miércoles, 21 de marzo de 2018

Con nombre y apellido


En la literatura siempre hay que tener muy en cuenta el punto de vista. Escribir es, sobre todo, un acto de desesperación. Cuando alguien toma la palabra y se compromete públicamente con su escritura es porque tiene algo que decir, que revelar. En realidad, el escritor no hace otra cosa que ponerse a prueba una y otra vez. Al sentarse delante del ordenador toma una determinación irrenunciable y es consciente de ello. Escribir es ajustar cuentas con la realidad, y es también buscar una familia. Un escritor, como sostiene Rodrigo Fresán, es un mecanismo de defensa con nombre y apellido.

El último libro de Manuel Vilas (Barbastro, 1962) contiene esa defensa de la que habla el escritor argentino, pero, sobre todo, ese arrojo y catarsis de canto a la vida, con su dicha y quebranto, como dice el poema de Violeta Parra que precede al testimonio de lo que el escritor nos tiene reservado, un relato íntimo y descarnado por el que transcurren los episodios de la vida de su narrador: sus padres muertos, sus hijos, su divorcio, la pobreza, el alcohol y, también, España, como apunta al inicio: “Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las calles, de las ciudades, de la política, de los medios de comunicación, de lo que somos”... “Un estado mental que es un lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo”.

En Ordesa (Alfaguara, 2018), lo que encontramos es el universo personal y próximo del narrador, que no es otro que el del propio Vilas, decidido a expandirse, sin renunciar a esa particular forma suya de entender la literatura desde el desate y el desacato, dispuesto a lo que sea. Desnudez y desamparo se aúnan en toda su anchura, tocando todos los flancos que dejaron lastre y marcas en su vida: historias de sus progenitores, muertes, separación matrimonial y relación con sus hijos. “Todos somos pobre gente, metidos en el túnel de la existencia”, escribe. Y más adelante sentencia: “La familia es una forma de felicidad testada”. Acerca del matrimonio tampoco se achica, afirmando que “es la más terrible de las instituciones humanas, pues requiere sacrificio, requiere renuncia, requiere negación del instinto, requiere mentira sobre mentira, y a cambio da la paz social y la prosperidad económica”.

¿Qué tiene que haber en un libro confesional, en una novela de no-ficción, en un relato autobiográfico, en un texto anchuroso de la memoria para que verdaderamente nos atrape?: necesitamos que haya verdad, que cale sin filtro, hasta empaparnos de emoción y credo, sin importarnos compartir la adversidad ajena, porque, en verdad, se parece mucho a la nuestra. Ordesa posee ese tono de desgarrada confesión personal, de ejercicio introspectivo que reúne todas estas consideraciones y, por tanto, trasciende al territorio propio del lector como ser que también comparte su función de hijo y de padre. “Los seres humanos son fundadores de familias”, constata el autor para evocar esa concepción tan nietzscheana del eterno retorno.

A lo largo de sus ciento cincuenta y siete fragmentos que conforman la totalidad del libro, al que habría que añadir el colofón poético que sirve de epílogo, y en el que da cuenta de algunos de sus poemas vinculados a mucho de lo que el texto evoca y rememora, Vilas despliega su gratitud y amor a sus padres, su interés por no desencantar a sus hijos y su voluntad de culminar la tarea de vivir sin tener que aceptar que las cosas sucedan por azar y que sean obra del destino. El lector también encuentra algo de redención implícita en la novela que tiene mucho que ver con lo que Baroja confesaba al inicio de sus Divagaciones apasionadas: “Intentaré aclarar mis ideas y sincerarme, porque todos los que escribimos necesitamos, por una cosa o por otra, que nos absuelvan”. En ese sentido, la culpa se pone a examen.

Toda obra literaria tiene una situación y una historia. La situación es el contexto o la circunstancia y, a veces, la trama: “Todo se concentró en un nombre, que es un topónimo: Ordesa, porque mi padre le tenía auténtica devoción al valle pirenaico de Ordesa y porque en Ordesa hay una célebre y hermosa montaña que se llama Monte Perdido”. La historia que hay por este paraje y por las páginas del libro no es más que la experiencia emocional que conforma lo narrado por el escritor: “Nunca decimos toda la verdad, porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a través de lo razonable, de lo soportable” (pág. 280).

Este es un libro extraordinario, torrencial y desgarrador que viene a decirnos que un mundo sin padres no parece muy deseable, pero que uno pertenece al mundo que uno mismo se ha creado, y no al mundo del que procede. La calidad nunca es un accidente, decía el escritor británico John Ruskin, siempre es consecuencia de un esfuerzo de la inteligencia. Ordesa es un resultado mayúsculo.

viernes, 16 de marzo de 2018

Salir de la nada y volver a la nada


La vida es una metáfora del boxeo, escribe Joyce Carol Oates en su ensayo Del boxeo (1987), a la que no le faltan combates que disputar, asaltos que ganar y perder, golpes encajados y golpes fallidos salvados por la campana. Y en esa pelea prolongada es imposible no ver que el verdadero adversario de ese combate no es otro que uno mismo. La vida, como dice la escritora norteamericana, es precisamente como el boxeo en muchos e incómodos sentidos.

No sería exagerado afirmar que el boxeo sea quizá el deporte más literario que existe. En ese sentido, no existe otro que recoja mejor esa mezcla de miseria y grandeza que concluyen en su génesis, desarrollo y final, como mandan los cánones de la teoría literaria que no debe faltar en la elaboración de una novela: planteamiento, nudo y desenlace. Si boxear es la metáfora definitiva de la vida, entonces también lo es, en buena medida, escribir sobre este deporte donde los púgiles están dispuestos, como los escritores, a llegar hasta lo más hondo de sí mismos, a sangrar más si cabe.

El boxeo y su literatura ha apasionado siempre a Eduardo Arroyo (Madrid, 1937), periodista, pintor, ilustrador, escenógrafo y ensayista, al que le ha dedicado buena parte de su actividad artística. En 1986 estrenó en Munich Bantam, una obra de teatro dedicada a los pesos gallo. Después publicó dos libros más sobre otras particularidades del boxeo: Sardinas en aceite (Mondadori, 1990) y Literatura y boxeo (Turner, 2009). Al referirse a la literatura de este deporte, Arroyo ofrece la tesis de que “la literatura del boxeo es una literatura de lumpen proletariado”.

Pero si hay que destacar un libro suyo por encima del resto, y que haya puesto más entusiasmo y pasión, nos tenemos que referir a su biografía del púgil americano de los pesos gallo Panamá Al Brown, editado por primera vez en Francia en 1982, y publicado seis años después en España por Alianza Editorial. Ahora, en una nueva y primorosa edición, Fórcola recupera esta extraordinaria biografía para disfrute de sus lectores, no solo de aquellos aficionados a este controvertido deporte, sino también de aquellos otros lectores curiosos, atraídos por ese sentimiento barojiano de lo que significa la lucha por la vida.

Nos cuenta Arroyo que en aquellos primeros años del siglo XX Alfonso Teófilo Brown era solo un niño más entre los cientos de muchachos que vagabundean por las calles de su pueblo todo el día y que boxeaban con su sombra. Poseía una extraña morfología, debido a esa delgadez de alambre tan particularmente suya: medía por entonces 1,68 y pesaba 46 kilos, un peso mosca, sin apenas pantorrillas y con una cintura de avispa y un abdomen plano “como un plato de postre”, “los brazos separados del cuerpo como las aspas de un molino y una cabeza pequeña bien equilibrada”. Muy pronto empezó a frecuentar los clubes de boxeo junto a otras jóvenes promesas en busca de su oportunidad para dar el salto a la fama y ganar mucho dinero.

En 1922, con veinte años cumplidos se convierte en el campeón de Panamá de los pesos mosca. Le gusta pelear, le apasiona el boxeo, pero detesta la disciplina del gimnasio. Su traslado a Nueva York le supuso sortear muchas dificultades. Allí se agotaba física y mentalmente, llevando una vida de la que todo boxeador debe huir. Sentía que se ahogaba, como si aquella ciudad lo empujara hacia el abismo. Una ciudad hostil y un barrio, Harlem, problemático y difícil donde la mayoría de sus habitantes sobreviven trapicheando y apenas nadie progresa. En aquellos años, “ser negro y, por añadidura, ser un boxeador capaz de derrotar a los blancos era prácticamente imperdonable”.

Llegar a París en 1926 fue la mejor decisión que tomó impulsada por Villepontoux, un excampeón de motociclismo, que le propuso acertadamente cambiar de aires y poner rumbo a los cuadriláteros europeos. En tan solo unos cuantos meses su prestigio corrió por todos los periódicos deportivos y cogió fama entre los entendidos de “ser, no un boxeador de una clase excepcional, sino un púgil de otra especie”. Comienza a ganar combates por diferentes ciudades y a subir su cotización, al mismo tiempo que empieza a meterse de cabeza en la vida derrochadora y desordenada que caracterizó toda su vida.

Arroyo despliega a lo largo del libro las peripecias que van sucediendo dentro y fuera del ring por donde aparece el panameño, así como su inconsistente vida, tan solo confiada en unos puños, cada vez más maltrechos, y manteniendo una conducta con tantos excesos y extravagancias, exhibiéndose, incluso como bailarín y poeta por las salas nocturnas de París. Alfonso Kid Teófilo, conocido en el mundo del boxeo como Al Brown, era un extraordinario estilista, ágil y muy técnico, todo un prodigio del boxeo, que convivió con su condición de homosexual y su adicción al alcohol, al opio y a las apuestas. Tiraba el dinero por la ventana jugando al bacarrá y apostando grandes sumas en las carreras de caballos. Se sabía también lo que su apoderado Lumiansky le robaba a mansalva de sus contratos y de la bolsa de sus combates.

Podemos imaginarnos con tristeza aquel año de 1932 de tanto despilfarro y negras consecuencias para su salud, enfermo ya de sífilis. Su relación íntima con Jean Cocteau entre 1935 y 1937, que ejerció de manager y consejero suyo, le trajo la ayuda económica de Coco Chanel para su preparación y vuelta triunfal al ring. Sin embargo, de nuevo el champán, las drogas y el despilfarro reaparecen hasta dejarlo abatido y abandonado rápidamente por todos.

El historial de Brown terminó con un combate en Colón, su ciudad natal, contra Kid Fortune en 1944. Después tuvo el último en 1948 en Nueva York. Allí pasó los últimos años de su vida en la miseria, entre hospitales y hospicios, hasta morir como un vagabundo menesteroso en abril de 1951 a causa de una tuberculosis en grado extremo.

El libro de Eduardo Arroyo es un relato portentoso que desgrana la vida fatídica de un púgil surgido de la miseria y tocado por la gloria, el primer latinoamericano que había conquistado el título de campeón del mundo, un personaje que parece extraído de una novela negra, y que nos desvela la perniciosa doble personalidad que el mundo del boxeo exhibe sistemáticamente, su cara y su cruz: el yo en el ring y el yo fuera de este.


martes, 13 de marzo de 2018

Desde la verdad vivida


Rilke recomendaba a un incipiente poeta, que le pedía consejos sobre su quehacer literario, que volviera su poesía a los asuntos que le ofrecía su propia vida cotidiana: sus melancolías y deseos, los pensamientos fugaces, la fe en alguna belleza y la mirada sobre las cosas de su ambiente que le eran más cercanas. Si hay algo consustancial en la poesía de León Molina (San José de las Lajas, Habana, 1959) es, precisamente, esa persecución de la que hablaba el autor de las Cartas a un joven poeta (1929), de recurrir a la naturaleza en pos del hallazgo poético. Bien es cierto que el escritor cubano no solo recurre al paisaje del bosque y del campo, sino que bajo ese influjo que otorga el asombro de ambos, su poesía se adentra en el entorno personal de la conciencia y de la memoria, en el paso del tiempo y en el silencio de sus instantes.

Molina vive desde su tierna infancia en Albacete, y en su residencia alojada al abrigo de la Sierra del Segura mantiene el observatorio intimista que le otorga ese escenario natural para crear su universo poético: Observar a los pájaros/me ha enseñado a observar el mundo, escribe en unos de sus poemas de su libro Un hombre sentado en una piedra (2016). En El taller del arquero (2014), su libro predecesor, quizá el más poliédrico en cuanto a su forma, se apura en dar cuenta de esa manera de ser y de estar en el mundo, como diría Heidegger que corresponde a todo verdadero poeta: Regreso al mismo lugar./ Unas cosas están donde estaban/ y otras no./ Eso es el tiempo./ El nido que incuba/ las emociones.

En Micromicón (Takara, 2018), su más reciente poemario, la forma de mirar el paisaje, el trino de las aves o, sencillamente, el sentir del aire del campo vuelven con la misma intensidad y evocación que en sus anteriores libros, pero en esta ocasión desde la distancia corta, bajo una construcción más condensada e intimista. Construir un poema con pocas palabras requiere la eficacia precisa y la trascendencia necesaria para que no derive en una mera paradoja poética. Molina no cae en esa trampa y, como buen arquero, arma con rapidez e intensidad sus dardos poéticos. Incluso, en algunos de ellos, el eco del haiku y el aforismo es insoslayable y, al leerlos, transciende una vez más lo que el poema breve fulgura y lleva de dardo, provocando en el lector el milagro de asistir al asombro de su chasquido: Se cruzaron nuestras miradas/ y nos dijimos que era que sí/ y que iba a ser que no.

Hondura y emoción es el credo poético que sostiene al centenar de micropoemas reunido en esta nueva obra suya. Más allá de sus hallazgos, hay una inusitada intención inquisitiva de lo que ocurre fuera y dentro de la mirada del poeta. Todo lo que se sucede posee sus destellos metafóricos: Al atardecer, en el porche,/ barriendo las luces caídas. Y en esa tarea afanosa de captar instantes: Ejerciendo mi oficio/ de catador de atardeceres, el poeta examina su estado y agradece, con ironía, lo que le va deparando la experiencia de vivir, sin patetismo, ni pesadumbre: No sé de casi nada./ Pero disfruto mucho todos los casi.

Para muchos lectores de poesía que acudimos al poema sin un fin concreto, solo animados por el gusto y la musicalidad de las palabras o, tal vez, alentados y esperanzados en vernos reflejados en la propia existencia del poema, los textos que conforman el presente libro incorporan además un aditivo nada desdeñable: la brevedad y la precisión. Por encima de la rima y la métrica, lo que identifica a la poesía que hoy en día transita por los albores de este siglo, a diferencia de otros tiempos, son la concisión y la exactitud, un minimalismo abducido, tal vez, por la incidencia de las redes sociales. Micromicón es un libro tejido bajo esa concisión minimalista a la que hay que añadir otro rasgo significativo e importante: la intensidad. Intensidad quiere significar concentración, instantánea, epifanía y credo: El poema que persigo es aquel/ que pudiera acabar un día/ cubierto por el musgo.

León Molina conoce sus itinerarios interiores y circula a través de ellos con inusitado tesón y frescura. Las entradas en estos itinerarios se producen desde dentro y desde fuera, es decir, de lo que nace en su interior y de lo que sucede ante sus ojos. Un estímulo cualquiera, como el canto de un pájaro, un color del cielo o un recuerdo, lleva su pensamiento a un lugar interior concreto donde se fragua el sentido del poema, como el nacido en estos versos: Escribir para aprender./ Escribir para sobrevivir. / Para aprender a sobrevivir. / Para sobrevivir al aprendizaje.

La poesía de Molina explora la realidad del mundo a través de la mirada y de la conciencia, en un ejercicio ceñido a la brevedad y construido con las palabras justas que requiere despojo y toque de sabiduría. Las piezas reunidas en este volumen contienen esos pálpitos suyos que transitan consagrados al llamado de la naturaleza y sus significados secretos, dando paso a las emociones de quien la contempla desde la verdad vivida.


jueves, 8 de marzo de 2018

El trajín de las palabras


Estamos hechos de palabras. Las palabras, además, viven en los sentimientos de las personas, no solo en la Historia, forman parte del alma de la herencia cultural y duermen en la memoria. Las palabras son gérmenes del pensamiento, de las ideas y, además, nos sirven para entendernos. El lenguaje, como sostuvo el poeta y ensayista venezolano Rafael Cadenas, es inseparable del mundo del hombre: “más que al campo de la lingüística, pertenece, por su lado más hondo, al del espíritu y al del alma”.

Por otro lado, la lengua natural que hablamos es, como diría Fernando Lázaro Carreter, el archivo a donde han ido a parar las experiencias, saberes y creencias de la comunidad. Pero este archivo, como subrayaba el académico, no permanece inerte, sino que está en permanente actividad: los hablantes mudan el valor o la vigencia de las palabras y de las expresiones. Este cambio es notorio y frecuente porque algunas veces se tornan obsolescentes, y tienden a la extinción; otras, por el contrario, se incorporan al uso, en no pocas ocasiones con connotaciones muy diversas.

El escritor peruano Fernando Iwasaki (Lima, 1961), historiador, novelista y autor destacado de libros de cuentos, como Ajuar funerario (2004) o España, aparta de mí estos premios (2009), afincado en Sevilla desde hace más de treinta años, acaba de ganar el IX Premio Málaga de Ensayo José María González Ruiz con un libro desenfadado que acerca el idioma español de las dos orillas del Atlántico abordando no solo la herencia cultural de las palabras o sus connotaciones, sino también su parentesco y controversia en muchos de sus vocablos, que no guardan ninguna relación en cuanto a su significado en uno y otro lado.

Las palabras primas (Páginas de Espuma, 2018) es un compendio de voces a través de los tiempos y, a su vez, un extenso pasadizo de conexión entre el habla española y el habla latinoamericana. A este propósito responde Iwasaki que su libro “será un conjunto de ensayos acerca de la perplejidad que supone hablar una lengua que es propia y ajena al mismo tiempo, porque es la misma de España aunque no es igual a la de América Latina”. En ese sentido, todos los artículos, conferencias e, incluso, hasta el pregón pronunciado en la Fiesta de la Vendimia Montilla-Moriles que conforman la obra, responden a esa intencionalidad de hablar de muchas “palabras primas” de aquí y allá que todavía continúan asociadas a nuestra memoria sentimental e histórica allende los mares.

Por estas páginas discurren palabras que se prestan a los juegos de naipes y otras muchas que responden a los placeres del vino, así como otras que derivan en la cocina y relucen en el mantel de la mesa. ¿Por qué la papa americana cuando llegó a la península se convirtió en patata? ¿Por qué la polla latina es una apuesta en las carreras de caballos, y la polla española se convirtió en lo que todos sabemos? Aunque Iwasaki demuestra que ambas pollas provenían de un mismo origen, de jugar a las cartas. El Juego del Hombre en el Siglo de Oro fue el más popular de la baraja española, con un repertorio extenso de estrategias y lances y ganaba el jugador que tras reunir cinco bazas se sacaba la polla o suma total de las apuestas.

Pero también hay otras voces, usos y costumbres que añaden variedad a nuestro idioma, dependiendo en qué meridiano se encuentre quien las pone en curso. En estas palabras que el autor denomina de ida y vuelta está el usted, que se sigue manteniendo en América y que aquí en España prácticamente se ha tornado en un globalizado tú. Palabras sonoras como ahorititita, fandango, ojana, jamacuco, malarrabia, sofardar y muchas otras más provenientes del campo andaluz, del flamenco, o de tierras peruanas se dan igualmente cita en continuados capítulos, todo ello con el rigor justo que precisa un trabajo literario de esta naturaleza, pero salpimentado con mucha chicha y desparpajo, hasta convertirlo en un fascinante texto con mucha sustancia narrativa. Y en estas lides, Iwasaki es la polla.

En todo este trajín de vocablos y hallazgos que surcan el libro, el lector curioso que se acerque al territorio de estos ensayos va a percibir que Las palabras primas es un dechado de textos eruditos y divertidos, un libro de palabras desenfadadas de aluvión y, a su vez, de historias y de realidades tejidas bajo un mismo idioma, que hacen posible que un libro misceláneo, como este, se convierta en un gratificante paseo por la historia de nuestra lengua, por los aledaños del habla de Cervantes y del Inca Garcilaso, para proveernos de los matices y de la textura de muchas de las palabras que nuestro idioma atesora y que conviene emparentar.

Las palabras, como bien apunta Juan Kruz Igerabide, significan lo que buenamente pueden. Leyendo este libro uno se percata de cómo el lenguaje ha sido totalmente colonizado a lo largo de su existencia, banalizado y abducido, pero eso no le ha restado su fuerza propia, y, cuando lo sacas a la luz con un texto como este, el hablante siente esa energía inusitada que sigue latiendo en todo el sumario de voces que nos llega a través de los tiempos y que permanece todavía saludable en nuestra lengua. Un premio bien merecido.


lunes, 5 de marzo de 2018

Algo va a suceder


Lo visible es tan solo un ejercicio de lo real”, escribió el pintor Paul Klee en su diario. El artista no tiene que ver la realidad tal como es, sino que tiene que ver lo que la realidad esconde. Escribir, dice Juan José Millás (Valencia, 1946), no es más que tomar la materia prima de la realidad y convertirla en literatura para hacerla más digerible. Según él, lo insólito tiene la facultad de volverse cotidiano al vivirlo, y la literatura posee ese poder de reubicarse precisamente en lo insólito.

En las novelas de Millás, el lector asiste a presenciar una performance en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la protagonista de La mujer loca (2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de mapa”.

Uno de los rasgos más destacables de su narrativa está en esa provocación intencionada de poner en un brete al lector que se acerca a leer su obra, una tarea que tendremos que dilucidar sobre lo que hay de verdadero y de falso en cada una de sus historias, un juego muy propio suyo sobre los límites de la realidad y de la ficción. La ficción, a la larga, nos parece que aguanta mejor el tipo de lo que lo hace la realidad. Y aunque la realidad es más incierta y caprichosa, sin embargo contiene muchos instantes de certidumbre y perplejidad.

En este sentido, Que nadie duerma (Alfaguara, 2018), encarna ese ámbito de misterio y provocación sobre lo insólito que puede derivarse de la realidad sobrevenida a alguien que representaba en ese tablero de ajedrez que conforma la vida el papel de un simple peón, y que ahora, en su nueva circunstancia laboral le toca jugar una partida inesperada bajo el impulso del amor. Para Lucía, la “falsa delgada” que protagoniza esta historia de amor y delirio, la realidad la ha conducido a una especie de escenario operístico donde se va urdiendo una tragicomedia entre la soledad de su vida y el trasiego que le lleva por las calles de Madrid, a bordo de su taxi, en pos de un hombre del que se ha enamorado perdidamente, escuchando sin parar el aria Nessun dorma, de la memorable ópera Turandot de Puccini.

El subconsciente de Lucía anda metido en ese bucle persistente que no le da tregua. El taxi es el lugar donde se encuentra mejor consigo misma, y el hilo musical que se repite una y otra vez lo dota de significado y esperanza, de conversación y de sentido del humor. Su vehículo y la música de Turandot la convierten en otra persona, le proporcionan una identidad de la que antes carecía. Es su deambular y su diálogo con los pasajeros los que activan su insistente búsqueda de Braulio Botas, el escurridizo vecino del piso de abajo que solo vio una vez y al que escuchó cantar el aria que ya no cesará de resonar en su cabeza.

Que nadie duerma es una novela de apariencia banal, pero muy al contrario de lo que se pueda pensar, induce al lector a seguir expectante y agarrado a sus páginas, con la sospecha de que algo va a suceder de un momento a otro. Y es así, bajo esa atmósfera inquieta y obsesiva de la que Millás se vale para transmitir, por medio de su protagonista, esa sensación de irresistible fatalidad con la que suelen terminar muchas historias de amor imposible.

El azar, como diría Borges, es un modo de casualidad cuyas leyes ignoramos, pero aquí, lo mismo que lo ocurrido al protagonista de su anterior novela Desde la sombra (2016), un tipo normal que acaba de ser despedido de su empleo igual que le ha sucedido a Lucía, se convierte en un fantasma extraño al mundo, aunque a ella la impulsen otros azares: desdoblarse en la convicción de sentirse un ave en forma de mujer y de sentirse una china, como la protagonista de Turandot, y con mucho parecido en su deseo de venganza.

El lector queda atrapado y, al mismo tiempo, perplejo ante los sucesos extraordinarios e insólitos que pasan por el escenario narrativo de esta novela de misterio, que admite también una lectura psicológica. Dicen que casi todos los sueños se cumplen. Quizá no suceda tanto en quien los ha soñado, pero sí en otros. “La realidad y el realismo no tienen nada que ver, aunque la mayoría de la gente confunde una cosa con otra”, le confiesa Braulio Botas a Lucía en su definitivo encuentro.

Esta novela de Millás se asemeja a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede alrededor de su protagonista, incluidos el tiempo y el espacio. En el horizonte de Lucía no estaba precisamente el sueño de convertirse en taxista, ni que tampoco el amor irrumpiera de aquella manera. La mayoría de las ambiciones casi nunca se cumplen. Cada uno se repone de su sed, de su hambre y de su soledad con lo que acontece en el día a día de su mundo cotidiano, pero en cuestión de amor todo resulta más imprevisible y temerario.