la vida cotidiana y sus ecos en los que subyace también los de la Europa del Este en el siglo XX. Es la vida de lo pequeño, de una familia, explicando lo grande e inabarcable, el comunismo que marcó toda una época, dijo Gospodínov, en la presentación de su libro en Madrid, por medio de una voz llena de angustia, titubeos y perplejidad que dan idea de ese espacio de tiempo presente del que siempre estamos yéndonos y en el que nunca conseguiremos quedarnos.


Lo más deprimente del laberinto es que uno se ve constantemente obligado a elegir. Lo que desorienta no es tanto la falta de una salida como la abundancia de «salidas»”. Gospodínov tiene la consideración de facilitarnos altos en el camino, la posibilidad de respirar antes de desentrañar los entresijos del laberinto de saber manejarse por el tiempo para, a continuación, seguir el hilo por el que retomar y desenredar la madeja del pasado, como cuestión de aprendizaje y el logro de un pensamiento depurado.

Gospodínov firma una novela fascinante, repleta formalmente de capas y anotaciones, que ahonda en el bullicio de la existencia personal y colectiva, en la que sobresale la verdad de lo vivido y sus reflejos en el discurrir histórico, un inmenso caudal de palabras y verdades, dispuestas a sacudir el laberinto que somos. Un gran libro.


martes, 2 de mayo de 2023

Aquellos años


Decía Ricardo Senabre que «la literatura es una forma y no una sustancia». Y, aunque parezca tajante lo dicho por el crítico, podría deducirse que la novedad de una obra no reside tanto en su trama y contenido como en lo que confiadamente denominamos su forma, es decir, en la manera particular de abordar y desarrollar ese contenido. Porque, en su aspecto más elemental, la literatura es un acto más de comunicación, en el que el escritor lanza su mensaje al lector valiéndose de un código compartido entre ambos, que no es otro que el lenguaje. Dicho así parece muy simple, pero la literatura precisa ir más allá del puro comunicado lingüístico, porque su misión no es informar ni dar cuenta de algo, sino que aspira a ofrecer perspectivas inesperadas, modos sorprendentes de mirar que amplíen nuestra percepción, incluso, que dilaten nuestras pupilas. Lo que proporciona novedad y validez al texto no es lo que se dice, sino el modo de decirlo.

Para Gonzalo Hidalgo Bayal (Higuera de Albalat, Cáceres, 1950) no hay otra manera de que un texto se convierta en literatura si no consigue que lo que se dice o se cuenta, aun lo conocido, recordado y repetido, trascienda y parezca nuevo. En esa tarea de aplicar y ampliar al máximo la validez expresiva del lenguaje se ha sustentado sus libros. Hidalgo Bayal es, por eso mismo, una de las voces literarias más brillantes de nuestra narrativa, quizá el mejor prosista español vivo. Bastaría leer algunas de sus novelas, ya sea Paradoja del interventor (2006) Conversación (2011) o La escapada (2019) para comprobarlo. La palabra pulida, culta y cadenciosa, como de otra época, la sintaxis nítida y el sutil humor lingüístico son rasgos propios de su narrativa, que se mantienen en Hervaciana (Tusquets, 2021), su último libro publicado.

Al igual que en sus obras anteriores, en Hervaciana, la voz narrativa sobresale como alma del relato. Para el autor cacereño, la figura del narrador, una vez más, tiene rango de personaje y, por eso mismo, sobre él recae el peso de lo que deviene y quiere contarnos. En esta ocasión, el detonante no es otro que la evocación de unos años de infancia y juventud. El autor nos traslada al territorio de la memoria, concretamente dentro del Real Colegio de San Hervacio, un internado extremeño donde conoceremos las vivencias y compañías que quedaron bien guardadas en su retentiva. Por sus trece capítulos comparecen compañeros de clase, como Pastor, Cantalejo, Calderón o Zamora, profesores memorables, como el de griego, al que llamaban Nicolai, conserjes de su infancia, como el popular Saturnino, un amor de juventud también, y momentos fulgurantes de emociones, descaros, sumisiones y júbilos que pondrán chispas a sus recuerdos.

Hervaciana es un libro de memorias en el que todo lo que se cuenta conforma el mundo vivido de un tiempo y un lugar, capaz de expresar momentos de estados de ánimo repleto de albores y enseñanzas. Sin embargo, como requiere la propia esencia de la no-ficción, todo está contado bajo la argucia de la imaginación. Sus anécdotas, personajes y trama se encaminan en una determinación narrativa que hacen que las evocaciones suscitadas en él rebosen testimonio y pulsiones que convierten la novela en ficciones urdidas bajo el denominador común de un mismo escenario, protagonista o, al menos, motivo propicio para recrear lo que permanece entrelazado y vivo en la conciencia del narrador.

En aquel ambiente educativo, de exigencia académica y disciplina férrea, de abundantes “enigmas insondables”, “rica en sopapos y sarcasmos”, el autor de Nemo (2016) examina con minucioso detalle la forja educativa y temperamental, las adversidades y contrapuntos de unos adolescentes febriles que habían nacido en pueblos «sin heroísmos ni ufanías» donde «no había más empeño que cultivar la aridez de la tierra y sobrevivir con resignación a su miseria», pero henchidos de grandes inquietudes y aspiraciones. Cada uno, a su manera, ponía su empeño en aquel contexto de “tiempo encogido, sumiso y acobardado”, sorteando sus desazones con la mejor entereza posible, sin que pudiera evitarse en cada curso escolar sonadas espantadas por parte de algún alumno indómito y contrariado, harto de tanta disciplina y jaculatoria.

Los protagonistas de Hervaciana son mayormente muchachos peculiares. Los hay que despuntan porque no se resignan a ser uno más del resto. Los hay que destacan por poseer algún talento o rareza que los diferencia del grupo y los convierte en punto de mira o menoscabo de empatía. Pero también en el libro hay algún relato que pone su foco de atención en otros pormenores y personajes, como es el caso del referido al fraile hervaciano, de grato recuerdo para los alumnos, gracias a su manera de enseñar tan amena, a su entusiasmo contagioso tan poco común en el claustro y que acabará fuera del mismo, haciéndose hueco en los ambientes culturales madrileños de cine de ensayo que, por aquel entonces, comenzaba a extenderse.


Podemos concluir que este libro de Hidalgo Bayal recoge un mundo asentado en el recuerdo y la imaginación, con clara tendencia a la paradoja, capaz de arrastrarnos y seducirnos gracias a la amenidad de su narrador, a la prosa bien plantada de la que se sirve y, también, al tono de cómo lo transmite, con agudas reflexiones y toques de humor que infieren hasta en los títulos de sus relatos. En fin, digamos que la pulpa de todo lo que aquí se cuenta se encuentra en la exquisitez de su lenguaje, como si se buscara la concordancia del sonido hasta que la frase se acople bien en la melodía del tiempo, de unos años por pasados inolvidables.