martes, 26 de diciembre de 2023

Las costuras de la vida


Tengo la sensación tras leer esta emotiva novela de Salva Robles (Málaga, 1970), de que la vida nos toma la lección una y otra vez para ver si la tenemos aprendida, incluso, nos examina antes de aprender que vivir de modo autosuficiente resulta imposible. Me gustan los libros, como este, que tienen consecuencias. Del desorden y la herida (Talentura, 2023) es un relato con diferentes voces que se lee sin fisuras, fresco, maduro, de esos en los que cada voz trasciende como cauce de búsqueda y ascensión de la realidad. Por aquí transitan seres que aspiran a alzar el vuelo, como ave que escapa de su jaula, pero todos llevan consigo cierta melodía de cuerpos doblegados e incompletos marcados por la falta de comunicación.

Dos citas reveladoras al inicio del libro vislumbran el sentido previo de lo que nos depara. La primera de J.M. Coetzee: “Porque no existe esa vida mejor. Esta es la única vida posible”. La segunda, más minimalista y arrebatadora, de Alejandra Pizarnik: “Mi desorden es atroz”. Ambas cohabitan con distinta intensidad y percusión por cada capítulo del libro. En esta novela cada personaje alterna un capítulo. A veces, son dos los personajes que entablan entre sí un diálogo confrontando la vida expuesta en sus hechuras, con el atisbo de que un humilde gesto puede cambiarlo todo. La novela transita de uno a otro dejando ver que la soledad e incomunicación de todos ellos es también un acto de rebeldía. Lo hace Samuel con Gema, su esposa, y con Luismi, su mejor amigo. También Pedro, en su contorno voluble de adolescente. Al igual que Marta, la terapeuta, observadora de tantas emociones ajenas, consciente de que “a todos nos hacen falta los melodramas para sobrevivir”.

Las intermitencias que cada uno de ellos va dejando esparcir de forma continuada reflejan sus síntomas y maneras de entendérselas con la vida. Luismi señala: “Qué más se puede hacer, excepto vivir”. Para Gema, “vivir es como cruzar carreteras en lugar de transitarlas en línea recta”. Samuel, un hombre invisible y aturdido, considera que para él “caminar se ha convertido en enhebrar rotondas”. A Pedro, lector impenitente, le preocupa su realidad, la que está fuera de los libros, “la realidad dando puñetazos, para no variar”. Marta, en cambio, aspira a soltar amarras del pasado, al menos es lo que traslada a sus pacientes: “No soporto este constante volver hacia atrás tan estéril”. Todos ellos se exponen y se desnudan de sus certezas y desengaños. A ninguno le impide el otro para ser él mismo. Todos entran en acción y, cuando piensan, sus cuerpos también piensan.

Sin duda, Salva Robles, es consciente de que escribir una novela es habitar en otra dimensión, nadar en un mar de dudas, y más en un debut, que no parece que lo sea. Eso del mar de dudas lo sabe todo escritor que se precie, es su privilegio, bendito privilegio. Del desorden y la herida es una novela que se deja querer, que encuentra el tono de lo que quiere contar por muchas razones: posee un ritmo narrativo trepidante, pasiones contenidas y verdades equidistantes, como la lucha, la ilusión, el silencio o la fatalidad. Es una novela que deja ver lo que su autor tenía decido ya en su cabeza, si no, no lo hubiera orquestado con ese desparpajo que la envuelve, y que nos revela que escribir es sustraerse a la vida, que escribir es tocar de cerca lo humano, es poder captar eso que mientras es, ya no es o deja de serlo.


Podemos concluir que esta novela recoge un mundo reconocible de conflictos humanos, con clara tendencia a la paradoja, un relato capaz de arrastrarnos y seducirnos gracias a la amenidad de las voces que contiene, a la prosa bien plantada de la que se vale y, también, al tono de cómo lo presenta, con agudas reflexiones que compulsan el sentido común de muchas cosas y que infieren en soplos que nos nombran.

En fin, digamos que la pulpa de todo lo que aquí se cuenta se encuentra en lo que el libro deja al descubierto, que la vida hace añicos las certezas, que el provecho de la vida reside en su uso, una novela cuya virtud suprema es el aire de realidad que sopla en sus páginas, como si el autor buscara la concordancia de la palabra con las costuras de la vida. Al final, de qué se trata, ¿de vivir o de saber que se está viviendo? Un debut destacable.

jueves, 21 de diciembre de 2023

Una ciudad múltiple


La relación de quien camina por su ciudad, por sus calles, por sus barrios, ya les sean conocidos o los descubra al hilo de sus pasos, es primeramente una relación afectiva y una experiencia corporal que deja sus marcas. Porque la ciudad no está fuera de uno, sino dentro, impregnando nuestra mirada, nuestro oído y el resto de los sentidos, que, en su conjunto, se ven alumbrados por su cartografía. Uno se la apropia y actúa según los significados que la propia ciudad le va dando. Alrededor de cada habitante de la ciudad se traza una miríada de caminos vinculados a su experiencia y quehaceres cotidianos: el barrio donde trabaja, la calle donde queda con los amigos, la avenida de los cines y librerías, o los lugares a los que nunca va porque no se asocian a ninguna actividad ni estímulo. Y así, sucesivamente.

Lo que propone Álex Chico (Plasencia, 1980) con su nuevo libro, Barcelona mapa infinito (Ediciones Traspiés, 2023) no es más que acercarnos a toda esa idea de relación afectiva, de significados y de experiencia vital con cada espacio que confluyen en el hecho de habitar una ciudad múltiple como es Barcelona, “una ciudad geométrica rodeada de laberintos”, en palabras suyas, para contarnos una historia de vecindad y múltiples revelaciones, una travesía consentida y auspiciada por esta memorable frase de Calvino de que «Una ciudad se pierde si alguien no la escribe». Consciente de que siempre habrá cosas que se escapan inevitablemente al delimitar nuestra vida en la ciudad y jugando con la conjetura de sus enigmas, Chico reflexiona y señala que “Las ciudades en las que vivimos van permeando en nosotros y a fuerza de un tránsito constante, a fuerza de ir recorriéndola año tras año, acaban determinando nuestra forma de ver y comprender el mundo”.

Por encima de todo, este libro nos depara una andanza sintiente por Barcelona, una suerte de linterna portátil que alumbra las coordenadas que conforman sus puntos de fuga y contradicciones, desde la propia vivencia de quien la describe, que responde de su experiencia hablando de todo lo que se superpone y acumula la ciudad donde vive: “Así es como juzgo a esta ciudad, como un mapa infinito”, nos dice. Ya, desde el frontispicio del libro, Chico nos presenta tres citas que predisponen al lector a recorrer la ciudad desde el soplo literario y la observación con todo aquello que pueda llevarnos a una aventura distinta. Se hace cómplice de la primera de ellas: «Hacer el retrato de una ciudad es el trabajo de una vida y ninguna foto es suficiente», una frase memorable de la fotógrafa estadounidense Berenice Abbott. En la siguiente, evoca a Roberto Bolaños que alude a que también en una ciudad civilizada, como Barcelona, aúlla el lobo, hasta llegar a la tercera cita de la escritora argentina Verónica Nieto que más bien parece un microrrelato: “Y, entonces, te vas quedando en Barcelona”.

Y así echa a andar Barcelona mapa infinito, como una historia que contar, con sus calles y protagonistas, con su esencia literaria de quienes las hicieron vívidas, con sus espacios reconocibles y apuntes suspendidos en la memoria colectiva. Para Álex Chico, “la ciudad es un asunto demasiado complejo, un tema que se enmaraña más a medida que le añadimos capas y capas de memoria”. Se prodiga, sin tener que acudir a los excesos retóricos, en rescatar datos y citas literarias, haciendo de su propia lectura una guía sentimental barcelonesa con sus realidades, espejismos, puntos cardinales de la montaña y el mar, y con sus márgenes, sin ocultar su miedo a la vorágine turística. También hay lugar para nombrar las novelas sobre Barcelona, como La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, al igual que espléndidas narraciones y entresijos como las que escribieron Pla, Marsé, Vázquez Montalbán, Mercé Rododera o Joan Margarit, entre otros.

Retratar la ciudad en la que uno vive es una aspiración permanente en la vida de un escritor, nos dice. Alude a las vanguardias para asentar su idea de que no existe una sola forma de retratar a una ciudad, sino múltiples maneras de hacerlo, dependiendo del rincón o viaducto que elijamos para observarla: “Todo paseo es infinito”. Barcelona se presta a ello, y mucho, nos viene a decir, desde La Rambla a Montjuic, desde la Torre Castanier a la Sagrada Familia o desde los pasajes de l’Eixample a los del Raval: “Barcelona es una gran ciudad pequeña, y sin embargo llena de puntos de fuga capaces de desplazarnos a cualquier parte”. Bajo este predominio de vivencias y analogía entre la ciudad y sus confluencias literarias, nos anima a percatarnos de que “En las ciudades, como en las novelas, cabe todo” y cómo un paseíllo tras otro concitan a entendernos con su mapa y a reverberar la memoria de sus rincones.


Barcelona mapa infinito no es una guía de la ciudad, ni un libro de viaje, es un relato de reminiscencias personales y de evocaciones transmitidas libro adentro, tan solo para saber que quien escribe sobre su ciudad perpetúa su estancia, recicla sus pasajes y recuerdos, se apropia de su mapa, lo revive, lo reinventa, como la vida misma, como un trazado en el que cada instante es resonancia y continuidad. Y esa conexión fluida pone su guiño a la concepción borgeana, digamos laberíntica, que ha querido establecer el autor en la construcción de este mapa sobre Barcelona, un paseo narrativo ilustrado con dibujos de Joan Ramon Farré Burzuri, cuyo resultado final es un recorrido por el espacio y el tiempo de alguien que deambula por sus calles, según decía Walter Benjamin, «como lo haría por un bosque: dispuesto al descubrimiento».

Lo que nos llama la atención de Álex Chico, es su destreza narrativa, su capacidad de escritor todoterreno, un talento poco común que cada vez a más lectores nos cautiva, por su verdad y oficio. Y ahora también, con esta hermosa semblanza sobre Barcelona, un libro ameno, jugoso y sincero, escrito sin más límite que su atracción por el magnetismo de una ciudad que padece, disfruta y ama.


martes, 12 de diciembre de 2023

Conversar con la muerte


La muerte forma parte de la vida y es parte del relato de ella misma. Tal vez sea la última oportunidad de hallar un significado y de dar un sentido coherente a lo que pasó antes. Pero la vida siempre tiene un futuro, y para muchos hasta en la muerte. Morir es parte de la vida, no de la muerte. Por eso mismo, andamos necesitados de palabras para tratar de minimizar la inevitable soledad del que muere, palabras para contener al otro, palabras para entender la experiencia compartida y establecer una conexión con ese otro ser humano que definitivamente se va y nos deja.

Sobre todo, este asunto ancestral de lo que significa la muerte en la experiencia humana trata Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide, 2022), de la escritora, filósofa y rabina, Delphine Horvilleur (Nancy, Francia, 1974), un ensayo transversal entre lo sagrado y lo cotidiano en el que está muy presente el pensamiento judío. El libro lleva un subtítulo exquisito y filosófico, Pequeño tratado de consuelo, y, como dice la propia autora: “reúne varias historias que me ha sido permitido contar, vidas y duelos que he tenido que vivir o que he podido asistir”. En todas ellas nos vamos a encontrar con episodios que dejan ver también ese lado amable de entender lo que fundamenta a la identidad judía: “Nadie sabe realmente qué hace a un judío, y menos aún a un «buen judío»”. Diremos que es un libro lleno de inquietudes y curiosidades, tanto religiosas como laicas, incluso con un soplo de humor para afrontar la muerte con serenidad y desenfado.

Horvilleur, como rabina laica, apartada de cualquier posición hegemónica, se afana en contarnos cómo los muertos conforman nuestras vidas y cómo nosotros, al morir, igualmente conformaremos otras vidas. A su vez, nos desvela el sentido que tienen esas piedrecitas emblemáticas que los judíos colocan en las tumbas, en vez de flores: “Dejar una piedra encima de una tumba es declarar a quien descansa en ella que nos incorporamos a su herencia, que nos ubicamos en la serie de generaciones que prolongan su historia. La piedra proclama filiación, real o ficticia, pero siempre sincera”. Los ritos y las palabras ponen de manifiesto el relato de la muerte que no debe reducirse a un mero trámite de desenlace trágico, sino que dé continuidad al propio relato de la vida del fallecido: “No contar nunca la vida a partir del final sino a partir de lo que en ella se creyó «sin fin». Saber decir todo lo que fue y lo que podría haber sido, mucho antes de decir lo que ya no será.”

Otra curiosidad sobresaliente que nos revela Horvilleur es que en el judaísmo no existe la confesión, salvo la que precede a la muerte. Lo mismo que la importancia que tiene en la tradición judía el kadish, que no se refiere solo a la oración de los deudos, sino a la persona designada para recitarla. De ahí que es algo común y propio de un padre o una madre personarse ante el rabino para presentarle a su hijo como su kadish cuando llegue la hora de su muerte. Humoradas y chistes judíos cargados de simbolismo y trascendencia no faltan. Por ejemplo: “Esto son dos supervivientes de los campos que están haciendo humor negro sobre el Holocausto. Dios, que pasaba por allí, los interrumpe: «Péro ¿cómo os atrevéis a bromear con tamaña catástrofe?», y los supervivientes le dicen: «¡Tú qué vas a saber, si no estabas allí!».”

Vivir con nuestros muertos es un compendio de vivencias, rico en perspectivas, que interesará a quien sienta curiosidad por los enigmas en la vida y la muerte. Horvilleur traza su mirada humanista para hablarnos con sencillez, sabiduría y distensión sobre la complejidad de entender el sentido de la muerte desde la tradición judía, consciente de que el judaísmo tampoco proporciona una respuesta firme sobre la otra vida para quienes la esperan con inusitada preocupación. Elogia acompañar la muerte de los demás desde las creencias o ausencias de estas, desde la convivencia, sin que ninguna de esas opciones tenga que prevalecer sobre el resto, y acaba el libro evocando el asesinato de Isaac Rabin, para poner su foco de atención en la esperanza, despertar la conciencia de los vivos y proclamar que ningún fanatismo habla nunca en nombre de todos.


Conversar con la muerte tiene el sentido vitalista de saber entender que su intermitencia no debe reducirnos a determinarla como un mero trámite que aguarda su momento: “Nadie sabe hablar de la muerte, y puede que esta sea la definición más precisa que se pueda dar de ella”. Hay algo fascinante en este libro de fidelidad compartida que lo hace propio y singular, y no es más que su calidez narrativa y enorme honestidad, capaz de mantenernos atentos y ensimismados en un “pequeño tratado de consuelo” que nos concita a buscar respuestas y sentirnos más vivos, más cerca de pensar que después de la muerte hay algo que no sabemos, como dice Horvilleur: “algo que todavía no se nos ha revelado, algo que otros harán, dirán y contarán mejor que nosotros, porque hemos existido”.

Vivir con nuestros muertos es un libro hermoso sobre la muerte, que emociona, alumbra, entretiene y enseña a leer la vida. Sin duda, una de mis lecturas más gozosas del año.

viernes, 8 de diciembre de 2023

Pérdidas y hallazgos


La escritura y la lectura trasladan, es decir, nos convierten en metáforas del tiempo. En ese camino, a lo largo de nuestras vidas, somos partícipes del asombro continuo que los libros son capaces de producir. Incluso para incrementar el valor de la vida y atemperar las pérdidas que nos suceden. Nadie entendería la vida sin la concurrencia y el alcance de esos extravíos propios y ajenos de cada día. Sin embargo, nos resultan exasperantes, incluso los más banales. Cualquier pérdida es un desajuste que puede derivar en una crisis con nosotros mismos, con los demás o con el mundo entero. Algo común que nos acerca a entender que perder es un verbo continuo que conjugamos en presente, pasado y futuro a lo largo de nuestra vida. En la naturaleza de la pérdida cabe todo: lo leve y lo grave, lo insulso y lo importante, lo insólito y lo penoso, lo extraviado por momento y lo desaparecido para siempre.

Bajo este remolino de consecuencias que portan extravíos y pérdidas, la escritora y reportera estadounidense Kathryn Schulz (1974, Shake Heights, Ohio) nos concita al lector en su nuevo libro, Una estela salvaje (Gatopardo, 2023), unas memorias con alma ensayística, para que la acompañemos en su investigación sobre todo lo que causa la pérdida en la experiencia humana, su contrariedad e impertinencia. Y, lo que es más importante, al enfoque de enfrentarnos a lo mucho que incide en nuestra existencia, “al hecho de que, tarde o temprano, el destino natural de casi todo es desaparecer o perecer”. En ese proceder suyo, erudito, indagatorio y hasta filosófico, traducido por Marta Rebón, mezcla de exploración y vivencias, se aborda en tres partes un duelo, un amor y una incursión reflexiva en torno a la conjunción “y”. Todas estas secciones guardan lazos entre sí por lo que conectan con el hecho de vivir.

Si en la primera parte nos sumergimos en las pérdidas cotidianas y en aquellas otras pérdidas irreparables, de dolor inmenso, como es la muerte de un padre, en la segunda parte llegamos al territorio de los hallazgos. Aquí, el estímulo y el asombro de encontrar algo nuevo sostiene el peso de buena parte del libro. Cuenta Schulz que cuando aparece el enamoramiento todo se trastoca “es una especie de paréntesis, una pausa en el orden normal de las cosas”. Es el azar y el destino los que, a veces, se confabulan, como así le ocurrió unos meses después de que falleciera su padre. Había quedado a almorzar con una desconocida y se enamoró inesperadamente. Estaba en pérdida y le cambió la suerte.

Dice Schulz que, en ese trasiego de extravíos, “solo hay dos formas de encontrar algo. La primera es, mediante la recuperación, cuando encontramos algo perdido. La segunda es mediante el descubrimiento, cuando encontramos lo que nunca habíamos visto antes”. De esta impronta abastece sus reflexiones sobre el enamoramiento: “A veces, nuestros descubrimientos son tan fortuitos que casi parece que las cosas nos encontraron a nosotros y llegaron de la nada a nuestras vidas”. El amor, viene a decirnos, confía en su propia invención ilimitada: “Y, sin embargo, el amor es innegablemente un enigma, y uno de sus muchos misterios es que a veces descubrimos muy pronto que, como decía Dante, la felicidad nos ha llegado”.

Al llegar a la tercera parte, cobrará sentido el título del libro mediante la conexión del origen del mundo proveniente del choque de un meteorito con la Tierra hace treinta y cinco millones de años, “una estela salvaje” y remota que, aún, sigue dando pie a hacernos preguntas por el origen, desarrollo y continuidad de la vida en nuestro planeta. Nada parece aislado, todo ejerce una constante ilación, “el mundo en modo conjunción”. Se trata de entender que vivimos conectados con muchas cosas a la vez. Alude al filósofo Hume en los términos en que “todas las ideas provienen de la yuxtaposición, de enlazar un elemento conocido del mundo con otro”. En esta idea implícita del significado y proyección de la letra “y”, queda dicho que “no es solo un sentimiento de conjunción; es también un sentimiento de continuación”.


Una estela salvaje es un memorial perspicaz y reflexivo para llegar a la conclusión de que habitar el mundo es escuchar también el rumor del tiempo, aprendiendo a interpretarlo desde la experiencia vital de entender que “solo disponemos, inevitablemente, de una vida, y por muy activos, interesados, afortunados o longevos que seamos, solo podemos hacer cierto número de cosas con ellas”. Por aquí transita todo su sesgo narrativo, por donde las pérdidas y los hallazgos se conjuran y desdoblan en un mismo plano vital, se trata de un libro que recoge un buen bagaje de lecturas y experiencias de la mano de su autora, un manuscrito que toca de cerca la vida, las ganas de ser y apela al regocijo de “aprovechar mejor nuestros días finitos”.