martes, 30 de abril de 2024

El dolor del infortunio


Cuando hay desgracia, hay desolación, hay intemperie. Y la intemperie pide amparo, pide atención. La vida humana es afín a esta intemperie, por la sencilla razón de que el ser humano está expuesto a lo imprevisto, alguien esencialmente vinculado con las cosas, los lugares y, sobre todo, con las personas que le importan. Alguien, inimaginable sin esos vínculos. Este umbral marca la diferencia, porque si no, todo sería indistinto, todo sería lo mismo. Y, a todo esto, nadie se las maneja bien ante la llegada de un infortunio. Nadie pretende sacudírselo como si nada, pero sí, digerirlo a duras penas, reconociendo que una vida zarandeada por el dolor requiere, sin pedirlo, ser apaciguada con el gesto cotidiano de la proximidad de los demás, que la hecatombe sea compartida.

Todas estas vetas profundas de sentimientos emanan como un desencadenante en la nueva novela de Fernando Aramburu (San Sebastían, 1959). El niño (Tusquets, 2024) surte de un espantoso suceso real acaecido en un colegio público de la localidad minera de Ortuella, en Vizcaya, el 23 de octubre de 1980. Una explosión de gas en la caldera ocasionó la muerte de cincuenta niños de entre cinco y diez años y, también la de tres adultos, destruyendo totalmente la planta baja del edificio. El escritor donostiarra pone su mirada narrativa en aquel tremendo infortunio, perfilando algunos detalles colectivos de la tragedia: el quebranto de las familias afectadas, los actos funerarios y los destrozos materiales de la explosión, pero, sobre todo, vuelca su escritura en el ámbito familiar de Nuco, el niño que pone título al libro, uno de los fallecidos en aquella tragedia.

Para esta acometida literaria, Aramburu pone en guardia a los lectores, en su nota preliminar, advirtiéndoles de que van a encontrar diez breves pasajes, dispuestos en cursiva, con la idea de subrayar, según sus palabras, “ciertos pormenores no tomados en cuenta por el narrador, los cuales aportan datos creo que valiosos sobre los personajes y sus circunstancias”. Considera que esta intromisión suya pueda perturbar al lector y, por esto mismo, exculpa a cualquier de ellos que decida saltárselos sin más. Algo que, como en mi caso, da más motivos para no hacerlo y para tenerlo presente, un recurso novedoso y bien dispuesto para ponerle voz al propio texto, que se dirige al escritor en tercera persona y exponerle algunas conjeturas, no solo a la fabulación sobre determinadas informaciones e impactos, sino al tono elegido, así como señalar la necesidad que muestran sus personajes de no convertirse en sujetos de un reportaje o en meros arquetipos de una historia como esta, tan desdichada, para acabar en una lección moral.

Aramburu, como buen narrador que es, se afana en su novela para que esta logre su apropiado tono dramático, escogiendo para ello una voz narrativa en tercera persona de tamaño proporcionado, para que encaje con verosimilitud y acierto formal, a modo de crónica novelada, en un escenario en el que destaque, por encima de todo, el discurrir de sus personajes seleccionados, Mariaje y José Manuel, los padres de Nuco y, especialmente, Nicasio, el abuelo, cuya personalidad y fuerza en el relato oscila entre la sabiduría de lo cotidiano y la conciencia de la pérdida, entre los afectos renombrados de su nieto y la enajenación involuntaria de su propia existencia, adherida a una soledad inadmisible. Resulta emotivo cada aparición suya en la narración y en los diálogos. Lucha por no enloquecer, de forma que para evitarlo resuelve mantenerse cercano al nieto muerto, no solo visitando a diario su tumba, sino también haciéndole partícipe en sus soliloquios, incluso recreando una habitación para el nieto en su propio domicilio. Su figura es quizá la más vulnerable y previsible, en contraste con la representada por los padres, más atareados en tamizar un duelo insuperable.

En el corazón de todos ellos, la desolación se transforma en ausencia irreparable y clamorosa. La pérdida de Nuco sobrevuela todo lo que les rodea. La falta de estímulos no le quita a la madre tino para reconocer que no se puede parar: “porque la vida es precisamente eso, moverse, respirar lo queramos o no, abrir y cerrar los párpados sin darnos cuenta, hala, venga, hacia la siguiente prolongación de la ruta con la esperanza de encontrar detrás del horizonte una razón, un objetivo, quizá un punto de llegada”. Hay que señalar que Aramburu sortea con brillantez y mucho oficio el peligro de caer en un vano patetismo, llevando el relato por la senda de la contención y del respeto, sin perder la capacidad de impregnar al lector de empatía y compasión. Para tal fin, el autor se vale al exponer la narración de lo sucedido a través del testimonio de Mariaje, quien encomienda su memoria, inquietudes y emociones al autor.


El niño es una novela emotiva y humana, un libro con alma y dolor, que invoca a la vida y a que amaine el estruendo del infortunio, una historia en la que el escritor lleva a sus páginas el cesto de la memoria, retratando también el modo de vida de una clase trabajadora de los años 80 bajo el mapa de lo inconcebible, de lo mucho que a veces mancha y duele la vida. La prueba para saber si un escritor ha atinado o no con la forma natural de su relato consiste en preguntarte, después de leer su novela, si es posible imaginarla de otra manera o, por el contrario, acalla tu imaginación y te parece que esa es la forma absoluta y certera de contarla. Yo diría que Aramburu acierta en la forma, el foco y el sentido de lo narrado en esta historia conmovedora que se pregunta por el valor de la vida, sin olvidarse que de todas las necesidades que tiene el alma humana, no hay ninguna más vital y fértil para la literatura que la memoria desnuda.


viernes, 19 de abril de 2024

Atisbos, veredas y orillas


Cada vez que me dispongo a leer un libro de aforismos tengo la sensación de que salta una alarma en mi interior que me predispone a recomponer mi manera de analizar un texto. Es como si supiera de antemano que voy a leer para pensar y rumiar lo leído. Es leer, como dice Ramón Eder, para darle vueltas a los posibles dobles sentidos de las palabras y ver matices que, en una primera lectura, pasan desapercibidos. Es leer apoyando el cuerpo en otra postura, al tiempo en que vivimos, dispuesto a encontrar resquicios en mi reflexión, chispazos de lucidez e ingeniosidad que pongan voz a ese mar de dudas que me acecha. Por eso frecuento la lectura de este género, por su forma concisa de imaginación creadora, de pensamiento poético y por la perplejidad meditativa que provoca.

Este cultivo que capto como lector, por su brevedad, toque lírico y filosófico, me reconforta tanto, que siento su necesidad y cercanía muchas veces a lo largo del tiempo. No concibo las resonancias del mundo, ni lo que sucede a mi alrededor sin los resortes de estas breverías. Por eso mismo, acudo con asiduidad y gratitud a los libros de aforismos, como un ejercicio propicio de pensar, de entender y de considerar la vida, de acercarme y meterme en su sustancia, un ser y un estar, con lápiz afilado en mano, para subrayar o poner un signo de interrogación a lo leído. Yo no leo aforismos para escapar del mundo, ni mucho menos para sustituirlo por otro hecho a la medida de mis deseos. Yo leo aforismos para estar más en consonancia con la realidad de afuera, con lo ajeno, aunque también los leo movido por una necesidad de belleza, de extrañeza y discernimiento.

Por todas estas conjeturas, veredas y orillas me he dejado llevar leyendo Un viento propicio (Apeadero de Aforistas, 2024), el primer libro de aforismos de Javier Recas (Madrid, 1961), filósofo y pintor que cuenta en su haber con importantes ensayos sobre el aforismo, entre los que destacan Relámpagos de lucidez. El arte del aforismo (2014) y El arte de la levedad. Filosofía del aforismo (2021), dos libros amenos y fecundos sobre la pujanza y fascinación por el arte de la escritura aforística. Me considero siempre indulgente con los libros de aforismos, pero no condescendiente. Y lo recalco, porque considero que escribir un buen libro de aforismos no está al alcance de cualquiera. No solo se precisa talento y mesura, sino que el escritor, además, sea persuasivo para el lector. Recas reúne un buen ramillete de aforismos para entendérselas bien con el lector y, de paso, hacerle repensar.

Un viento propicio discurre también, como bien subraya en la introducción del libro el poeta y aforista José Luis Morante, «por sendas interrogativas, secuenciadas en puntos de apoyo autónomos, en depuradas preocupaciones», como así se vislumbra en estos aforismos: “Ni siquiera nuestro pasado está resguardado de mudanzas; “Quien mata el tiempo desperdicia su única munición”; “Mirar es pasear hacia adentro”; ¿Y si no somos comprendidos?... de todos modos, nunca podremos saberlo”. En sus casi trescientas sentencias despunta el profundo carácter vivencial de muchas de ellas, así como su renovada manera de mirar las cosas del mundo. En su forma de expresión resalta la contención y el pliegue verbal para reparar en cualquier complicidad, como se aprecia en estos aforismos: “En el amor, los gestos acaban imponiéndose al guion”; “Compartir una idea es reconocerse en otro”; “A la buena amistad le sientan bien los años”.

El libro en sí es un compendio filosófico con cierto aire de desenfado y perplejidad. Estructurado en ocho partes, ilustradas con fotografías de Davido Prieto, en el que aglutina observaciones, espejos donde mirarse, destellos de verdad poética y asombros que procuran “trazar el rostro del mundo”, como así afirma el propio autor en los prolegómenos de su manuscrito, aforismos “que no son otra cosa que pensamientos dibujados a mano alzada”. No es casual que encuentre el lector en algunos de ellos algo que acabe importunándole, aunque son muchos más los que interpelan. Vayan estos como muestras: “Todo pedestal tiene su base en el suelo”. También se prestan algunos a tener en cuenta que lo que no se ve cuenta mucho: “En la vida, como en el teatro, hay reveladoras escenas en la tramoya”. Incluso, otros ponen su punto focal en el yo consciente y existencial de puertas adentro: “Para encontrarse a uno mismo, a veces, hace falta perderse”; “El silencio no es mudo, siempre nos interpela”.


Recas, como buen estudioso del género, sabe que el aforismo es una arquitectura que precisa contención para que no se diluya y no se derrumbe. A su consistencia le dedica una parte del libro bajo el título de Huidizos atisbos, que vienen a discernir y reseñar que los aforismos son contraseñas, “relámpagos de lucidez” que se toman como “un destilado de trago corto con prolongado retrogusto”, que se presentan en “forma de poda”, y que quienes lo ponen en práctica se obstinan en “transitar por las orillas del silencio”.

Un viento propicio es otro buen libro de aforismos para vampirizar su sangre, regar nuestras lagunas y ensanchar nuestra mente, una colección de asombros y revulsivos que concierne a la realidad cotidiana, y que nos apela a calibrar de cerca “el corazón de las cosas”. Javier Recas nos entrega un corolario jugoso de miniaturas aforísticas que pone en valor su creación, tino y buen hacer en el género, para que el lector se aproxime a sus veredas y orillas y pruebe sus atisbos. Merece la pena.

sábado, 6 de abril de 2024

Un extraño resplandor


Al poco de concederle el Premio Nobel de Literatura a Jon Fosse (Haugesund, Noruega, 1959) me propuse acercarme a conocer algo de su obra escrita. Pude comprobar que, desde su debut en 1983, cuenta con más de sesenta piezas literarias publicadas entre teatro, novela, poesía, cuentos infantiles y ensayo. Algunos autores y críticos que han leído gran parte de su extensa producción comparan al escritor noruego con Ibsen o Beckett. Señalan ver en sus textos esa austeridad con la que el propio Ibsen trata las emociones más esenciales de sus personajes, pero destacando que Fosse va más allá, dando voz a lo indecible, con mayor simplicidad lírica y simbólica. Por otro lado, y debido al foco mediático que le ha supuesto el prestigioso galardón, se ha hablado mucho también de su faceta como creyente de la religión católica, en particular, resaltando una expresión proferida por él mismo que, de alguna manera, se ha convertido en una de sus frases distinguidas: “Escribir es como rezar”.

Me decidí a ir, sin más dilaciones, a conocer su escritura, intrigado por esa insinuación lírica y realismo místico del que hablaban. Leí Mañana y tarde (Nórdica/Deconatus, 2023), una novela apasionante en la que lo sencillo y cotidiano provoca una suerte de realidad intensificada, y en la que se dan detalles de una vida, a modo de meditación, acerca de la conciencia de lo que implica estar vivo y la trascendencia de la muerte. Este libro me provocó una intriga creciente, algo parecido a lo que decía Arthur Miller cuando aseveraba que el verdadero drama sucede entre las grietas de lo que acontece. Y en eso, Fosse se empeña con inusitado interés, haciendo uso del silencio, también, como arma expresiva, así como del uso de un lenguaje desnudo por medio de frases austeras, casi sin rebasar la simplicidad coloquial.

Este uso de economía lingüística destaca mucho más aún en la obra que leí a continuación y que ahora traigo a esta bitácora de lecturas. Me refiero a Blancura (Random House, 2023), una novela breve, intensa y desafiante, escrita bajo una aparente simpleza, en la que sus breves atisbos continuados dan cuenta de una corriente narrativa que conduce, mejor dicho, que arrastra a su protagonista hacia algo insondable, hacia un extraño resplandor a través de un paisaje invernal incierto y nada esclarecedor. Jon Fosse nos sitúa en una gélida noche en un bosque nórdico para contarnos una experiencia mística de un hombre solitario del que nada sabemos, ni su nombre ni a qué se dedica, que conduce sin rumbo establecido, hasta que su coche se queda detenido atrapado en la nieve. Tras sus fallidos intentos por salir de aquel atolladero, se baja del mismo vehículo adentrándose en el bosque para pedir ayuda, pero sólo encuentra casas baldías y deshabitadas, sin nadie con la que contar. Consciente de su desamparo y soledad, continúa andando por la nieve, entre el silencio y la oscuridad, “hacia el interior de una nada”, con “un miedo sin angustia”, pero “miedo de verdad”.

Cuando vuelve a su andanza, comienza a escuchar voces. Mientras trata de averiguar de quién se trata, nota que anda aturdido y cansado. Quiere dormir, pero sabe que debe seguir en su intento de buscar salida, tal vez arrepentido por haber dejado el coche. Sin embargo, el hombre persiste en su camino, sin importarle meterse en una extraña espiral de oscuro vacío. Observa que esa nada del entorno es preocupante. Ve la silueta de un desconocido sin rostro que se le acerca caminando, oye su voz y, cerca de este, vislumbra a sus padres sobre la nieve, que también vienen hacia él sumergiéndose en la blancura del bosque: “Pero lo que estaba viendo no podía ser real, así que quizá había empezado a ver visiones”. Con esas sensaciones persiste en esclarecer sus percepciones, sin terminar de encajar que lo que le está pasando no obedece a una verdad entendible que se atenga a lo verosímil, pero que precisa prestar atención para escuchar lo atenuado por el silencio: “Porque es en el silencio donde puede oírse a Dios”.

Blancura es una novela corta, que recala en la conciencia de lo que implica estar vivo, una novela que más bien parece un relato, escrita en un solo párrafo de principio a fin, bajo la traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun. Son casi noventa páginas en las que abundan las repeticiones rítmicas de palabras, de frases cortas y de cadencias coloquiales, sin punto y aparte. El libro proclama un lenguaje sencillo, a modo de diálogo interior que busca el entendimiento del vacío envolvente al que se enfrenta su protagonista. De ahí surge su efecto persuasivo. Vemos que en ese estilo es como mejor se expresa Fosse, escribiendo sin enredo, de forma sencilla y directa sobre las cosas importantes: la vida, la soledad, el discurrir de los días, las experiencias sensoriales y la muerte. Su prosa incisiva tiene mucho en común con la del escritor austriaco Thomas Bernhard, pero la del noruego posee más calidez y hondura.


Tras la lectura del libro, uno queda con la sensación de haber sido testigo de una extraña anomalía recurrente en la que su autor deja al lector sin resquicio para que concilie su imaginación con la visión de lo que está ocurriendo, como perplejo ante un compás de espera crucial no exento de trascendencia. En todo caso, lo que es indudable es que la literatura de Jon Fosse se aparta profundamente de cualquier interpretación prosaica, para sumergirnos en la excepcional vivencia creciente de lo insólito, y de ahí nos lleva a entender que cualquier intemperie, y más si en ella se juega uno la vida, pide amparo, atención y resplandor. Confieso que mi interés por su literatura es también fruto de ese resplandor que deseo conservar para seguir leyendo más libros suyos.


miércoles, 3 de abril de 2024

Renacer de las sombras


Toda voz narrativa refleja su origen geográfico y social, el sexo y la edad, pero, a su vez, los percances de la vida. En la autoficción, el escritor habla al oído del lector, confiando en su atención, como un dispositivo muy directo que, cuando se utiliza bien, puede ser extremadamente intenso y persuasivo: ahí están, por ejemplo, las obras de Annie Ernaux, libros esencialmente autobiográficos e intimistas, para demostrarlo. La voz narrativa es ese dispositivo sensorial que debe poner sentido y disposición para que cualquier historia contada nos atrape y penetre en nosotros. Dicha voz es artífice literaria que justifica y retiene nuestro interés en lo que leemos, verdadera protagonista del texto, descendiendo a la colmena de la historia para conducirnos como abeja, por las celdas que conforman el panal de la verdad que quiere contarnos.

Para María Larrea (Bilbao, 1979), licenciada en cinematografía, este menester narrativo le ha valido para poner voz a su propia historia y arreglárselas en busca de la verdad y las claves de sus orígenes. Tratando de restablecer sus costuras, con un punto de artificio necesario, consciente de que lo que no tiene valor en la vida no lo tiene tampoco en la literatura, consigue convertir esta novela suya, Los de Bilbao nacen donde quieren (Alianza, 2023), en un meritorio debut, en una historia personal que alcanza más allá de un mero ejercicio de memoria y testimonio, traspasando ese umbral señalado por Novalis de rebuscar en lo oculto: «Todo lo visible descansa / sobre un fondo invisible». En esa apelación de búsqueda y proyección de lo personal al terreno colectivo y social, radica el interés de la novela. El libro recorre hacia atrás una complicada historia familiar que lleva a la autora a la ciudad donde se encuentran los secretos de su cuna, un pasado de adopciones ilegales con el trasfondo de los últimos retales del franquismo.

La escritora francoespañola despliega un retrato hondo y singular de su infancia, entre París y Bilbao. María Larrea descubre en sus pesquisas que era una niña adoptada. Todo surge tras una visita casual a una echadora de cartas y esta le revela que quienes la han criado no son sus padres biológicos, según le desvela el tarot. A partir de ahí, y queriendo saber más, comienza su propia investigación que la conducirá a descubrir que tiene tres madres: la primera la dejó abandonada, la segunda le dio de mamar sus primeros días de vida y de soledad y la tercera la adoptó y la crio. A lo largo de las páginas del libro, el lector va percibiendo cómo se plasman sus miedos y su liberación, cómo trasciende su ira y su conmoción que le produce esa tormenta interna que le han ocultado. Pero toda esa verdad al descubierto la pone a la intemperie. Viene a mostrarnos cómo cuando una mentira tan grande se desvela, la efervescencia de tu imaginación se activa y ves delante de los ojos cómo pasa la película de tu vida, capacitándote a cambiar las sombras por luces y viceversa, una revelación dolorosa, pero sanadora, para desmadejar el enredo de una identidad encubierta: “No recordamos el momento de nacer, pero lo podemos imaginar”.

Tras un complejo proceso de alumbramiento, su novela y la literatura que promueve es fruto de su vientre, de una recapitulación de su propio cordón umbilical que la impele a afirmar que “la escritura tiene esa virtud insospechada de provocar reacciones en la realidad”, para añadir más adelante: “Todo son historias de deambular, de big bang. Puedo sentir cómo mis células se recolocan en su lugar. Hablamos de raíces, de la necesidad de anclarse... Me he liberado de las ataduras, de una deuda misteriosa hacia todas esas parentelas sufridas, perdidas o encontradas”. Pero no es solo la historia de María Larrea, sino también, y especialmente, la de Victoria y Julián, padres cautivos, de vidas marcadas por unas condiciones terribles, de exilios y soledades, de estrecheces y sacrificios, aunque siempre con cierto aire de esperanza y ternura ante tanta anomalía.

“Inventaré mi historia, pues hay una frase que dice que ‘Los de Bilbao nacen donde quieren’. Levantan piedras, cortan troncos, los vascos son más fuertes que sus partidas de nacimiento”. Son palabras subrayadas por mí del epílogo de esta conmovedora historia, una hermosa novela que se interroga sobre la familia, el peso de los lazos de sangre y la necesidad que tiene el ser humano de construirse un origen y una identidad. Cierro el libro y me viene a la cabeza una reflexión que me suele aparecer con intermitencia a lo largo del tiempo, que me dice que la lectura de algunos libros nos perturba hasta sacarnos de nuestras casillas, de la protección acostumbrada del hogar, que, en ocasiones, nos arroja a la intemperie, a la identidad de otros, convirtiéndonos en nómadas, incluso, llegando a destapar nuestras propias contradicciones.


Cuando esto ocurre, y eso para mí es algo excepcional, como así me acaba de suceder con este libro, sirve para confirmar que la buena literatura es transformadora, inquisitiva, capaz de estirar y ampliar nuestros límites, obligándonos a leer y sentir de otra manera, como si atravesáramos un pasadizo de arenas movedizas en donde nada parece estable y todo sospechoso, insólito, nada inocente. Uno, como lector, se las apaña para no poner reparos en dejarse sacudir por historias tan indagatorias y poderosas, como esta de María Larrea, que te remueven el hígado y el páncreas, que, tras llegar al final de la misma, dan ganas de acercarse al espejo para mirarse y comprobar si uno sigue siendo el mismo de antes.