El
personaje de la nueva novela del escritor y periodista Juan
Gracia Armendáriz (Pamplona,
1965), Guía de extraviados
(Pre-Textos, 2018), quiere escribir sobre su condición de soledad
obligada, y lo lleva a cabo en una extensa carta de amor dirigida a
su esposa desaparecida, tratando de encontrar respuestas a lo que
sucedió repentinamente. Le obliga la necesidad de desvelar el
misterio de su desaparición y sus porqués. Ya han transcurrido tres
años y sigue soñando con ella. No se derrumba, ni se detiene.
Alberga esperanzas, y en la palabra escrita cree haber encontrado el
cauce propicio para no olvidarse ni dejar de creer en ellas.
Por
otro lado, cree que este proceder suyo no es una respuesta
melancólica a su pérdida, sino que la carta comporta un diálogo,
una presencia en cada una de sus vueltas al pasado, un acto de
confesión y, por supuesto, el asidero que mejor le vale para intimar
con sus recuerdos, el vínculo más poderoso a su alcance de mantener
en pie su fe ante la cruda realidad de no saber su paradero, un
resquicio para no darse por vencido.
“Quizá
Proust tenía razón
cuando argumentaba que lo importante no es la fidelidad del espejo,
sino la intensidad del reflejo”. Esta cita tomada de su aclamado
libro Diario de un hombre pálido (2010)
viene a propósito para convalidar la manera que tiene el
protagonista de Guía de extraviados
de reflejar la misión y el sentido de su relato: una búsqueda y un
viaje emocional. Quien habla es un escritor de cuarenta y tres años,
un hombre doliente y náufrago en ese mar de ausencia. Sin embargo
percibe que en esa añoranza de ponerse a escribir a su mujer cree
haber encontrado la mejor versión de su oficio, que ahora compagina
con los textos que su editor le viene encargando.
Un
desaparecido, dice Gracia
Armendáriz
en una entrevista reciente, es un silencio que no para de escucharse.
Y ya se sabe que en una desaparición nada se cierra, todo se
convierte en preguntas que no dejan de repetirse. La vida de pareja
tiene, además, esa condición de vulnerabilidad y de exposición. Se
hace necesario el cuidado del otro, la presencia del otro para
preservar esa vida, para protegerla, para sustraerla a la posibilidad
de la caída, del desorden sentimental, del abandono. Conforme avanza
la lectura, el narrador se apiada de sí mismo, consciente de que ser
invisible para los demás, cuando uno anda perdido por la ausencia de
un ser querido, resulta imposible.
Toda desaparición deja un oculto reguero de dolor, incertidumbres y
culpa. En estos casos, la búsqueda se convierte en un desatado
estado de pesadumbre que, a su vez, empuja a quien le pilla a estar
dispuesto a pedir toda clase de ayuda. El protagonista acude a la
policía en primer lugar, pero al poco tiempo contrata los servicios
de un detective e, incluso, se pone en manos de un brujo africano en
busca de pistas. Viaja sin convicción por distintos lugares y
distrae su conciencia con encuentros esporádicos con otras mujeres,
al tiempo que sumerge su desazón en los otros manuscritos que lleva
entre manos.
Entre ambas vertientes se va forjando la narración de esta breve e
intensa novela, bajo el sustrato de esa particular vivencia de la
pérdida por parte del personaje más que desde la búsqueda de su
mujer desaparecida. Este hecho es el detonante que le impulsa a
escribir de verdad. Ese malestar sobrevenido se convertirá en un
llamado proceloso a volcar en hondura las palabras que hasta ahora no
habían podido surgir dentro de él, sin tener que arrepentirse, ni
dejar de estar a buenas con la vida, pese al revés recibido. En su
estudio se siente a salvo, y después de haber sopesado todo lo
escrito en su carta, añade casi al final: “No huyo de nadie, sólo
te busco aquí, en el cuaderno de anillas. Eso es todo. Hoy he sabido
que tenías razón; no hay motivo para cambiar de aspecto o disimular
ante el vecindario. Te escribo, nos escribo”.
Toda
forma epistolar persigue crear una ilusión de verdad, de conectar
con la realidad. En Guía de extraviados estos
requisitos se cumplen, y mucho obedece al buen manejo de su prosa,
sobria y alejada de retórica, así como al uso de la segunda persona
que, cuando aparece, lo hace con levedad y suspiro. El lector percibe
que la revelación del personaje está bien armada de razones,
vivencias y deseos, verdades que se manifiestan de forma directa en
el discurrir del relato, y con un resultado final sorprendente e
inesperado.
Gracia
Armendáriz con
el desdoblamiento final de su personaje, entona una idea nada
extravagante de que existe un lugar de encuentro con los
desaparecidos al alcance de quien se atreva a explorarlo. La memoria,
la escritura y la vida que surcan los renglones de esta estupenda
novela tienen ese alcance metafórico, el mismo que el narrador se
concede: sentirse extraviado como un desaparecido.