Leo
y releo aforismos, intensamente, muchos días de la semana, desde que
tengo asumido que soy un lector ensimismado y, a la vez, atravesado
por el incesante rumor de lo que sucede fuera de mí. Por eso me
interesa este formato literario, por lo que propone de intemporal y
remoto, por lo que se transpira de su forma breve, desnuda, cruda y sentenciosa, un arte, como decía
Nietzsche, que posee
la facultad de rumiar. Pero, sobre todo, me interesa por esa
particularidad que destaca Trapiello:
“El aforismo es siempre la manifestación de una soledad, de algo
que únicamente a solas hemos llegado a conocer”.
Además,
la lectura de aforismos no hace más que mostrarme cuánto hay de
libertad en el lenguaje y cuánto de ingenio es capaz de revelarnos
en su brevedad, sí, pero también cuánto se ve acotado y afectado
por el abismo inevitable que separa el decir del mero titubear.
Quienes cultivan esta forma de escritura, quizá filosófica, quizá
poética, que tanto atrae la atención de muchos como yo, que somos
adictos al género, defienden su existencia por motivos variados,
todos ellos destacables: la búsqueda de precisión, su pretensión
de moralidad, una suerte de acrobacia con las palabras, su carácter
de exactitud y controversia, pensamientos que pugnan por hacerse oír,
por hacerse notar y se repliegan para dar entrada al siguiente, una
estructura que quisiera decirlo todo, absolutamente todo, para
mostrar o desvelar lo indecible.
El
encabezamiento de la reseña del libro que traemos a esta bitácora
viene agitado por ese espíritu aforístico que bien podría haberse
titulado “En las afueras del ahora”, una manera también de
desvelar lo que pugna por decir la ristra de más de trescientos
aforismos que Javier Puche
(Málaga, 1974) aglutina en su reciente libro de aforismos Línea
de fuego (Renacimiento,
2019). Aun así, quizá mejor remita a esa estrecha relación “entre
el tiempo y el yo”. De ahí que me haya inclinado por esto último,
y lo justifico porque el autor de estas brevedades se atiene a ese
afán: plasmar esa interrelación entre el tiempo y el ser como
estelas y flashes candentes con los que enunciar la paradoja, la
observación, la epifanía, el extrañamiento o el ardor de sus
impromptus,
bajo esa invocación a la que el tiempo somete a la existencia de
por vida.
Ahora bien, si tenemos en cuenta dicha acotación y seguimos la línea
factual de los aforismos que acogen su debut en el género,
encontramos en todas sus creaciones una rica predisposición a la
alegría de la contemplación, desde el alumbramiento de la acción,
el humor o las ganas de vivir, como así denotan estas espigas: “El
amor tiene días laborables y días festivos”; “Eres como todo el
mundo, extraordinariamente normal”; “Cuando el tiempo me trata
bien, le doy unos minutos de propina”. Y para los que nos gusta
viajar a través de la palabra escrita, nos reconfortamos con estos
dos asertos, uno muy ingenioso, a modo de seguro de vida: “El medio
de transporte más seguro es el libro”, y el otro más realista y
consolador: “Leemos porque la realidad está mal escrita”.
El
tiempo es el gobernante eterno, visible en todas partes del libro. Su
discurrir es un continuo recurso para detonar sus epifanías y
perplejidades: “El tiempo es un lento caníbal”, un seísmo,
como él llama a sus cuentos de seis palabras que aquí también
abundan: “Necesito tiempo para asumir mi edad”; “Escribo para
averiguar por qué escribo”; “El amor libre es un oxímoron”;
“Es posible sentir nostalgia del presente”. Es mucho lo que el
tiempo perpetúa, nos viene a decir Puche.
El tiempo es una constante en sus aforismos, un filón de inspiración
para interpretar el laberinto de la realidad, su ligereza, la esencia
de vivir el instante, sobrellevar el pasado y atisbar el futuro: “Hoy
fue mañana ayer”. Todo ello bien puede resumirse en una de sus
mejores revelaciones aforísticas, que no pasa desapercibida por su
brillantez: “Quizá el secreto del cosmos resida en el lenguaje”.
Tal
vez para un lector puntilloso, Línea de fuego
no esté exento de algunas contradicciones, ocurrencias y juego de
palabras, pero eso suele ocurrir en todo libro de aforismos. Nada de
esto desdice de lo mucho y bueno que abunda en el interior de sus
páginas, de sus certeros destellos y presagios continuos que vienen
a encontrar descanso y reflexión en este apunte crítico sobre las
intermitencias de la escritura y de la lectura: “Lo que el autor
escribe es siempre una sombra de lo que quiso escribir. Lo que el
lector interpreta o metaboliza es siempre una sombra de lo que el
autor escribió. Y lo que el lector recuerda tiempo después, siempre
una sombra de lo leído. Una sombra de una sombra de una sombra”.
Así
como todos los buenos aforismos saben a sabiduría, pues, en general, tienden a ella, del mismo modo, el libro de Puche,
bien salpimentado con ilustraciones a cargo de Riki
Blanco,
participa de los ingredientes necesarios para que la inteligencia
ponga lumbre y sabor a la paradoja, a la verdad, al humor y a las
vivencias del yo que transcurre por ese hilo estrecho del presente. Y
como toda vida es un canto en el tiempo, eso aquí en Línea
de fuego
es un hito manifiesto que pone al lector en guardia.