En
la literatura siempre hay que tener muy en cuenta el punto de vista.
Escribir es, sobre todo, un acto de desesperación. Cuando alguien
toma la palabra y se compromete públicamente con su escritura es
porque tiene algo que decir, que revelar. En realidad, el escritor no
hace otra cosa que ponerse a prueba una y otra vez. Al sentarse
delante del ordenador toma una determinación irrenunciable y es
consciente de ello. Escribir es ajustar cuentas con la realidad, y es
también buscar una familia. Un escritor, como sostiene Rodrigo
Fresán,
es un mecanismo de defensa con nombre y apellido.
El
último libro de Manuel
Vilas
(Barbastro, 1962) contiene esa defensa de la que habla el escritor
argentino, pero, sobre todo, ese arrojo y catarsis de canto a la
vida, con su dicha y quebranto, como dice el poema de Violeta
Parra
que precede al testimonio de lo que el escritor nos tiene reservado,
un relato íntimo y descarnado por el que transcurren los episodios
de la vida de su narrador: sus padres muertos, sus hijos, su
divorcio, la pobreza, el alcohol y, también, España, como apunta al
inicio: “Me puse a escribir, solo escribiendo podía dar salida a
tantos mensajes oscuros que venían de los cuerpos humanos, de las
calles, de las ciudades, de la política, de los medios de
comunicación, de lo que somos”... “Un estado mental que es un
lugar: Ordesa. Y también un color: el amarillo”.
En
Ordesa
(Alfaguara, 2018), lo que encontramos es el universo personal y
próximo del narrador, que no es otro que el del propio Vilas,
decidido
a expandirse, sin renunciar a esa particular forma suya de entender
la literatura desde el desate y el desacato, dispuesto a lo que sea.
Desnudez y desamparo se aúnan en toda su anchura, tocando todos los
flancos que dejaron lastre y marcas en su vida: historias de sus
progenitores, muertes, separación matrimonial y relación con sus
hijos. “Todos somos pobre gente, metidos en el túnel de la
existencia”, escribe. Y más adelante sentencia: “La familia es
una forma de felicidad testada”. Acerca del matrimonio tampoco se
achica, afirmando que “es la más terrible de las instituciones
humanas, pues requiere sacrificio, requiere renuncia, requiere
negación del instinto, requiere mentira sobre mentira, y a cambio da
la paz social y la prosperidad económica”.
¿Qué
tiene que haber en un libro confesional, en una novela de no-ficción,
en un relato autobiográfico, en un texto anchuroso de la memoria
para que verdaderamente nos atrape?: necesitamos que haya verdad, que
cale sin filtro, hasta empaparnos de emoción y credo, sin
importarnos compartir la adversidad ajena, porque, en verdad, se
parece mucho a la nuestra. Ordesa
posee ese tono de desgarrada confesión personal, de ejercicio
introspectivo que reúne todas estas consideraciones y, por tanto,
trasciende al territorio propio del lector como ser que también
comparte su función de hijo y de padre. “Los seres humanos son
fundadores de familias”, constata el autor para evocar esa
concepción tan nietzscheana del eterno retorno.
A
lo largo de sus ciento cincuenta y siete fragmentos que conforman la
totalidad del libro, al que habría que añadir el colofón poético
que sirve de epílogo, y en el que da cuenta de algunos de sus poemas
vinculados a mucho de lo que el texto evoca y rememora, Vilas
despliega su gratitud y amor a sus padres, su interés por no
desencantar a sus hijos y su voluntad de culminar la tarea de vivir
sin tener que aceptar que las cosas sucedan por azar y que sean obra
del destino. El lector también encuentra algo de redención
implícita en la novela que tiene mucho que ver con lo que Baroja
confesaba al inicio de sus Divagaciones
apasionadas:
“Intentaré aclarar mis ideas y sincerarme, porque todos los que
escribimos necesitamos, por una cosa o por otra, que nos absuelvan”.
En ese sentido, la culpa se pone a examen.
Toda
obra literaria tiene una situación y una historia. La situación es
el contexto o la circunstancia y, a veces, la trama: “Todo se
concentró en un nombre, que es un topónimo: Ordesa,
porque mi padre le tenía auténtica devoción al valle pirenaico de
Ordesa y porque en Ordesa hay una célebre y hermosa montaña que se
llama Monte Perdido”. La historia que hay por este paraje y por las
páginas del libro no es más que la experiencia emocional que
conforma lo narrado por el escritor: “Nunca decimos toda la verdad,
porque si la dijéramos romperíamos el universo, que funciona a
través de lo razonable, de lo soportable” (pág. 280).
Este
es un libro extraordinario, torrencial y desgarrador que viene a
decirnos que un mundo sin padres no parece muy deseable, pero que uno
pertenece al mundo que uno mismo se ha creado, y no al mundo del que
procede. La calidad nunca es un accidente, decía el escritor
británico John
Ruskin,
siempre es consecuencia de un esfuerzo de la inteligencia. Ordesa
es un resultado mayúsculo.