lunes, 23 de junio de 2025

Días y esquirlas


Me gustan las tramas sencillas. Y en eso mismo me fijo cuando me acerco a un poema. Quiero entender que fácil o difícil no son adjetivos que califiquen apropiadamente a un poema. De igual manera, diría también que no es verdad que la poesía sea pura emoción, porque la emoción sin pensamiento me resultaría vacía. Por eso mismo, creo que, al lector de poesía, en general, le importa que la expresión verbal de lo leído no suplante a la experiencia, al mismo tiempo que asuma que nada existe en el poema fuera del lenguaje. El poeta, al fin y al cabo, escribe, no para decir lo que siente o piensa sobre algo, sino para que lleguemos a saber lo que nos quiere decir, que no es otra cosa que para escuchar el silencio, para darlo a escuchar.

La poesía tiene que ver con el pálpito de las palabras, con el movimiento que suscitan y sus significados. En esos encajes entre palabras y estados de ánimo, la poesía sustenta su sentido, y sucede cuando se tocan las vidas de quien la escribe y de quien la lee. Y es ahí, en ese conjuro literario, donde destacan las confluencias de Sanatorio (Renacimiento, 2025), el nuevo poemario de Francisco Javier Guerrero (Córdoba, 1976), un libro que percute en el dolor y su experiencia, en el que lo real se revela como verdad falible, sin más prerrogativas que el desacato y la resistencia, tratando de decir lo que dice sin decirlo y de no decir diciéndolo, bajo la entonación y el aliento de este verso memorable de Dante Alighieri, citado al inicio del libro: «Quien sabe de dolor, todo lo sabe».

Sanatorio despliega 35 piezas, cada una de ellas nominada con un título, por donde transcurren reflexiones, esquirlas y reflejos de la realidad que importa, de la que explora la cercanía y lo indecible de la enfermedad y el dolor que todo lo arremete. Con ellas el poeta sacude al lector con razones y palabras que andan a ras de la lucha del vivir, para incitarnos a pensar en sus golpes, a la lectura de sus contratiempos que zarandean, una y otra vez, nuestra fragilidad. En ese edificio de letras y espacio místico, como así lo nombra Guerrero, nos adentramos en su atlas efímero, capaz de desmontar los escenarios de la certidumbre: Con todos sus temores, sus presagios. / Sus posibilidades. / Se parece a la vida. / O a la inseguridad de quien espera. Pero también, si es preciso, añadiendo algún vislumbre más cuando se trata de exaltar la soledad y el silencio: Ese silencio es todo / lo que hay entre una flecha y el centro de la diana.

El libro avanza por estos derroteros, en un testimonio confesional y explícito, como el de estar en un diván, dispuesto a hacer hablar al poema y que su verdad nos traspase. Si Sanatorio es un universo aparte en el que cada paciente busca su órbita de cura, esa experiencia le vale al poeta, sobre todo, de pulsión interior, de toma de conciencia, de saber que nada vivo es inmune al paso del tiempo y a su estropicio. Es a través de esa indagación física por donde transita Guerrero en lo que somos, pero más aún en ese tic tac o pulso que nos impele a seguir vivos, a encontrarse uno mismo en lo ajeno, mejor aún, entendiendo que lo ajeno nos es propio, como señalan estos otros versos suyos: El cuerpo es un poema / sobre el que se consuman sacrificios. / Puede que la verdad esté en las cicatrices. / Son huellas que no mienten.

Sanatorio es un libro intenso y contenido, curtido de personalidad y de temperamento, de un estado de ánimo lacerado, de agallas y arrojo, un canto en sí mismo, una reflexión desde el dolor, así como una visión interior de las anomalías del cuerpo, una pesadumbre que obliga al lector a asentir por esa fuerza arrolladora de verdad que transmite, desde esa cosmogonía implacable que emerge del sentir de un poeta poseído por una humanidad admirable frente al precipicio al que le va empujando la enfermedad. Su poesía se conjuga con vislumbres de verdad y aliento, a pesar del temporal azotado por la incertidumbre de una curación que se demora. La vida es un combate permanente, un eterno retorno, como así se titula uno de sus poemas que acaba con estos versos tan esperanzadores: Renacer cada lunes como si cada instante, / como si cada sol me partiera los ojos. / Para escuchar la luz. / Y comenzar de nuevo.

Guerrero se arroba, con un estilo sereno y punzante, en un canto a la vida, al amor a la vida, desde esa suerte incierta de acometer un trance doloroso sobrevenido, y mostrarlo con una solvencia moral implícita, sin fingimientos ni ataduras. El lector, siempre ávido de respuestas para alcanzar el asombro, se conmueve cuando está delante de un texto poético, tan sobrio y lleno de verdad como este, capaz de unir una palabra a otra sin estridencia, para después encauzarlas en una secuencia emotiva que germine en el corazón de quien se preste a su lectura, o que logre describir de un modo preciso lo que sucede en el devenir del poema hasta alcanzarnos plenamente. Que no depende solo del acierto del poeta, sino que especialmente nos alcanza por cómo se ha resuelto el poema.


Estos poemas logran una síntesis, un estilo, que sí le es propio al imaginario concebido por el poeta. Cada poema, por breve que sea, abre un diálogo con el lector, nos convierte en confidentes de su verdad, de su razón estética o revelación dada. Francisco Javier Guerrero lo hace con el fulgor de la sencillez que le muestra lo cotidiano, de lo inesperado que transcurre a la vista de todos. Y es desde esa mirada, nada esquiva al sufrimiento, donde encontramos la génesis y el misterio de sus poemas, en su lenguaje, tono y cadencia, tanto como en sus motivos. Un libro extraordinario, que cala hasta llegar a lo más hondo.

domingo, 15 de junio de 2025

Mecánica aforística


Somos cada día un número creciente de lectores que sentimos un amor inmenso por el milagro mínimo que representa el aforismo como género persuasivo y conmovedor de miniaturas escritas, cargadas de máxima intensidad, en las que cada palabra tiene su sitio y su peso. Aunque los aforismos son escuetos por definición, reducidos a su mínima expresión, sin embargo, su sintaxis reducida nos atrapa por esa fuerza semántica con la que se intenta representar. De ahí que los mejores aforismos admitan infinidad de interpretaciones. De hecho, el sentido máximo de un aforismo puede provocar en el lector una explosión de significados. Y expongo todo esto porque la mayoría de los aforismos que me interesan no son verdades comúnmente aceptadas, sino enigmáticas afirmaciones que, incluso, burlan cualquier convención establecida.

Es por este sendero por donde mejor transita la mecánica aforística de Carmen Canet, por esos enunciados breves y concisos formulados con agudeza y gracia, jugando con lo omitido, para dar pie a que el lector también participe de sus confluencias. En el libro que ahora acaba de publicar, bajo el sugerente título de Telegramas (Alto Aire, 2025), la escritora almeriense, una de las escritoras más prolijas en este quehacer literario, reúne cuatrocientos aforismos en los que también hay lugar para dar respuestas y aproximarnos a entender la naturaleza, el sentido y el valor que posee esta forma expresiva tan versátil. Así afirma la autora sobre cómo plasma su proceso de creación: “Los cuadernos de los aforistas son diarios de ideas que ocurren y se les ocurren, luego discurren”. Y también dice: “Los aforismos suelen ser retratos sociales. Espejos en donde te reconoces”. Le importa subrayar también que estas formas breves no son amigas de la divagación, de la palabrería o del desvío: “El aforismo es el arte de exprimir la palabra, comprimiendo el pensamiento”.

En este hábitat aforístico que le viene de lejos, Carmen Canet acuña en sus publicaciones una variada formulación verbal que le sirve de portal y de título al inventario de sus aforismos. Así ocurre en Malabarismos (2016), un muestrario entre idas y vueltas de frases e ideas jugándose el tipo, o en Monodosis (2022), otro interesante libro en el que aglutina brevedades recurrentes de la vida cotidiana sin perder el latido de su concisión y trascendencia. En Telegramas, su nueva apuesta, viene a resaltar lo que para ella es escribir aforismos, como si se tratara de telegrafiar cosas que todo el mundo sabe pero que no sabe que sabe. Y para muestra este botón: “Es importante tener una hoja de servicios en la vida. Y, también, de ruta”. O este otro, que a mí tanto me complace: “La lectura es la amante cómplice de nuestra soledad”.

A Canet le importa recorrer los senderos de sus creaciones aforísticas puliendo ideas que vienen, a veces de antaño o de tiempos más actuales, apartándose de cualquier solemnidad o convención moral. Le seduce alejarse de la rectitud y el tronío de la sentencia rígida para virar hacia la orilla de las paradojas de la vida. Le importa sacarle jugo a la vida a través de un yo bienhumorado y poroso, que reflexione apartándose de la crispación reinante, próximo a las diferentes estancias de la vida, destilando miradas agudas salpimentadas de elegancia, pero impregnadas con aire realista, y que haga mella en el presente. Vayan estas muestras elocuentes: “La escritura es la nevera de los recuerdos. Y la memoria, el congelador”; “Las personas que siguen aprendiendo de la vida son siempre el mejor alumnado”; “Los que beben mucho, malo. Los que no beben nada, malo”.

Yo agregaría, además, que su juego al escribir aforismos parece divertido, pero lo cierto es que escribir un buen libro de aforismos no es una tarea nada fácil. Hay que aprender sus reglas y saber infringirlas. Escribir, viene a decirnos Carmen Canet, es una aventura exigente y lúcida, como todo lo que está abocado a persistir en el mundo, para escuchar el silencio, para darlo a conocer, porque “Los aforistas y los aforismos somos esos militantes de la vida”. Y es por ahí, por ese hilo, por donde ella teje e hilvana sus destellos de ser capaz de refundir ideas, paradojas y vislumbres sobre verdades apremiantes o reticentes con las que desplegar su síntesis indagatoria, sin tener que dejar al lado el humor. Aquí van algunos ejemplos: “Cada vez hay más libros que son crimen y castigo”; “Hay sujetos que no merecen tener ni predicados”; “Se subordinaba a la vida, aunque le habían aconsejado que mejor se coordinara”.

Los aforismos de Carmen Canet poseen el ingrediente de la levedad y de la frescura, unas características muy suyas de largo recorrido por este género, que cultiva desde hace una década. Los aquí reunidos, además, ofrecen al lector una amplia variedad de perspectivas. Invitan a ser leídos con la cabeza y el corazón. Describen desde diferentes ángulos y alturas la vida cotidiana e impelen al lector a una constante perplejidad de la realidad multiplicada con miradas que se entrecruzan. Le gustan tomar atajos y, sobre todo, condensar una manera de entender la vida y la literatura, y viceversa, ya sea mediante una frase suelta, la evocación intuitiva o el asomo reflexivo propiamente dicho, y con mucho desparpajo, sin preocuparse por alcanzar la frase feliz.


Como decía el viejo Schopenhauer: «Cuando un pensamiento acertado surge en el cerebro, tiende a la claridad, y pronto la alcanzará, porque lo que ha sido pensado claramente encuentra con facilidad su expresión adecuada». Así aborda Carmen Canet sus Telegramas, que no son advertencias ni alarmas, sino aforismos que discurren con claridad, gracia y talento para darnos motivos para pensar en lo escrito y, de paso, sacarnos media sonrisa.

martes, 10 de junio de 2025

Una elegía inevitable


“Por primera vez desde hace años escribo a mano. He descubierto que solo así puedo escribir sobre mi padre. Empecé mientras estaba junto a su cama, mientras le daba las pastillas, le cambiaba los parches con el analgésico que debía penetrar a través de su piel y le preguntaba por su infancia. Transformaba el final en palabras para que fuera soportable, quería recordarlo todo porque no tengo memoria de elefante, no tengo su memoria socrática que no necesitaba de papel y lápiz...”

Entre estas líneas que conforman el inicio del epílogo y estas otras que le preceden en el arranque del libro: “Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se resiste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como del de la ficción”, discurre El jardinero y la muerte (Impedimenta, 2025), una estupenda edición bajo la exquisita traducción de María Vútova. El novelista y poeta Gueorgui Gospodínov (1968, Yambol, Bulgaria) define a este nuevo libro suyo como una novela-jardín, porque surge para mitigar la pérdida de su padre, un hombre duro y de buena condición humana, criado en una cultura no muy ducha en verbalizar los afectos, pero sí predispuesto a mostrar el amor por su familia a través del jardín que cultivaba con primor y entrega. Esta devoción botánica de su progenitor viene a enaltecer esa cualidad propia y natural de las plantas: “saber morir con belleza sin morir en realidad”.

Gospodínov, autor de imaginación portentosa, del que ya leímos sus fascinantes novelas, Novela natural (1999), Física de la tristeza (2011) y Las Tempestálidas (2020), vuelve ahora para acercarnos a ese héroe familiar de su infancia, su padre. Escribe El jardinero y la muerte tras su fallecimiento, casi por impulso, como exigencia del duelo. Para él esta escritura se convierte en una manera de delimitar el dolor hasta convertirlo en un relato personal con la idea de aminorar el daño de la pérdida, ampliar la propia experiencia y reflexionar sobre cómo sobrellevamos la muerte. En sus costuras, es un libro que intenta desentrañar si somos capaces de entender el papel de nuestros padres y si una vez que creemos entenderlos somos capaces de seguir queriéndolos. Podríamos decir que este libro no parece surgir de una planificación preconcebida, más bien da pie a pensar que es un libro de urgencia, impulsado por el síntoma irreductible del dolor, pero concebido como la anestesia que nos proporciona la conversación íntima con un ser querido.

“Mi padre era jardinero. Ahora es jardín”. Parece un mantra que Gospodínov arranca y evoca, consciente de que la muerte permea la vida, y que morir lleva su tiempo, lo mismo que el dolor y el duelo. Se pregunta por saber dónde empieza el final de una vida para pasar de inmediato al trance de los últimos días de su padre, obligándole a abordar su deterioro, con el alma puesta en resaltar los momentos gratificantes de compartir su sonrisa, una tregua de su dolor o algún recuerdo emotivo que los une. Por eso, desde el principio, deja dicho que lo que le impele a escribir este libro va marcado por el propio sentido narrativo de escribir una historia, la de su padre y la de él mismo: “Para abrir otro pasillo paralelo donde el mundo y todos los que lo habitan estén en su sitio, para desviar la narración hacia la otra hilera cuando la cosa se ponga peligrosa y la muerte se desborde, como el jardinero desvía el agua hacia la siguiente hilera de la huerta”.

En ese deambular narrativo, confía en su creencia de que la literatura es un extraordinario cauce que permite una intimidad que no nos atreveríamos a expresarla expontáneamente. La literatura, según él, sacude, nos da valor, coraje y ánimo para todo lo que ha quedado sin decir. Gospodínov elige muy bien qué contar, dónde poner el foco, las escenas más pequeñas y los detalles minúsculos de cada una de ellos, que describe siempre desde el tamiz de su memoria, sin dejar de preguntarse: “¿De qué hablamos cuando hablamos de la muerte? De la vida, por supuesto, en toda su fascinante fugacidad.” Como suele ocurrir con todo lo fragmentario, y este libro lo es por cómo está concebido formalmente, con capítulos muy breves, este texto está atravesado por el misterio de la muerte, pero a través de su espejo en la vida, el verdadero lugar donde percatarse más del poder de los hechos que de las convicciones.

Este libro, además, posee la particularidad de haber sido concebido desde la cama del hospital en la que el padre del autor agonizaba. Su tono, fuera de toda aspereza, alcanza una altura poética bien dispuesta, y se combina con el mucho oficio de fabulador de quien la escribe, para dejar paso a una elegía inevitable por la que transita la muerte, sí, pero mucho mucho más la vida y las historias de quienes la hacen posible. Insiste Gospodínov en que “la muerte es también un problema lingüístico”. Y para ello se detiene en la palabra “murió”, tan breve y contundente: “Está esa r del último estertor y la o que cierra el círculo de la vida. Una o como un cero absoluto, y para rematar, la tilde, el último clavo que no deja lugar a la esperanza”.

Nadie discute ya que Gospodínov es un autor consagrado y sobresaliente del panorama actual de las letras europeas. Este libro, más íntimo y personal que sus obras anteriores, sigue la estela de ese estilo magistral suyo al que nos tiene acostumbrados. Sus páginas nos acercan a escenas que hablan del dolor, de la muerte, de la infancia, de las relaciones, especialmente, de su padre con él y su manera de concebir el mundo. Pero también nos habla de la relación de la muerte en la literatura, bajo el prisma personalísimo suyo, para acabar narrando un conmovedor relato de la muerte como parte inherente de la vida y como parte del relato de ella misma.


Diría, para acabar, que El jardinero y la muerte es un libro hermoso y conmovedor sobre el dolor y el duelo, pero, a su vez, una novela que se pregunta por el valor de la vida, sin olvidarse que de entre todas las necesidades que tiene el ser humano, no hay ninguna más vital y fértil para la literatura que la memoria desnuda que alumbra y enseña a leer la vida. Una novela, como el mundo, es una forma viva, y en su forma, como ocurre en esta del autor búlgaro, reside su particular realidad, el drama viviente del yo y, también, del ser perecedero que encarnamos, el mismo que es capaz de narrar y valorar a su semejante porque es igualmente perecedero: “La tristeza viene después...”