Los
escritores oyen el silencio, descubren lo invisible y lo extraño y,
después, lo cuentan. Podríamos decir que en eso consiste el
mecanismo intrínseco de la literatura. No hay nada más
aparentemente. Aunque eso es tanto como afirmar que detrás de un
reloj de pulsera no hay más que piezas metálicas diminutas y cierta
continuidad de un tictac inalterable y quisquilloso. Todos sabemos
que bajo esa apariencia monótona e insistente se alberga un orden
establecido de tiempo del que los individuos nos proveemos para
organizar nuestra efímera vida en relación al final que nos acecha
día a día. En la misma medida, bajo la literatura bien escrita, se
esconde igualmente la conflictividad existencial del hombre, así
como la incertidumbre y el miedo inquietante que habilita su
presencia.
Mariana
Enríquez (Buenos Aires,
1973) nos sitúa en esa atmósfera inquietante con los cuentos
reunidos en Las cosas que perdimos en el fuego
(Anagrama, 2016), una colección de doce relatos en los que lo
sobrenatural y escalofriante se incorpora casi con una naturalidad
insólita en la realidad cotidiana para avivar su efecto convulso y
aterrador en el propio lector. Su acierto radica en crear personajes
maltrechos, de apariencia corriente, que arrastran consigo
experiencias extremas por donde andan desquiciados entre lo real y lo
fantástico, casi al borde de un ataque de pánico o abocados al
sacrificio inminente de una muerte terrible.
Lo
primordial en Enríquez
son las frases y la manera de insertarlas en los párrafos, su empuje,
el ritmo que adquieren dentro de los mismos. Para la escritora
argentina, lo importante es el modo en el que las emociones y el
estado de conciencia de sus protagonistas trascienden en el relato y
son atrapados por el lenguaje.
En
el primero de sus cuentos, El
chico sucio, una joven
vive en el barrio más peligroso de Buenos Aires, Constitución, en
una casa familiar rodeada de edificios y de casas derruidas. Frente a
ella una madre y su hijo pedigüeño se alojan como vecinos suyos. El
chico, desastrado y sucio, de apenas cinco años, anda deambulando
por diferentes zonas tratando de sacar algunos pesos para comer él y
su progenitora. Aquí viven, conviviendo con la miseria y el crimen,
la brujería, el maleficio y la santería que incita al sacrificio
humano.
En
La hostería,
la amistad secreta de dos amiguitas las condenará a ser testigos de
un suceso insólito y a revivir fantasmas de un pasado ignominioso.
En
Los años intoxicados,
se cuenta una historia que transcurre en un período de seis años.
Unos amigos trapichean con ácidos y otros estimulantes. Se afanan
con vinilos de Led Zeppelin y Pink Floyd para sobrevivir a los cortes
de luz a los que el gobierno somete constantemente a la población
para evitar un apagón mayor.
La
casa de Adela es otro
cuento terrorífico. La locura y el desasosiego campan a sus anchas.
Lo mismo que ocurre en El
patio del vecino, un
relato espeluznante, en el que su protagonista, una asistente social,
despedida por descuidar su trabajo, vive una especie de redención
laboral escudriñando los rincones de la casa de un nuevo y
misterioso vecino.
No
es fácil destacar un relato por encima del resto. Cada uno guarda
entre sus aristas tenebrosas una inquietante y, a la vez, sugerente
historia con un final brusco y cruel. El libro se cierra con el
cuento que da título a la obra y es, en cierta medida, una historia
con mucha intencionalidad política y social sobre la violencia de
género: las mujeres acuden beligerantes al llamado de prenderse
fuego controlado para contrarrestar la escalada de crímenes
machistas que sufren.
Las cosas que
perdimos en el fuego es un
libro de cuentos fantásticos de gran valor, que aprovecha los
mecanismos del terror para trasladar al lector a ese ámbito por
donde transitan las pesadillas extrañas y sorprendentes de sus
protagonistas, sus vidas horribles, atrapadas por un destino maldito,
anclado en sus miserias. Por sus páginas está implícita, además,
la necesidad de redención de las almas que las habitan, dispuestas a
socavar la maldición de sus vidas menesterosas.
Los
lectores asistimos perplejos a esta fiesta literaria con la inquietud
y la disposición a sentir el pavor nunca gratuito con los que nos
sorprenden cada una de sus relatos. En cada uno de ellos se describen
parajes sórdidos, calles pestilentes y casas aborrecibles, habitadas
por espíritus vengativos o seres casi inmundos. En todos subyace un
trasfondo social, más allá del terror. La pobreza, la soledad, la
dictadura, la violencia machista y la angustia social son algunas de
las causas de infelicidad de los jóvenes que se cruzan por las
esquinas marginales del Buenos Aires descrito por la autora.
Uno,
que se atreve con casi todo, como es habitual en cualquier lector
omnívoro, cuando encuentra entre la ingente cantidad de novedades
literarias un libro tan gótico y singular como este, no sabe si
pasará del primer cuento sin más. Pero cuando el resultado final
confirma la plenitud esperada, entonces el gozo del hallazgo es
inolvidable.
Mariana Enríquez
firma un estupendo libro de pesadillas góticas, con un ingenio
natural poco común en la narrativa femenina del momento, que cautiva
y provoca a su vez estupor y escalofrío abundantes en quien lo lea.
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