jueves, 31 de marzo de 2022

Repensar el amor


Si tuviera que destacar solo una de las muchas cualidades literarias de Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967), sin duda señalaría la inteligencia. La inteligencia en la literatura es un valor fundamental que, aunque no lo parezca, no está suficientemente reconocido, pues se valoran muchas más otras cosas que no existirían, dicho sea de paso, sin la inteligencia. Quiero decir con esto que la inteligencia aplicada a la literatura es la que crea tramas, atmósferas, emociones y personajes. Y, sin embargo, algunos autores se obligan más en disolverse en la ficción para pasar desapercibidos, o todo lo contrario, para que se les note mejor.

Agustín Fernández Mallo, poeta, físico, ensayista y narrador, siempre ha mantenido en sus ficciones ese espacio mental necesario para que su inteligencia lo ocupe de forma soberana. Lo hemos podido comprobar con Nocilla Dream (2006), una novela que va haciéndonos saltar por los fragmentos del texto con insólita sensación de vértigo, o con Trilogía de la guerra (2018), un libro intenso y ambicioso que no da tregua al lector y lo empuja a unos escenarios en los que se juntan la ciencia, la antropología y la propia cultura popular. Llega ahora el turno de El libro de todos los amores (Seix Barral, 2022), su nueva novela, para que podamos establecer esa conexión de los tres elementos antes citados y la forma de un estilo narrativo que ha seguido manteniendo su autor a lo largo de toda su trayectoria, pero en esta ocasión abordando un asunto universal por medio de un relato en el que una pareja, constituida por un hombre y una mujer, se refugian en Venecia durante una crisis mundial, mientras ella escribe sobre el amor y sus variantes.

La trama de la novela no es otra que hablar del amor, pensarlo y catalogarlo desde infinidad de puntos de vista y esferas que van conformando todo un directorio de microensayos sobre su esencia y cómo se manifiesta: amor paquete, amor mascota, amor lenguaje, amor navaja, amor llama doble, amor diferido.... El libro establece ese mecanismo para explorar los rastros y presencias del amor que se dan y observan en la vida cotidiana, partiendo desde la idea del autor de entender la literatura como trayecto de lo personal a lo universal. En ese Gran Apagón aludido en el libro, todo parece impregnado de silencio, de ausencia de olores y luz ambiental. Y partiendo de esa circunstancia, el lenguaje se convierte en la sustancia propicia para pensar, indagar y rastrear la evolución del amor, como hace la arqueología, escarbando en los orígenes para seguir estudiando.

Lo conceptual sigue estando muy presente en la obra de este autor, al igual que su aire poético, como se refleja en los diálogos amorosos que establecen Ella y Él, nomenclatura con la que aparecen sus protagonistas, hasta desvelarnos al final del libro sus nombres, diálogos encadenados con suma originalidad significativa en los que el mundo de pareja parece que se alimenta y desarrolla bajo un código particular de recuerdos, palabras y guiños fuera del alcance de los demás, como así deja dicho Ella con cierta satisfacción: “Amar nada tiene que ver con mirar al cielo y quedarse pasmado en las demandas de los dioses. Amar es bajar la mirada y con la punta de la lengua escribir en el orificio del deseo”.

En El libro de todos los amores encontramos un artificio narrativo que, lejos de pretender escribir una novela realista al uso que se sostenga sobre la estructura clásica de planteamiento, nudo y desenlace, quiere exponer y desarrollar el sentido histórico, poético, filosófico y físico del amor, jugando con todas estas particularidades y materias que conforman las opiniones, sentires y correspondencias de una pareja, sus dos protagonistas, personajes coherentes con la ambientación y propósito del autor para encontrarse y ceñirse a las divagaciones de un yo capaz de generar estímulos que se prestan a discernir sobre todo lo que el amor contiene de arqueología, realidad, lenguaje y ficción.

Más que una novela, El libro de todos los amores es un texto nacido de la confluencia de varios géneros, un libro atravesado por una poética filosófica que trastea en la representación del amor y sus reflejos en metáforas, un libro que destaca que “la ficción no oculta las cosas; por el contrario, las hace emerger tal como son”. Sin embargo, sostiene en lo que llama Amor máscara que: “Sólo el amor se salta esta norma, le quitas la máscara y siempre encuentras otra, que es la misma, su identidad es la del infinito desvelamiento de lo idéntico”.


En todo ese divagar de sus personajes por Venecia como escenario, Agustín Fernández Mallo nos viene a decir que el amor también son canales y archipiélagos de tránsito y lenguaje propio, pero, sobre todo, que el amor y su intrincado juego de variaciones se conjuran como tubos de ensayo en el laboratorio de las relaciones humanas.

Este libro, tan insólito en su arquitectura como magnético en su forma, es, en definitiva, un relato perspicaz, erudito, poético y ameno que se suma al bagaje de la obra de un autor que se caracteriza por la originalidad de su estilo y la frescura de sus textos. Tan solo por esto mismo merece la pena tener a punto nuestra brújula lectora para no perderle el norte.



martes, 22 de marzo de 2022

Cuadernos rusos



Escribir es siempre un ejercicio de incertidumbre. Algo a lo que todo escritor, de forma inevitable, se enfrenta con cada frase que va apareciendo en el espacio en el que escribe. Solo por tanteo y aproximación, el escritor aspira a explicarse, a fuerza de tomar un desvío tras otro. En ese sentido, los cuadernos de notas son, a menudo, una suerte de cuartel de invierno del escritor, una alacena de hallazgos donde abastecerse. En ellos hay estancias e imágenes en las que se han ido colocando trazos de palabras que revelan cosas de lo que importa de verdad al escritor, como diría
Aldous Huxley, que no es tanto lo que te sucede, sino lo que tú haces con lo que te sucede.

Cinco inviernos (Alfaguara, 2022) responde a todo ese ejercicio vital sentido por la escritura. Su autora, la periodista Olga Merino (Barcelona, 1965) persigue el sueño de convertirse en escritora y aquí lo cuenta desde aquellos años noventa durante los que fue corresponsal del diario El Periódico en Moscú. Allí presenció la desaparición de las repúblicas soviéticas y la guerra de Chechenia que, junto a sus experiencias y maneras de vivir, fue anotando en sucesivas libretas. Ahora, al cabo de tres décadas, las recopila para acercarnos a la Rusia convulsa de entonces, lo que sigue siendo hoy un misterio, a la que viajó a cumplir una misión periodística, pero con la idea de volver bajo el brazo con una novela escrita.

Estos cuadernos rusos conforman un viaje a un pasado reciente, a un tiempo vivido por una escritora en formación, testigo de un caótico hito histórico, “cinco inviernos (casi seis) –puntualiza– de juventud pletórica en los que, sin darme cuenta, se estaba escribiendo la novela de mi aprendizaje vital y literario”. Esos años, por tanto, fueron claves en su desarrollo profesional, porque determinaron su verdadera vocación. Fue un tránsito, un despegue interior de optar por la literatura como meta: “La vida es un continuo arrojar dados al aire”. Hay notas continuas en el libro sobre este devenir que son surcos que parecen la maqueta de una trinchera, que miran con fuerza lo que ocurría fuera, lo que representaba de incierto e irreductible aquellos momentos que le tocó vivir.

Sigue atenta a su labor de observadora política y anota en su cuaderno escenas y vivencias de lo que acontece en la calle o en la casa donde vive con otros inquilinos, narrando el caos, la convulsión y la aspereza de vivir el día a día. Comprueba una y otra vez que el motor de la sociedad rusa se nutre, sobre todo, de una combinación de resentimiento, supervivencia y desidia. Comprueba que, para desgracia del pueblo ruso, la vieja nomenclatura se ha convertido en la nueva oligarquía que se ha apropiado de las mismas empresas que antes dirigían: “Yeltsin tuvo manos libres para lanzar un programa de privatizaciones salvaje que destruyó la industria soviética y, en segundo lugar, logró la aprobación de una carta magna presidencialista que le otorgó amplísimas atribuciones, comparables a la de un zar”. La misma de la que hoy por hoy sigue valiéndose Putin.

Olga Merino vio todo esto en el Moscú de 1992 y lo traslada a sus cuadernos, tratando de escribir un relato de sí misma, alejado de la crónica periodística, más íntimo y vívido. No son pocas las cautelas para adaptarse a un lugar tan exigente, áspero y desbaratado, como Moscú, de fríos helados y escasez prolongada. La escritora nos habla de tener que convivir con la indolencia y el pillaje de sus habitantes en cada esquina. Más allá de toda esta desazón, por todo el libro trasciende un mundo personal por el que transitan sus lecturas y su apego a la literatura, que va desgranando con inusitado alborozo. Da muestra de su entusiasmo por un buen número de escritores, como Vila-Matas, Ribeyro, Deleuze, Cavafis, Borges o Virginia Woolf. Tampoco se olvida de la buena compañía de autores rusos que siempre lleva a mano, como Bulgákov, Gogol, Tolstói, Marina Tsvetáyeva o Ludmila Petrushévskaia, entre otros que aparecen y se citan una y otra vez.

Por tanto, lo que nos vamos a encontrar dentro de las páginas de Cinco inviernos, es a una escritora que narra los acontecimientos de los que es testigo mientras deja ver su voz a través de unas notas, a modo de diario, que retrata un tiempo marcado por la historia y que, a su vez, despliega el autorretrato de la propia realidad, de los ideales de una mujer a la que el fantasma de la literatura la persigue y empuja hasta convertirla en escritora, como así anhela: “Quiero escribir, escribir, escribir. Asumir el paso del tiempo y la responsabilidad que me autoimpuse desde tan pequeña”.

No es casual que Cenizas rojas (1999), su debut literario, recoja estos mismos sentimientos y circunstancias de gente dispar que viven en un mismo piso, a unos metros de la Plaza Roja, cada uno de ellos ocupado en poner rumbo y destino a su vida. A esta novela le siguieron Espuelas de papel (2004), Perros que ladran en el sótano (2012) y La forastera (2020), su última novela, un emocionante canto a la libertad y una mirada nostálgica hacia el pasado y el mundo rural que lo sustentó. En todas ellas queda entretejido ese gusto suyo por adentrarse en la flaqueza y trajín de la vida, para desmontarla y trazar un plan narrativo que reinvente una historia bien contada.


Cinco inviernos es un libro de prosa ligera y limpia que atrapa, precisamente, por el pálpito narrativo que despliega y por cómo lo hace, trasteando en sus apuntes por medio de ese reducto literario propio del diario, para contarnos en primera persona lo fascinante que tiene la experiencia de compaginar la escritura con la vida. Un texto confesional emocionante que realza el hecho de que la literatura nace de la vida y es inseparable a ella.

Publicar estos diarios, estos cuadernos rusos guardados, ha supuesto para Olga Merino un rescate de un tiempo crucial de su vida, una forma de mostrarnos su despertar a la literatura y su reinvención como escritora, por ese lado intuitivo en el que entra en juego la reconciliación consigo misma, dejando ver la trastienda de su verdadera vocación.


martes, 15 de marzo de 2022

Retazos de memoria


Podríamos decir que hay dos maneras de escribir: una referida a la escritura del presente, de lo inmediato, y otra filtrada por el tiempo, la escritura de la rememoración. La escritura del presente cuenta lo que se está viviendo en el momento, como es el caso del diario, la crónica o el reportaje y, por tanto, es testimonial e inevitablemente, una escritura que se acerca, casi siempre, a la no ficción. Y luego está la escritura que pasa por el filtro de la memoria, del transcurso del tiempo, muy intervenida por la imaginación, es decir, la referida a una escritura retrospectiva que, al estar tamizada por la memoria, siempre andará más al lado de la ficción.

Dicho esto, ¿dónde encaja mejor el aforismo en esta clasificación temporal? Para la escritora, antóloga y ensayista almeriense Carmen Canet, doctora en Filología Hispánica y aforista consumada, textos, como los aforismos, son claros exponentes de un tipo de escritura de inmediata aplicación de lo cotidiano. El aforismo, según ella, responde a ese espíritu propicio que nace de la observación de la realidad del momento y, por tanto, brota del pálpito de un instante, de una fugacidad con ánimo de quedarse para siempre. Leyendo su obra, la autora deja entrever que el buen aforismo aspira a quedarse con nosotros, a ser atemporal. El aforismo pertenece a esa clase de género que evoluciona y se adapta, como el resto, a las exigencias verbales, acudiendo a la experiencia que nos deja el discurrir del tiempo, donde la palabra, aunque venga del ayer, encuentra sentido en el ahora y vale para el mañana.

A lo largo de sus publicaciones, nombremos, por ejemplo, Malabarismos (2016), Luciérnagas (2018), Olas (2020) o Legere, eligere (2021), entre otras, el valor del tiempo y sus instantes andan siempre muy presentes a la hora de expresar el sentido de su poética aforística. Dice Canet en uno de ellos que “Los aforismos conectan el mundo antiguo con el moderno. Son clásicos vigentes”. Esa intencionalidad de aspiración por lo clásico tiene mucho que ver con esa idea suya de que al aforista le gusta estar al acecho de las palabras para que lleguen justo a tiempo, a su tiempo y al nuestro, que nos alcancen y nos sorprendan hoy.

En Monodosis (Trea, 2022), su nuevo libro de aforismos, Carmen Canet presenta todo un catálogo de perplejidades e intermitencias en las que los retazos de la memoria tienen ese cariz de señal en el tiempo con un propósito claro, como así deja dicho en el prólogo, de ofrecer al lector “líneas de palabras que sienten y consienten. Renglones medidos que comentan, discuten y sobre todo quieren, y buscan, un interlocutor”. Todas estas píldoras o “pastillas efervescentes”, como también las llama, apuntan a recrear y revivir ese espíritu literario permanente, tan suyo, que nos dice cuánto de nuestro presente está hecho con la urdimbre del pasado del que no podemos desentendernos.

Canet formula y pule ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más próximos, apartándose de toda solemnidad y rigor moral. Le importa alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia para virar al territorio de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la existencia a través de un yo bienhumorado y reflexivo que hable apartado de la crispación, acurrucado en las diferentes estancias de la vida, destilando observaciones agudas con socorrida elegancia, pero inseparable de un cierto racionalismo que hace mella en el presente. Vayan estas tres muestras que así lo acreditan: “Era una persona que ponía son y sol a la vida”; “El silencio es el vacío de la palabra, pero está lleno de sentimiento”; “La vida necesita paréntesis, corchetes, guiones y otros signos que puntúen”.

La parvedad de estas Monodosis andan cargadas con la máxima intensidad, cuidando de que cada palabra tenga su peso. La autora no da pábulo a nada superfluo, sus sutilezas percuten en sobreentender lo esencial: “Cuando una piel está bien acariciada, tiene eco”, parece que recitara. A veces sus aforismos parecen también ancestros y aliados, como se aprecia en estos dos ejemplos: “Con la edad se aprende que con lo sencillo y lo cercano se vive mejor. Nunca es tarde para dejar de complicarse”; “Las personas que se aman a sí mismas, no aman a cualquiera”. Por otro lado, su sintaxis, reducida a su mínima expresión, le confiere una fuerza semántica máxima, como aquí se aprecia en estas dos dosis nada ingenuas: “También son duros los exilios interiores”; “Debemos tener cuidado con los síes. Por lo menos uno, te condiciona”.


Si la literatura, en cualquiera de sus géneros y de cualquier época no se refiere de manera especial a cada uno de nosotros en particular, o si no logra ofrecer una nueva mirada sobre temas universales, conviene mejor dejarla a un lado. Si no es vida que nos pertenece o nos roza, mejor olvidarse. No es el caso de este librito, porque en sus trescientas cincuenta “monodosis” que lo conforman hay esparcido un mundo tan interiorizado que se nos antoja nuestro. Ninguno de sus aforismos dejan de hablarnos, incluso para evocarnos a autores como Emily Dickinson, Virginia Woolf o Nicolás Gómez Dávila, de sobreponernos, de divertirnos o de hacernos pensar, sin que tengamos que recurrir a recordar lo que somos.

La tradición nos indica que el aforismo, como pensamiento corto, sin espesor, se cultiva para provocar o manifestar todo tipo de perplejidades, juicios o paradojas. Monodosis encaja en esa misma dinámica de cultivo y experimentación. Canet así lo quiere y requiere, al igual que como arma sutil para dar en la diana una y otra vez, con tino, humor y mucho paladar, burlando cualquier convención, y acabando con un remate final imperecedero: “Menos mal que nos queda la utopía y el cuento de la lechera”. Aquí encontrará el lector retazos de memoria y trozos de vida arremetida, en pequeñas dosis.


martes, 8 de marzo de 2022

Náufragos del Yucatán


La novela es un género proteico, cuyo contenido y forma se manifiestan de múltiples maneras. Por eso mismo, la novela es un espacio libre y abierto que atiende a una diversidad de inventivas por las que transita una narrativa en la que su naturaleza propia deja paso a todo tipo de escenarios posibles y, desde luego, a acontecimientos colectivos o personales que nos ponen en contacto con la realidad histórica concreta del momento presente, pretérito o futuro en la que se hallan inmersos los personajes que la protagonizan.

En la trayectoria narrativa de Julio Castedo (Madrid, 1964) destaca precisamente esa relación estrecha establecida entre la literatura y la historia, con una clara voluntad de aprovechar el cauce de la historia como elemento clave de la trama de sus novelas, como es el caso de Rey don Pedro (2021), un relato cuyo tiempo recobrado viene marcado por la memoria y el mundo interior del personaje histórico que pone voz al texto. A todo esto, sabe Castedo que para contar una historia lo primero que hace falta es construirse un mundo amueblado, hasta los últimos detalles, un mundo en el que los personajes tengan su vida propia y en el que el autor, como médium, los haga actuar siguiendo sus propias sugerencias e instinto.

Castedo vuelve al género con una novela galardonada con el Premio Jaén de Novela para llevarnos a un escenario de ultramar y contarnos la extraordinaria aventura de los náufragos del Yucatán, una asombrosa historia que nos sitúa en los confines de la conquista española en aquel siglo XVI heroico, del que tanto dejó escrito Bernal Díaz del Castillo en su colosal Historia verdadera de la conquista de Nueva España, la gran crónica de Indias y una de las obras clásicas de la literatura española. El Renegado (Almuzara, 2021) es una intrigante peripecia narrativa que rescata las vidas de Jerónimo Aguilar, un joven clérigo ecijano, y de Gonzalo Guerrero, soldado vigoroso y hombre de mar, natural de Palos de la Frontera, que aparecen en unos capítulos del libro de Díaz del Castillo; dos hombres curtidos en avatares y contratiempos, únicos supervivientes de aquel grupo de náufragos que llegaron a la isla de Cozumel frente a la península de Yucatán.

Ambos formaban parte de la expedición de la carabela que surcaba el Mar de las Antillas bajo las órdenes de Valdivia a finales de 1511. Mientras se dirigían en aquella misión especial desde Panamá a la isla de La Española, un temporal de gran magnitud hizo que el navío naufragara empujándolo a los bancos de arena de la costa, cerca de Jamaica. En una de sus canoas de salvamento, un grupo formado tan solo por veinte hombres consiguieron alcanzar la costa oriental de Yucatán. Arribaron allí con la mitad de ellos vivos, sin comida ni agua. Los indígenas del lugar los capturaron, sacrificaron al capitán y a cuatro hombres más, y se los comieron durante la ceremonia ritual. Al resto los encerraron en jaulas con la intención de engordarlos para un festín próximo. Pudieron escapar de noche, huyendo por el interior de la jungla. Fueron perseguidos y aniquilados, con la excepción de Jerónimo y Gonzalo, que lograron salvar el pellejo, gracias a la destreza y bravura de este último.

La novela de Castedo nos cuenta cómo estos dos hombres, “dos soldados, novato uno y veterano el otro, entablaron esa forma de amistad que rebasa la camaradería y que sitúa a un hombre frente a los ojos de su compañero como si fuera su hermano”. Después, cada uno a su aire, emprenderán su odisea por la isla, un perímetro delimitado por tribus de indígenas a las que tendrán que ir sorteando para continuar vivos. Sus vidas, marcadas por la huida y el desasosiego, se expondrán además al peligro interior de la jungla, una suerte de travesía obligada como defensa y nada propicia para ponerse a salvo de depredadores como el jaguar.

El Renegado es un relato intenso y ameno a la vez, una novela bien urdida bajo el impulso de la épica que viven sus dos protagonistas, dos hombres en lucha por la supervivencia. Pero, sobre todo, es la apasionante historia de Gonzalo Guerrero, el primer desertor abducido por la cultura indígena mexicana. Podríamos decir que se trata del primer español que alcanzó liderar una tribu maya, formar en su seno una familia con una indígena y, por tanto, propiciar el mestizaje hispanoamericano. Castedo resalta su figura y lo hace sobreponiendo el valor y la entereza de su personaje ante el destino incierto, un hombre cabal pero decidido a encauzar su vida, movido por el amor de una mujer, pese a la dificultad de adaptarse a una comunidad cuya cultura nada tenía que ver con la suya, pero que le permitió renacer y convertirse en otra persona.


Cuenta el autor al final de la obra que esta historia le cautivó de la misma forma que lo hizo la historia que cuenta en otro libro suyo, El fotógrafo de cadáveres (2017), surgido de una conversación entre amigos. En esta ocasión, El Renegado nace de un encuentro con su amigo, el antropólogo mexicano Gerardo Bola Juárez, quien le cuenta la epopeya de aquellos náufragos del Yucatán, y le enciende su interés por escribir un relato que arranca de un alumbramiento, para acabar en una recreación emotiva desde el filtro y perspectiva de un narrador omnisciente que pone en alza el valor de una figura inolvidable y noble, como fue Gonzalo Guerrero.

El Renegado es una novela entretenida, escrita con una prosa ágil y limpia, un relato lleno de imágenes y descripciones evocadoras que se sostienen, no solo por su cordón histórico, ni el contrafuerte de conquistas y aventuras que lo animan, sino, sencillamente, por el pálpito humano que lo sacude desde el laberinto de la Historia.