El
título de 1996 Lo raro es vivir,
de Carmen Martín Gaite,
le sirve a la narradora del libro para arrancar su relato exaltando
lo extraordinario que a veces pasa por las buenas en la vida normal.
Entre todo ese enjambre anodino que se sucede en el vivir cotidiano,
a veces, salta uno de ellos, aparentemente insignificante que, de
pronto, origina el comienzo de algo nuevo y, entonces “sobreviene
el miedo o la parálisis”.
El
nuevo libro de Sara Mesa
(Madrid, 1976) Cara de pan
(Anagrama, 2018), autora de vibrantes relatos y novelas anteriores,
como Mala letra
(2016), Cicatriz
(2015) o Cuatro por cuatro
(2012), sorprende por ese matiz de encuentro casual surgido en las
vidas de dos seres que rompen su anodina soledad y, muy al contrario
de lo que se podría pensar, por la diferencia abismal de edad entre
ambos, no les sobrevienen ni parálisis, ni recelos, sino una fecunda
relación que comparten por las buenas a solas.
Son
dos personajes escurridizos, heridos socialmente, que inician una
extraña relación entre el desarraigo que sobrellevan, las
incomprensiones y la desconexión humana que han tenido que sortear.
Se encuentran en un parque y allí, protegidos por un seto,
comenzarán a verse en días sucesivos. Ella es una adolescente, de
apenas catorce años, que esquiva las clases del instituto. Él, es
un hombre maduro, de comportamientos extraños, va siempre con unos
prismáticos colgados y está obsesionado por los pájaros y las
canciones de Nina Simone.
“El viejo
habla como un niño –con el ensimismamiento y el entusiasmo de un
niño– y la niña lo mira con curiosidad […] Para ella ese hombre
es un viejo y los viejos tienen edades tan variables como
inverosímiles”. Casi,
la niña a la que llama por ese nombre, le presta atención a todo lo
que el hombre le va contando, tratando de sacar alguna moraleja de
ello, “pues siempre le han enseñado a interpretar así las
historias”.
Poco a poco se va creando un clima propicio entre ellos, lo que les
facilitará que lleguen a revelarse secretos y empiecen a sentirse
cercanos y reconocidos, como si vinieran a coincidir en aquel lugar
desde una reencarnación de la que acaban de salir. Y, aunque a ella
siempre le advirtieron que “los hombres no pueden ser amigos de los
niños”, no le importa seguir con la aventura, incluso si se la
imagina peligrosa. “No puede quedarse sin una historia que contar
–subraya la voz narrativa–. Necesita una historia que contar”.
Cara de pan es
un título hermoso que esconde un símbolo que conviene escrutar, una
fábula existencial empapada de realismo y verdad, un relato que
enciende en su lectura la sed con que se bebe una buena historia de
misterio y vida, escrita en un tono delicado y nada complaciente
donde la fluidez narrativa es su arma más poderosa. Decía Leopardi
que la felicidad es lo que tenemos antes de empezar a buscarla. Esa
búsqueda inocente y desesperada es la que aúna Sara
Mesa con
sutileza y tino en ese espíritu que mueve a estos dos seres
desarraigados y problemáticos, a sentirse cómplices en los
instantes que comparten. El
Viejo
“no vino a darme cariño, dice Casi:
vino a darme consejo”.
El corazón, incluido el del inocente, tiene sus secretos, sus muros
de silencio, su misterioso modo de entender las cosas, y ese trémulo
saber es el que también guarda el cariz literario de este relato tan
sencillo como luminoso que el lector irá descubriendo conforme
avanza el destino amenazante de la trama, que irá cargando el
ambiente.
Sara
Mesa
firma una conmovedora novela, amena e intensa, que se lee de una
sentada, sostenida por la fuerza propia de sus vívidos personajes,
que son, en definitiva, los que la hacen posible. En Cara
de pan
hay un miedo ambiental inquietante, incluso infundado, pero que los
mayores, que están presentes en la novela, no pueden evitar. Temores
propagados desde siempre que los hacen sentirse vulnerables y
desconfiados, vayan por donde vayan, arrastrados por los tabúes.
La
vida no transcurre como uno la imagina, y este libro pone su acento
en ello, rozando los límites establecidos por el devenir cotidiano,
que no son otros que los propios límites de la condición humana. El
libro de Mesa
procura al lector la idea de estar ante algo que lo hace sentir
modesto. Y eso lo consigue cuando dicho lector logra adentrarse con
lucidez en el interior de la naturaleza humana, algo que proporcionan
las historias bien tejidas y resueltas con eficacia, hasta sentir la
necesidad de hacerse pequeño y despojado de prejuicios.