martes, 27 de junio de 2017

Ciudad de cristal

Ray Loriga (Madrid, 1967), novelista, guionista y director de cine, ha tenido una carrera literaria, podríamos decir, mutante, gracias a la poderosa atracción que ha ejercido en él el mundo del cine. Como guionista de cine ha colaborado, entre otros, con Carlos Saura y Pedro Almodóvar, y como director ha dirigido las películas La pistola de mi hermano (1997), adaptación de su novela Caídos del cielo (1995), y Teresa, el cuerpo de Cristo (2007). Sin embargo, en su trayectoria artística, lo determinante de su obra proviene de la creación literaria, dándose a la fama con Lo peor de todo (1992), una novela que rompió moldes, un libro que constituyó en su momento la feliz conjunción de su talento innegable, con la oportuna coyuntura en la que debutó, un manifiesto acerca del desaliento y el cansancio de toda una generación. Loriga se aupó a la cúspide de la fama, como después le ocurrió a Ángel Mañas con Historias del Kronen (1994), dos jóvenes escritores neorrealistas, que en nada se parecían a lo que imperaba en la literatura en aquella década, y que se acercaron, cada uno a su estilo: al nihilismo y al desencanto de los jóvenes de su generación, frente a la euforia de un consumo desquiciante, perverso y demoledor. Para algunos críticos de entonces nacía la literatura de la llamada Generación X española.

En su obra posterior, desde Héroes (1993), Trífero (2000) o desde sus cuentos urbanos de El hombre que inventó Manhattan (2004) hasta Ya sólo habla de amor (2008) y Za Za, emperador de Ibiza (2014), el escritor madrileño continuó zigzagueante por esa senda de inconformismo, desenfreno y fracaso de sus personajes desplegada brillantemente ya en su ópera prima.

Con Rendición, galardonada con el Premio Alfaguara de Novela 2017, hay un cambio de registro respecto a toda su obra anterior. Loriga irrumpe en un escenario distópico para contar una fábula en la que el narrador se va a enfrentar a las circunstancias alienantes de una sociedad dirigida bajo un control férreo y atemorizante donde solo cabe mirar con esperanza hacia el lado de la naturaleza como vía de liberación.

La distopía es un subgénero temático asociado con frecuencia a un futuro nada amable, más bien imperfecto y con desencadenante hacia el caos y el desastre de la humanidad. Por su carácter futurista y especulativo solemos encuadrarla en el género de la ciencia ficción, pero muy atada a la evolución política y social del presente, donde solo queda sobrevivir bajo un poder establecido perturbador y coercitivo. La voz narrativa del protagonista de esta historia viene a contarnos el reflejo de un mañana que inspira desconfianza, incertidumbre y desasosiego, porque lo que se avecina está abocado a una alienación moral sin precedente y el futuro, más bien, es una pesadilla programada que no tiene en cuenta la voluntad de quien se opone a la autoridad opresora.

Ha transcurrido una década desde que estalló la guerra y el narrador de la novela y su mujer siguen sin saber nada sobre el paradero de sus dos hijos que fueron llamados a fila, y sin saber quién inició la guerra. Aun así, ambos siguen amándose y sus vidas transcurren sencillamente con la esperanza de que el conflicto acabe y de que el estado les devuelva sanos y salvos a sus hijos. Mientras tanto, un chico mudo aparece por su propiedad, lo acogen como a un refugiado necesitado de cuidados y al que, poco a poco, empiezan a tomarle cariño. Cuando las autoridades comunican a la población que la zona debe ser evacuada, todo cambia en sus vidas rutinarias, convertidos en exilados rumbo a una ciudad transparente, un destino programado hacia el que parten los tres juntos, salvando escollos y contratiempos.

Llegados al lugar indicado por las autoridades, la metrópolis cercada muestra a los ojos de los recién legados los cuerpos sin vida de los traidores. Dentro, la ciudad de cristal está diseñada casi como un paraíso armonioso para sus habitantes, donde no falta la limpieza, el orden y la protección. Allí impera la ley, el orden riguroso y una absoluta transparencia: el secreto y el misterio están abolidos. No hay paredes que limiten cualquier intercambio visual.

Loriga, a través del estilo coloquial de su protagonista, un personaje que se siente estorbo del progreso, pese a su aparente armonía, establece un diálogo interior para que el lector se posicione como espectador y sojuzgue la deriva que se avecina ante sus ojos y modifique su conciencia en la que la naturaleza se va convirtiendo en el único espacio viable de salvación y liberación personal.

Rendición es, en síntesis, una fábula amena y cruda, escrita con una prosa seca y eficaz, y construida bajo unos pilares realistas, a modo de retro-ficción, para irrumpir en la pesadilla que toda distopía resulta para decepción de todos. Estamos ante una novela de arranque portentoso y con un final kafkiano impactante y logrado.



martes, 20 de junio de 2017

Escribir con sacapuntas

Ricardo de la Fuente (Sacramenia, Segovia, 1956), catedrático de Sanidad Animal en la Facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, autor de más de un centenar de trabajos científicos, ha tenido bien guardado durante mucho tiempo su secreta vocación literaria. Hace unos años se inició en la ficción narrativa en el taller de escritura creativa dirigido por Clara Obligado. Tal vez leer y escribir sea lo único que merezca la pena aprender, lo único que valga la pena enseñar a todo el mundo para honrar a nuestra especie. Leer y escribir son intentos de libertad, de ensanchamiento, de travesía y de experimentar nuevas emociones. La afición a escribir es incurable, decía Carlos Pujol, y aconsejaba no impedirlo, aun a sabiendas de que cada cual, en ese juego de palabras, escribe como puede y no como quiere; “porque se escribe lo que deciden las palabras”.

Este veterano profesor universitario confiesa que le gusta escribir con el sacapuntas y, ciertamente, parece que el diminuto afilador le acompaña de forma permanente en su manera de entender la escritura. Su debut literario irrumpe felizmente en un género que, engañosamente, parece estar al alcance de todos, como si el aforismo per se facilitara a cualquiera la gracia necesaria para indagar en ese sentido innato del hombre de apreciar la verdad, la eufonía y la resolución a las preguntas de la vida. Lo que el lector descubre en Andar en la niebla (Cuadernos del Vigía, 2017), galardonado con el Premio Internacional José Bergamín de Aforismos de este año, es que para concebir un libro de estas características se precisa un duende risueño, un talento especial que no incurra en la simple ocurrencia y nos conduzca a tomarnos un poco a broma la frase elevada o la máxima solemne. Ricardo de la Fuente posee esa gracia y sabe que escribir aforismos consiste, antes que nada, en tener en muy alta estima las condiciones de quien los va a leer.

Se dice que, a pesar de su tamaño, en el aforismo puede caber cualquier género literario, desde la poesía lírica y experimental, hasta el microensayo, pasando por la narrativa más sucinta, el pensamiento concentrado o la mordacidad humorística como se advierte, por ejemplo, en estos dos subrayados del libro: No destacarás impunemente; El corazón y la cabeza se entienden a nuestras espaldas.

Esta colección, que reúne doscientos setenta y cinco aforismos, está estructurada en cuatro epígrafes, cada uno de los cuales aglutina particularidades afines o metafóricas al título enmarcado, pero, en todos, el autor nos viene a decir que la valía del ser humano no reside en la verdad que uno posee o cree tener, sino en el sincero esfuerzo que pone para alcanzarla.

En la primera parte titulada Virutas, De la Fuente esparce sus breverías sin pretensiones de deslumbrar, sino de excitar y de mostrar la sencillez de las cosas que nos suceden: Nada se descubre sin salirse del sendero, dice en una de ellas; Cada día nos cambia el futuro, subraya en otra; Las virutas de una barra de hierro siguen siendo hierro, sentencia con el aforismo que pone fin a esta sección.

En Pasar página, hay muchos guiños a la lectura y a la escritura: No usarás el adjetivo en vano, advierte; ¡Cómo vas a saber lo que piensas de verdad si no te pones a escribirlo!, exhorta en otro anterior; Aprender a leer lleva décadas, avisa a los distraídos; Las palabras se van con los poetas porque las sacan de su rutina, atina en este henchido de lirismo

Estar a las dudas y Egometría conforman las dos partes finales del libro y en ellas el pensamiento y la introspección destacan como fundamento de los aforismos que los acompañan, como vemos en estos cuatro: Es tan corta la vida que no alcanza para atar cabo; Desear es fácil. Lo difícil viene después; Llega una edad en que uno puede permitirse el lujo de cambiar de defectos; Mis contradicciones no saben que les seré infiel con otras.

Andar en la niebla es un libro sabio, escrito con inteligencia e ironía, que refleja mucho la agudeza de su creador, un manifiesto ejercicio provocador de ingenio y alumbramientos en el que la sutileza y el humor acampan con regocijo por sus líneas y por sus silencios.


De la Fuente debuta, sorprendiendo a propios y extraños con este libro luminoso que repara en la vida y en sus detalles, con reflexiones en miniaturas, muchas de ellas de tan solo tres o cuatro palabras, las precisas para que el lector las ingiera con inmediatez y provecho, un estupendo texto para disfrutar en donde el lector encuentra algo de sí mismo que no sabía y agradece.

lunes, 12 de junio de 2017

La luz no es la misma

Han transcurrido más de treinta años en el significado de esta frase para la protagonista de la historia del libro que traemos a esta bitácora. La luz no es la misma porque, precisamente, el tiempo se ocupa de incidir en ella a cada instante. La vida de las personas, como la que se cuenta aquí, es un fiel reflejo de sus particularidades luminosas y de sus sombras. Incluso puede llegar a ser la consecuencia inevitable de toda una existencia puesta en un objetivo, en un destino, en un deseo irrefrenable. Esta es una historia que tiene como escenario San Petersburgo, la ciudad fundada por Pedro el Grande que la convirtió en la ventana de Rusia hacia el mundo occidental, una metrópolis que no tardó en liderar tanto las artes escénicas como en atraer la atención mundial por su intensa vida cultural. Fruto de esta ebullición imparable, se fundó una academia de baile que alcanzaría fama universal bajo el nombre de Ballet Mariinski.

Precisamente desde la ciudad del Neva, la narradora de esta historia de amor y de pasión por la danza rememora su vida y andanzas, ahora que ya cuenta con cincuenta años, desde que entró en la prestigiosa Academia Vagánova hasta que alcanzó su esplendor como primera bailarina del Teatro Mariinski.

Patricia Almarcegui (Zaragoza, 1969), ensayista, profesora de literatura comparada, filóloga y viajera impenitente, algo que le viene de lejos y que tiene mucho que ver con su dedicación profesional al ballet, desde que, con apenas dieciocho años, se trasladó a Roma para formar parte del elenco de artistas del Balletto di Roma durante tres temporadas, es la autora de esta intensa y absorbente historia de amor, sacrificio y dolor de la protagonista de La memoria del cuerpo (Fórcola, 2017), una bailarina de la que tan solo conocemos que se llama P.A., las mismas iniciales suyas.

Almarcegui desarrolla los hilos del tiempo en un relato que, en gran medida, alberga parte de su biografía. Podría atreverme a afirmar que en la novela de la escritora aragonesa hay una solapada intención de recobrarse a sí misma, como si se tratara de una Penélope atareada en deshacer e hilvanar el tejido de su propia historia sobre su gran pasión por la música y el ballet.

En la obra de un escritor, cualquier cuestión que implica experiencia y vida ajetreada es crucial, además de ser una fuente estimulante de inspiración. Estamos habitados y ocupados por nuestra propia historia viene a decirnos la narradora de estas memorias noveladas. A lo largo de las cuatro partes que conforman su estructura se va mostrando al lector la relación con ese mundo artístico que va exhibiendo el alma de su protagonista: sus anhelos, sus tropiezos amorosos, su afán de superación, sus éxitos profesionales, su extrañamiento y su soledad. Ese universo que percibe como artista, como cuerpo que siente el paso del tiempo y que se resiste a su degradación, sigue en pie y en alerta, vivo en su espíritu, en un flujo continuo de ponderar la trayectoria de una carrera artística que se ve limitada debido al desgaste del cuerpo, algo tremendo e insoportable para el artista de la danza: no sentirse ya en los comienzos prometedores, ni en la cima, sólo consolándose en recuerdos vívidos pero, al fin, pretéritos.

La memoria del cuerpo es una narración amena y emotiva, de título hermoso y metafórico, escrita en primera persona, con una voz narrativa potente y llena de evocaciones musicales y literarias. Estamos ante una obra que irradia pasión y vida, que destila emociones y que insiste en la hermosura de esa lucha y entrega persistentes, solo al alcance de unos pocos, por lograr sus sueños.

El espíritu de superación y los miedos escénicos se funden en un relato verosímil unido a la vida cultural intensa de una ciudad diseñada para ello como San Petersburgo, provocando en el lector una empatía natural con la narradora que hace que éste se sienta su confidente y, además, observador de los pasajes de su vida, de sus vínculos, de sus obsesiones y debilidades y de sus metas y fracasos.

Patricia Almarcegui firma un testimonio narrativo en el que está presente la cruda alegoría de la condición humana y sus azares, su memoria y sus huellas, un relato que cuenta una historia ajena de ambición y sacrificio que, inevitablemente, merodea por la suya propia.



viernes, 2 de junio de 2017

Teclado poético

Se ha dicho que leer un libro es habitarlo. Cabría añadir que al leer un libro dejamos que su autor nos habite y se asome a nuestros ojos ávidos de curiosidad, que es otra forma de decir que hay un pacto temporal en el que dos extraños pueden conocerse y reunirse en términos de igualdad, en una relación vis a vis, autor y lector, colaborando juntos.

En la poesía, ese acuerdo tácito es aún más misterioso. Quien escribe poesía es un elegido, un sujeto que se propone decir lo máximo con lo mínimo, que se empeña en emocionar, alegrar, mejorar o salpicarnos de barro si fuera preciso. La poesía es agua mineral, agua que moja por donde pasa, que acaricia, pero también agita y chorrea.

Itziar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972) es una poeta que lleva más de diez años mostrando sus andanzas poéticas cumpliendo largamente con el lema ineludible de Pound: “Lo esencial de un poeta es que nos construya su mundo”. En su primer libro, La vida me persigue (2006), un diario fatalista en verso, en el que el protagonista deja testimonio de su empeño en aspirar a ser el poeta que siempre lleva dentro de sí, harto de dar cuerda a un reloj a deshoras. Después llegarían dos poemarios complementarios: Luz en ruinas (2007) y Cara o cruz (2009) que se sumarán a su apuesta de contar historias a pinceladas, poesía elíptica extraída de las calles y aceras, del metro, de las rutinas, de las derrotas y anhelos que supone vivir. Más tarde, con Wikipoemia (2014) da un viraje hacia otras intuiciones poéticas a través del significado particular de las cosas. Con Cambio de rasante (2015) retorna a reivindicar sus poemas nacidos en los confines domésticos, en los asuntos cotidianos, fuente de inspiración y de escepticismo permanente donde las tormentas, la lluvia, los charcos, los paraguas, los platos rotos, las prohibiciones, la mirada introspectiva y la melancolía contenida se hacen ver: Un poema sin rima/ todavía/ pero sin lluvia/ no es un poema. Con su siguiente libro, Que viene el lobo (2016), gana el Premio de Poesía Nicanor Parra, un poemario emocionante y desnudo bajo el discernir del tiempo y de la justicia poética, en un diálogo crudo y persistente sobre la vida y sus amenazas.

QWERTY (La Isla de Siltolá, 2017), su última propuesta literaria, es otro salto poético, arriesgado, pero feliz, desde dentro de la creación, desde el propio taller literario, una ventana para el lector donde merodear por la génesis y anatomía de la composición e inspiración de su poética, a veces, bajo la apariencia de “búnker” o bajo la arquitectura de un “tetris” o, también, renacido por una historia de amor inducida por la escritura, como concluye su autora en estos versos: La vida es/ lo que sucede/ entre el primer/ y el último verso, sin tenerse que rasgar las vestiduras ni sobrevalorar el oficio inacabado del poeta: En la vida / como en la escritura –subraya–/ hay que fallar muchas veces/ para acertar una/ y en ocasiones ni eso.

Tratando de buscar respuestas, Itziar Mínguez indaga en este poemario sobre el porqué de la escritura por medio de la desnudez de sus composiciones “en clave de historia de amor”, como dice ella misma en la nota final del libro en la que desvela lo que significa el binomio establecido entre escritura y vida: “La poesía es para mí una disyuntiva que me hace optar unas veces por el poema y otras por la vida. Pocas veces coinciden pero cuando se dan al mismo tiempo es la leche”.

QWERTY es un teclado compositivo que aguarda en sus piezas la autobiografía poética de su autora, sin retórica ni aspavientos, concebido desde la vocación y la consciencia de que El de poeta/no es un oficio/ del que puedas salir/ indemne, como refrenda el poema Riesgos Laborales. La singularidad expresiva de la voz poética, tan propia suya, remite a un modelo estético basado en la sencillez del poema, ese que entiende a la poesía como una miniatura verbal, como un hecho lingüístico que no precisa alzarse sobre una estructura elevada, ni necesita ningún sustento artificioso para su autosuficiencia y validez.

Itziar Mínguez le hace guiños permanentes al lector de su poesía y, a la vez, lo toma amistosamente de la mano para animarlo a acabar sus elipsis o lo induce a experimentar reticencias. Estamos ante un libro inteligente, apasionado, aforístico, sin puntos ni comas, ni falta que le hace, lleno de humor, irónico y transparente. Sus poemas sitúan al lector de pronto en el ámbito de la confidencialidad, en la realidad del sujeto poético que los conforman, sin apenas ruido, pero con una audacia sobresaliente.


QWERTY, en suma, participa y continúa de esa entonación poética de rango sencillo y contenido tan propio de la vizcaína, pero en esta ocasión menudea, sin rodeos, por el territorio portátil de la creación poética poniéndolo a la suerte o al dictamen del lector, eso sí, sabiendo, que el poema manda/ es él quien tiene/ la última palabra.