lunes, 30 de septiembre de 2024

Allí desde siempre

Desde la curiosidad y perplejidad del título, el poeta León Molina (San José de las Lajas, Cuba, 1959) presenta su nuevo poemario estableciendo un juego con la polisemia de “puntal” que, como es sabido, posee un sentido de barra o viga que sujeta algo, y también, como extremo de una montaña que se asoma abruptamente al vacío. Por ese “puntal”, que da lugar a una extensa toponimia, planea el poeta sus vuelos y hallazgos entrevistos. Uno se imagina que el poeta se pone a mirar, a leer y a escribir en soledad, delante de la ventana de su estancia, frente a uno de esos puntales que asoman en la aldea albaceteña donde vive desde su infancia, y que, como he podido saber, lleva el nombre precisamente de “Puntal del aire”, una realidad persistente y reveladora para que el poeta se arrobe y juegue con sus atisbos: con la viga que sujeta los vientos, con el puntal al que se asoma el aire, el puntal donde él mismo se asoma a diario a recibir el aire que sopla allí desde siempre.

León Molina es fundamentalmente un observador del mundo que pisa y de sí mismo, un poeta incardinado con la naturaleza, maestra del silencio y de la que, a su entender, todo parte. Según él, la naturaleza es el nido que incuba las palabras. Hay certezas inmutables en ella de las que extrae su verdad poética, unida a esa percepción simbólica que encarna el contacto con el paisaje. Este poemario de ahora reproduce ese sentir de soplo ligero, cercano y evocador, urdido también con la idea de provocar nuestra curiosidad y discernimiento, sin la inquietud de perderse, como así destaca en los versos finales de uno de sus poemas: Para saber dónde se está / hay que perderse. Pero para un poeta como él, la realidad no basta, es preciso situarla en torno a uno mismo: Si todo gira en torno a ti / no te engañes, es sólo porque todo / gira sin cesar en torno a todo. Su mirada poética discurre a través del tiempo vivido y su espacio natural, sus confluencias literarias, el amor, y el devenir de los días. No hay poema para él sin ventana.

Puntal del aire (Trea, 2024) reúne cincuenta y siete poemas breves, en su mayoría, dividido en cuatro albores creativos por los que transitan una perspectiva vital más sosegada y experimental. Encontramos más enraizado su persistente asombro por la naturaleza y el paso del tiempo: ... la lluvia nos recuerda / que el tiempo sigue arando / como una vieja yunta; por el silencio, la memoria, el amor y el asombro del instante. Hallamos vivencias y ecos desde el significado del paisaje, siempre presente en su poesía: Otros ojos mirarán desde aquí / cuando yo ya no esté. / Frente a ellos estará mi mirada / que ayudó a construir este paisaje. Hay estados de ánimo, resonancias de amor, reflexiones en torno a la vida y evocaciones de días pretéritos y atajos de la memoria. Y en cuanto a su presentación formal, su poesía viene a estar concebida en el estilo que nos tiene acostumbrados: íntima, coloquial y breve, con aire de letanía aforística en la conclusión de muchos poemas, como vemos en estos versos finales de cuatro de ellos: Saber es repetirse ante el ocaso; Soy un hombre final / el último de los que he sido; Todo es verdad cuando se apaga; Nada es humano si no arde.

Molina, poeta de espíritu caribeño y alma herida también por la belleza del haiku, hunde sus pies en la tierra, como el árbol, para cantar a las aves, asomándose a las ramas incontables donde anidan. Sabe el poeta que escribir poesía no es solo tener una verdad, sino encontrar las palabras y los efectos y afectos que vislumbran, ya sea para traernos un pájaro negro e innominado o un diminuto petirrojo, ya sea para contemplar la quietud y el silencio de un bosque conocido: No hay más hondo descubrimiento / que lo nuevo en lo mismo, / los velos que caen de la quietud. Le importa al poeta encontrar su voz en la propia soledad y, así desgranar la voz del mundo: En la quietud miro mi mano/ y el lápiz. Esperando.

No nos equivocamos al afirmar que no hay poesía sin poema y que no hay poema sin poeta, ni lector de poesía que no esté dispuesto a ser parte de un eco de sonidos y sensaciones que puedan devenir en verdad salida de su propia interioridad. Decía Paul Celan que todo el que ha participado en conversaciones sobre lo poético, ha tenido la sensación de que tales conversaciones normalmente pudieran no tener fin, que nacen de la vida y la rebasan. Puntal del aire sugiere una conversación que deviene en empatía y reclama ser escuchada hacia dentro y hacia fuera, un libro cuyo eje central y directriz es la vida, o mejor dicho, el campo, el aire y el bosque copado de poesía.


El poeta, mientras escribe a intervalos sobre cómo descifrar el mundo y la vida, enmarca su mirada en la naturaleza, en el paisaje afín a sus reminiscencias. Deja ver que, en esa atención puesta, ya convertida en poema, pasan cosas ante sus ojos, dejando que se cuele la verdad del mundo, la realidad que nos conforma y examina. De allí, desde siempre, emerge esa verdad poética asentada de lo indecible. Este es un libro de lectura gozosa que revela el deambular creativo de su autor, un poeta curtido en vivencias con la naturaleza, que examina con talento y tino cómo todo vivir necesita de su liturgia y de su alimento, algo que la buena poesía dispensa para entendernos mejor con el mundo.


miércoles, 25 de septiembre de 2024

Miradas sobre el mundo


Desde que hace ya al menos treinta años me hice con mi primer libro de aforismos, los ejemplares venideros de este género, tan particular y fragmentario, no han parado de hacerse sitio entre las baldas de mi biblioteca. Su origen parte del momento en que adquirí por aquel entonces el Oráculo manual de Gracián, un hallazgo que provocó en mí un fervor inusitado por esta obra maestra, origen e impulso continuado de esta rumia perpetua que conforman los aforismos en mi senda de lecturas. Esa sintaxis reducida a su mínima expresión, que le confiere una fuerza semántica máxima, fue un reclamo que quedó marcado para mí, una invitación para entendérmelas con una forma literaria tan exigente y concisa. Los mejores aforismos, además, admiten infinidad de interpretaciones. Y los que más me interesan no son las verdades comúnmente aceptadas, sino las enigmáticas afirmaciones que se burlan de cualquier convención.

Por todo esto dicho, confieso que ando siempre al acecho de las publicaciones aforísticas que se presentan. Me gusta rastrear por las lindes editoriales en busca de novedades sobre este género literario tan sugerente que cuenta cada vez con más atención y con más entusiastas por el lado de la lectura, así como por el lado de la escritura, cada vez con más poetas que lo practican, como es el caso de Itzíar Mínguez Arnáiz (Baracaldo, 1972) autora de los poemarios La vida me persigue (2006), Que viene el lobo (2016), Qwerty (2017) o sus más recientes, Pan y circo (2023) y Game over (2024), libros que interpelan al lector con mirada melancólica y esperanzadora de la vida y el juego de vivirla. Ya, desde su poesía, sentimos ese pálpito implícito de asombros y hallazgos de la realidad del día a día con esa voluntad concisa y entremetida de hacernos cavilar, con guiños permanentes al lector para animarlo a acabar las elipsis de sus poemas.

La poesía de Itzíar Mínguez crea síntesis, se insinúa al lector en ese ámbito aforístico cercano a la confidencia, al pálpito de la realidad del sujeto poético, sin apenas artificio, tan solo con la audacia de la palabra ajustada para atrapar el interés del sujeto lector que lo acompaña. De esa levedad poética tan característica suya, da cuenta en Nubes y claros (2021), su estupendo debut en el género aforístico, un libro efervescente en perspicacia, precisión y alcance, en el que destaca su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Vuelve ahora con una segunda entrega de aforismos bajo el título de Puntadas sin hilo (Apeadero de Aforistas, 2024), un libro que parece concebido como un diario de pensamientos y refutaciones. Pero diría más, un libro que constata lo que muchos sentimos acerca de esta forma de escritura, que no es otra que considerar el aforismo como un género tan autobiográfico como cualquier otro, pero con la diferencia de que, en su esencia, se trata de una autobiografía minimalista, de puntadas sobrevenidas, elaboradas con intermitencias.

Ciñéndonos a su contenido, nos encontramos aquí con un buen número de miradas que tratan de explicar el mundo desde la reflexión, la perplejidad y el humor. Son casi doscientas breverías que vienen a localizar asuntos cotidianos más recurrentes para resaltar su contrapunto y paradojas, como así dejan ver estos ejemplos escogidos a vuelapluma: “Nos pasa también lo que nos pasa”; “Toda amenaza lleva implícita una promesa”; “Los lunes son el garbanzo negro de la semana”; “Al que nunca da puntadas sin hilo se le acaban viendo todas las costuras”. El aforismo tiene que sorprender y hacerte cavilar. Lo sabe Itziar Mínguez que pone sus miniaturas en esa tangente, al servicio de la agudeza y la ironía, sin soslayar que arranquen sonrisas y burlas al mismo tiempo: “Los borrachos siempre dicen la verdad excepto cuando tienen que confesar el número de copas que se han tomado”; “No hay amor tan incondicional como el que profesamos a los viernes. Seguimos amándolos aunque no nos den nada a cambio”; “Solo camino mirando al suelo cuando tengo la cabeza en las nubes”.

Son puntadas persuasivas alejadas de toda pomposidad y extravagancia, finas puntadas surgidas de la experiencia que, más que parecernos nuevas, es que dan en la diana de una manera certera e inesperada, como así muestran estos aforismos: “Hay personas tan discretas que siempre se dan por eludidas”; “Disimular es de sabios”; “Hay gente que practica la hipocresía con total sinceridad”; “Una certeza suele ser el resultado de sumar muchas dudas durante demasiado tiempo”. En ese deambular aforístico, Itzíar Mínguez explica el mundo en ese quehacer diario que se tiene, tejiendo palabras que surgen de las vivencias, de pretender ver en el lenguaje algo que emite cierta radiación, algo que predispone a sentir el fervor de las palabras, bajo la idea de lo que verdaderamente ellas manifiestan de vida y de historia.


Puntadas sin hilo es un libro intuitivo que no da pábulo a nada superfluo, incluso cuando toca asuntos intrascendentes, y viene a constatar que la ironía de su composición reside en que el aforismo, siendo la forma que menos tiempo lleva leer, es la que más tiempo lleva entender e interpretar. Aquí hay motivos, paradojas y soplos suficientes para ensartar la aguja de nuestra sonrisa y empatía con buen provecho.


sábado, 21 de septiembre de 2024

Hijos de la siembra


Mario Cuenca Sandoval (Sabadell, 1975) es profesor de Filosofía, poeta y novelista, autor de varias novelas, entre las que destacan LUX (2021) y El don de la fiebre (2018). Publica ahora Aurora Q. (Galaxia Gutenberg, 2024), obra galardonada con el XVII Premio Málaga de Novela, una novela-ensayo que indaga sobre un caso real ocurrido hace ya más de cuarenta años, con el propósito de rastrear el origen de unos hechos trágicos, así como la crueldad de los mismos, sus posibles causas, sus detalles y la agitación que provocó el suceso. Se aparta de cualquier asomo de interpretación, ciñéndose a relatar, por medio de la singular voz narrativa, la del doctor Mateo Jiménez-Irisarri, que será la que va a sostener todo el relato a modo de un informe clínico sobre todo lo que aconteció con los niños David y Raquel S. en 1981, declarados unos “niños salvajes”, que vivían al margen de la sociedad y cometieron unos crímenes.

El riesgo que asume el autor en esta nueva tentativa literaria es dejar en manos de esa voz experta, neutra, clara y determinista el relato como un caso clínico. Lo cierto es que la novela, a medida que vamos avanzando, estremece. La manera de contarlo, nada convencional, queda dispuesta en sesenta capítulos, de apenas dos páginas cada uno, a modo de reportaje, enlazado con notas a pie de página, y dividido en seis secciones, o mejor dicho, sesiones, ya que todas ellas conforman el ciclo del seminario, que encaja mejor al discernimiento establecido por el autor para contar la historia. Tanto por lo que hicieron esos niños de doce años, como por la manera en que fueron tratados por el sistema judicial y por los medios de comunicación, el libro, en buena medida, es la contraposición de un relato que aboga por exponer una radiografía de la condición humana, con muchas referencias de autores padres de la psiquiatría, como Sigmund Freud y Jacques Lacan, los más nombrados, además de alusiones a escritores, como Allan Poe y Julio Cortázar, y a pensadores, como Foucault y Wittgenstein.

Si la literatura es un remedio contra lo real, como afirmó Antonine Compagnon, Mario Cuenca recrea, a modo de ensayo-ficción, una narración concéntrica para rescatar los hechos acaecidos en 1981 referidos a aquellos dos niños que caminaban descalzos y cubiertos de sangre por el arcén de una autopista, mediante un narrador veraz, el doctor que imparte un seminario en el que se aborda el caso de “los niños del Arca”, para alumbrarnos en algún campo introspectivo del conocimiento relacionado con el suceso, como apostilla el propio conferenciante: “Porque no estamos aquí para regodearnos en lo macabro, sino para interpretarlo con las herramientas del análisis”. El autor pone en manos de esta voz experta en la materia la incursión narrativa, planteando dudas y conjeturas, con el fin de explicar el sentido y motivo de los hechos, y avanzar la trama para llegar a acercarnos a un resultado lo más imparcial posible.

Este planteamiento ingenioso de novelar permite que Aurora Q. parezca una novela de intriga o, más bien, una novela en marcha que se arma ante los ojos del lector y le invita a participar, a rellenar los huecos dejados por el autor, para que la experiencia de la lectura se convierta en cómplice. Diría que, en esta operación, Cuenca Sandoval atina en su lance narrativo, pese a la dificultad formal de acometer ficcionalmente la historia, dando cancha al conferenciante con sus argumentaciones, para que sea él quien incorpore a su audiencia al análisis y circunstancias de la fiereza de los niños, y a las claves para comprender por qué estaban solos y abandonados: madre psicótica, autismo hereditario, vacío paterno, y otros motivos más intrincados. Todo ello a pesar de que la investigación posterior descubriera que, en realidad, los niños pertenecían a una secta aislada en el bosque.


De manera eficaz, sin abandonar ciertos rasgos de ironía, Cuenca Sandoval pone su prosa directa y clara con la voluntad de construir un relato en el que los antecedentes y el devenir de unos sucesos se interponen al designio de un misterio, eligiendo las palabras exactas para contarlo de la forma más concisa posible, y colocando las partes al servicio de un juego narrativo lleno de piruetas jugosas y retóricas, pero a la vez, convincentes. Aquí hay un compendio de comportamientos humanos que despiertan la atención del lector, no solo por la sensación de proximidad ante los hechos relatados, sino también por la verosimilitud de la realidad representada y su verdad innegable.

martes, 17 de septiembre de 2024

Allí y entonces


Grandes viajeros cronistas, como Josep Pla, Bruce Chatwin o Paul Theroux establecieron que todo viaje es simbólico, un traslado para adquirir un incomparable enriquecimiento interior, un desafío, y, para ellos, contarlo se convierte en otra tentativa transformadora, una travesía con palabras, para dejar por escrito experiencias y asombros vividos. Por eso mismo, todo libro de viajes vela y desvela una reminiscencia que tiene que ver con el yo del que la escribe, como gran asunto del viaje. Cualquier trayecto viajero supone una experimentación sobre uno mismo. James Salter (Nueva York, 1925 - Sag Harbor, Suffolk, 2015), aunque no se prodigó mucho en ello, pertenece a esta estirpe de cronistas viajeros, comprometidos con la necesidad de visualizar sus andanzas y sentimientos para después, de la manera más cabal consigo mismo, ponerlo en palabras y convertir la tentativa en literatura.

Salter, escritor de fuertes experiencias vitales, fue piloto de combate en 1957 en la guerra de Corea y también se llevó un tiempo apartado de su actividad literaria, en una actitud parecida a la que ya acostumbró a sus seguidores Salinger. Publicó su primer libro con treinta y dos años. Ahora bien, desde sus primeras incursiones literarias, considera el autor norteamericano que la literatura es, antes que nada, un arte, y, por lo tanto, que, frente a ella, lo que cabe experimentar no solo son buenas historias, sino que debe suscitar emociones estéticas. Como también cree que la literatura hace que nos fijemos más en la vida; que practiquemos en la propia vida, que, a su vez, nos hace mejores lectores de la literatura, lo que, a su vez, nos hace mejores lectores de la vida. Y así sucesivamente.

Es ese círculo vital por el que transitan los hilos de los reportajes literarios y crónicas de viajes que se reúnen en There and Then, título original del libro que ahora presenta la editorial Salamandra a los lectores como En otros lugares, bajo la estupenda traducción de Aurora Echevarría. La obra reúne un conjunto de dieciocho textos en los que la mirada atenta del autor deambula de un lugar a otro en busca de algún reflejo de lo vivido por determinados lugares del mundo, tras sus propios pasos, rescatando una suerte de vislumbres a través de las imágenes y vivencias que sus andanzas le fueron reportando en sus muchas escapadas viajeras: “Tal vez en los viajes siempre está esa idea de algo ya impreso en nosotros que buscamos inconscientemente. A veces no tan inconscientemente”, como deja dicho el propio autor en el preámbulo del libro.

James Salter, reconocido como uno de los más destacados escritores de ficción estadounidense, autor de libros memorables como Años luz, La última noche, Todo lo que hay o el extraordinario ensayo El arte de la ficción, nos lleva ahora a sus lectores a un viaje a través de treinta años de su vida, explorando diversos lugares como París, los Alpes, Tokio, Colorado y Hollywood, con esa idea suya de resaltar el placer de estar vivo para poder contarlo. Salter captura la esencia de este propósito al tiempo que la de resaltar la singularidad de cada destino, ofreciendo una visión en la que está muy presente la naturaleza de su quehacer literario, como ya dejó dicho en una de sus novelas: “Llega un día en que adviertes que todo es un sueño, que sólo las cosas conservadas por escrito tienen alguna posibilidad de ser reales”.

Acompañamos al escritor en su periplo por un amplio y sugerente mapa de encuentros con lugares como Montmartre, el cementerio de Montparnasse, así como avenidas y travesías de un París legendario: “Hay un París de Balzac, un París de Victor Hugo, de Turguénev, Babel, Zola, Proust y Colette que aún existe”, nos dice con admiración el autor neoyorquino. También nos habla de los monarcas franceses a través de sus visitas a los castillo del Loira. Nos traslada a otros destinos viajeros centroeuropeos, como Basilea, Zúrich o El Tirol, para después tirar millas y marcharse a Las Rocosas, al Gran Cañón del Río Colorado, hasta dar a continuación un salto a Japón, el país de dos autores que admira, Mishima y Kawabata, tomando el pulso a los hoteles de Tokio, “ciudad enorme y abarrotada”. Y así va venteando sus correrías e incursiones, con soltura y pasmo, dejando ver su pericia, agudeza y disfrute, propias de un bon vivant.


En otros lugares encontramos las contraseñas, asombros y encantamientos que tuvo especialmente Salter por algunos lugares de Europa Japón y EE.UU., un amplio recorrido biográfico, emotivo e intenso, dentro de una recopilación de textos poblados de hallazgos y connotaciones vitales y literarias en los que la ciudad no solo es escenario de su escritura sino, principalmente, personaje de la misma, un libro, por otra parte, abierto y fecundo en detalles, que se deja leer gratamente y nos coloca en esa condición de nómadas que llevamos íntimamente arraigada.



viernes, 13 de septiembre de 2024

Hijo de su tiempo


Nos pasa a ciertos lectores que, cuando ya estamos bien emparentados con los libros leídos de un autor de largo recorrido que nos gusta y entusiasma sobremanera, no nos importa, es más, nos seduce saber más de los entresijos y misterios que envuelven su vida, en ese afán tardío de algunos de escribir y dar testimonio de su biografía, una tentativa literaria de alto riesgo ligada a la vida privada y social de quien, en buena medida, se expone a ser juzgado. Somos partícipes, por tanto, del asombro e interés que estos libros de memorias son capaces de producir, si están bien escritos y alejados de imposturas. Escribir por esta senda, además, exige hacerse un hueco en la memoria para dedicarlo a ese juego incauto de travesía en el tiempo, lo más próximo al entendimiento no solo de la verdad, sino también de algunos secretos y obsesiones guardados, para discernir detalles de la vida y obra que compaginó quien la escribe y publica.

En Ropa de casa (Seix Barral, 2024), Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) funde un relato en el que convive una memoria que escribe y una escritura que recuerda, sin prejuicios de ponerse a prueba frente al pasado, frente a los demás y frente a sí mismo, porque lo que se palpa aquí es un sentir vívido de que la literatura, en cualquiera de sus géneros, es un testimonio de la vida que persigue siempre revelarse, un artificio en busca de esa meta, que no es otra más que desvelar una experiencia, un trayecto, un propósito. Todo lo que se desvela en estas memorias viene a mostrarnos la esencia de un literato, la de un hombre que ha vivido y desempeñado su existencia bajo el influjo de los libros, los que ha escrito y los muchos que ha leído y compartido con otros escritores, fruto de una vida plena dedicada a la escritura, la de un hombre que todo lo que aprendió fue naciendo de una mirada atenta a qué querer hacer con la vida propia, al compromiso adquirido con las letras, que no es otro que el que le dieron los libros en sus distintas etapas vitales.

Pisón consigna sus recuerdos y los encaja en su contexto a través de pasajes de su vida y de su familia. Reconstruye sus inicios colegiales y afición por los libros en una España en la que el régimen de Franco expiraba y aparecía una Transición esperanzadora, al tiempo que plasma sus inquietudes y vocación por las letras. Sabe contar lo que quiere, con suma sencillez y naturalidad, sin alharacas ni aspavientos, acorde con el gran hallazgo en la biblioteca de su abuelo de un viejo y gastado volumen de Valle-Inclán que contenía sus tres novelas carlistas. Aquella experiencia lectora, cuando tenía catorce años, le encandiló y le fue a decir: “que los escritores, seleccionando unas palabras y no otras, combinándolas de una forma y no de otra, podían generar belleza a la manera en que lo hacían los pintores, los escultores o los músicos”. Ese sentir, según cuenta, se le grabó y fue aquilatando con el tiempo su firme decisión de convertirse en escritor.

De alguna manera, sin atisbo de ego encendido, el autor de los excelentes libros, Carreteras secundarias, Enterrar a los muertos o, el más cercano publicado, Castillo de fuego, se presenta en Ropa de casa como un hijo de su época, de un tiempo de esperanzas y cambios que, también, conllevaría la irrupción de nuevas voces narrativas, como las de Javier Marías, Vila-Matas, Muñoz Molina, Julio Llamazares, Bernardo Atxaga o Cristina Fernández Cubas. Entre este elenco de autores que pisa fuerte, Pisón refuerza su ánimo y memoria recuperando para el libro la figura del poeta y editor Carlos Barral, ya envejecido, en la terraza del restaurante L’Espineta de Calafell, a la mitad de los años setenta, cuando Barral andaba publicando lo mejor de sus memorias. Con un claro tono de balance vital y literario, Pisón se propone contar la verdad y, sobre todo, contársela a sí mismo, desgranando también, cómo en aquella incipiente democracia, empezaron a florecer nuevas editoriales, como Anagrama y Tusquets que aprovecharon esa coyuntura alentadora para apostar por una nueva narrativa acorde a la realidad del momento.

Por otro lado, Ropa de casa culmina su andanza narrativa cuando el autor llega a la edad adulta definitivamente, con esas obligaciones y renuncias inherentes a la edad, dejando atrás muchas farras memorables hasta las tantas de la madrugada junto a Vila-Matas y otros trasnochadores, licencias cada vez más escasas y peregrinas, pero no solo por cuestiones de conciliación familiar, al menos en su caso: “Esa vida alegre de los años 80, de repente se empieza a reducir, pero porque los otros la reducen. Yo en Barcelona ya no salgo por la noche porque mis amigos ya no salen”. El resultado del libro es un mosaico narrativo de la vida de Pisón que pasa desde la sombra de Buñuel, a la presencia y cercanía de su querido Labordeta, o de las cartas correspondidas con Marías, a los viajes disfrutados con Atxaga, enmarcados en una lista de escritores, cineastas, editores, profesores y amigos que deja entrever la historia de la cultura en la España de los 70 y los 80. Y, en esa voluntad de contar su vida y no desaparecer tras lo narrado, Pisón nos recuerda fragmentos que tienen que ver con la vida nuestra.


“Este es el relato de la formación de un escritor –concluye el propio Pisón en las páginas finales del libro–, porque uno es escritor desde mucho antes de escribir sus primeras líneas: en esa niñez y en esa juventud se va a nutrir su mundo literario”. En suma: Ropa de casa (bonito título para unas memorias) es un relato intimista, vibrante y próximo a la vida de su autor, un escritor con un talento narrativo admirable, gracias a la prosa armónica, limpia y precisa que luce en todo momento y que deja ver, de forma amena y sincera, que la vida siempre es fuente de inspiración literaria. Un libro bien concebido que convierte lo leído en vivencia reconocible.



lunes, 9 de septiembre de 2024

El embrujo de novelar


Mi relación lectora con Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) ha sido intermitente a lo largo del tiempo. Mi primera incursión en su obra literaria corresponde a la novela Queda la noche, galardonada con el Premio Planeta de 1989, una historia en la que el juego de la vida se impone una y otra vez, como si fuera inevitable. Después de unos años me sumergí en otra, de título largo y sugerente: Si al atardecer llegara el mensajero (1995), donde la fugacidad de la vida y la amenaza imprevisible de la muerte son temas abordados como pretexto para acometer los problemas irresolubles que acarrean la existencia de cualquiera. Con La señora Berg (1999), un relato espléndido e insinuante sobre el amor, la familia y los desencuentros de la vida, la académica de la R.A.E. deja buena muestra de su madurez artística. Luego, en 2012, me animé con otro de sus libros, Mi amor en vano, una historia que ahonda en la atracción y la pasión entre seres humanos, y todo aquello que se anhela para buscarle un sentido a nuestra existencia. Y, por último, El fin (2015), un conjunto de trece relatos que recoge el espíritu oscilante del tiempo y de los sentimientos. En estos cinco libros se concentra mi recorrido lector por el universo literario de la autora maña.

Vuelvo al cabo de casi diez años a su literatura, atraído por saber qué me voy a encontrar en su nueva entrega, La novela olvidada en la casa del ingeniero (Anagrama, 2024), un título ciertamente anodino, que, sin embargo, deja entrever un misterio en el que se intuye, una vez entrado en ella, un propósito metaliterario determinante. Y efectivamente, así es. Hay un giro narrativo en el discurrir de la novela que parte de dar constancia a ese poder que todo novelista ostenta, de esa libertad infinita que la novela otorga al escritor de escapar del lugar en que está, aunque no se sepa adónde se dirige y aunque haya siempre alguna ocasión de equivocarse. Es lo que viene a decirnos Mauricio Ballart, escritor de literatura juvenil y personaje de la novela, encargado de revisar el manuscrito entregado por su amigo Tomás Hidalgo que pone título al libro, con estas palabras: “Ese es el privilegio del novelista, crear un mundo paralelo en el que los elementos de la realidad se vuelven ficción y los de ficción se hacen realidad dentro del ámbito de la ficción. Parece un galimatías, pero es así”.

Puértolas no se olvida en esta novela de lo que antes propiciaban sus novelas anteriores, ese deambular de sus personajes que se preguntan por el sentido de sus existencias, que tratan de convivir con sus soledades, que no renuncian a sus íntimos deseos e ilusiones, que siempre esperan algo, envueltos en una atmósfera de misterio, pero, en esta ocasión, lo hace reafirmando el valor que tiene la literatura, al destacar su valor semántico o de significado y, desde luego, su valor formal o de expresiones lingüísticas a través del ínclito Ballard, y que solo hay literatura cuando ambas intenciones se juntan; que “el asunto es convencer al lector de que ese mundo es lo suficientemente interesante como para seguir adelante con la lectura”. Con esa intención, la autora experimenta, desarrollando una trama en la que establece dos líneas bien delimitadas y dos narradores, ambos escritores, engarzadas en dos historias, cada una con sus particularidades y personajes secundarios. Igualmente, se empeña en alternar el tiempo de los hechos y el propio tiempo de la escritura, para permitirle que el relato no oculte su juego metaliterario y autorreferencial.

En La novela olvidada... hay dos narradores: por un lado, Leonor, autora del texto encontrado en un viejo disquete en la casa del ingeniero, y, por otro, Mauricio Ballart, del que ya hemos hablado anteriormente, que transcribe, revisa y opina sobre el proceso creativo que lleva entre manos. A todo esto, también se incorpora al relato principal un puñado de narradores presenciales que airean o matizan detalles de los hechos. La novela discurre entre los años sesenta, los últimos de la dictadura y anteriores a la transición a la democracia y sus años inmediatos. Desde el mismo arranque del libro, el texto despierta curiosidad y misterio. Soledad Puértolas aprovecha ese inicio para ensamblar su trama en una estructura en la que no hay una historia lineal con un solo narrador, como ya hemos apuntado, sino una especie de muñeca matrioska, donde lo que se teje y acontece está dentro de otra historia y así, con maestría, zarandear la imaginación del lector.


En suma: la novela en sí conforma un artificio bien escrito y de amena lectura, dentro de un puzzle de historias en las que la vida percute sus dosis de fatalismo y de amor, casi entremezclada, dando resquicio a un juego de espejos que, a su vez, invita al silencio y al retiro. Hay lugar en ella para alguien, como la narradora de esta novela olvidada, una mujer en periodo de formación vital, que se dispone alcanzar la edad de los recuerdos, que se supone, como subraya el propio Mauricio Ballart, no es otra que la de la madurez, la del saber “aceptar la sucesión de finales que se producen en la vida. A uno le sigue otro, lo que significa que no son del todo finales”, como tantas veces ocurre en el arte de novelar.