De hecho, la obra de Williams guarda una gran afinidad con la pintura, un entusiasmo trasmitido por su madre, cuyo interés mantuvo vivo toda su vida. Además Williams publicó en 1959 un libro sobre su madre bajo el título de Yes, Mrs. Williams: A Personal Récord of My Mother. Este texto propicia el interés de Marta Aponte para poner en marcha su novela, un hallazgo que le llevó a recrear la vida y el vínculo artístico de ambos, cada uno de ellos absolutamente implicado en sus resonancias identitarias y gustos personales. Al hijo le gustaba Brueghel entre los pintores mayores. A la madre le gustaban las flores y tenía predilección por la poesía idealista, “la que nos arrebata el corazón y el alma a un plano superior”. Pero le dice al hijo que su preferencia no le impide disfrutar de su poesía. Sabe que su hijo desde los primeros tiempos siempre estuvo obsesionado con su tarea como poeta, con la cuestión fundamental de intentar hallar en sus versos algo que fuera mensurable, pero que sustituyera las formas métricas clásicas fijas para construir la base de una nueva composición poética. Y es que, para Carlos, la experiencia poética verdadera no existía hasta encarnarse en el lenguaje.
Pero volviendo a ese París cultural, atravesado por la literatura, la moda y las artes, tan idealizado por Raquel Hobeb, su presencia la vamos a seguir encontrando en toda su amplitud histórica y real del momento por diferentes capítulos de la novela. Raquel llega al París de 1878, y se encuentra una ciudad esotérica y también envuelta, como ella misma, en artes espiritistas, al París de la tercera Exposición Universal, una metrópolis que todavía intenta distinguirse como referente artístico del mundo. Precisamente, esto mismo le hace recapacitar y entender que no hay manera de entender el mundo sin tomarle su medida, como así se cuenta en otro de sus capítulos. Entiende la artista que París requiere ponderar su modelo de universalidad, algo que, para ella, mujer caribeña, le impulsa a sublevarse, después de ver en Trocadero todo lo que se exponía sobre el capitalismo y sus máquinas. Tras aquella visita a la capital europea, confiesa que Nueva York ya no le impresiona. Se lo dice al marido y a su hijo Carlos tras asistir a un concierto en Carnegie Hall, “un teatrillo de mala muerte que no podía compararse con la más austera sala parisina”.
Marta Aponte adereza su imaginario trazando una narración en la que convergen distintas voces para construir una novela desde las preguntas y la memoria, desde los espacios en blanco y anhelos no explícitos de sus personajes, una manera de fijar su mirada en la forma en que nos contamos la vida de los demás y en cómo se fundan sus mitos y testimonios. En uno de los capítulos finales del libro, la narradora evoca a su abuela Fermina desgranando café en la isla y recordando el balanceo del barco en el que su hijo mayor emigrara a Nueva York, mientras que William Carlos visitaba acompañado de Ezra Pound y Marianne Moore el observatorio astronómico que dirigía el padre de Hilda Doolittle en Pennsylvania. Desvela la autora que el poeta cuenta en una carta que la biografía de Raquel reflejada en su libro Yes Mrs. Williams aspiraba a ser su obra más importante, la que mejor recogiera los recuerdos de su madre, un libro de evocaciones propias y ajenas en el que estarían presentes hasta los olores y sabores de los barrios por los que pasó su madre.
La muerte feliz de William Carlos Williams es una novela incandescente, con aire de poema-libro y mucho material biográfico, escrita con una prosa desbordante, de ritmo intenso, que refleja el puzzle que conforma la identidad y el peregrinaje de sus protagonistas. Ahí está lo más sugerente del libro, en la resonancia de sus vínculos, pero también en ese aire poético que transita por todo el texto, un soplo narrativo sostenido en el que predomina la verdad íntima de lo vivido por dos seres conectados bajo un retrato generacional afín.