domingo, 28 de agosto de 2022

La gran colmena


Ahora que buena parte del pensamiento burgués, presionado por las contradicciones que está provocando en la realidad el desarrollo de su sistema de vida, se afana en devorar sus propios mitos y desacreditar sus banderas más emblemáticas, como el libre movimiento de las personas, bueno sería tomarse en serio toda esa parte de la tradición de este pensamiento burgués que se ha volcado en la batalla por la dignidad del ser humano, por una vida sin restricciones ni fronteras, responsabilizados en nuestra propia potestad, dignidad y sentimientos a la hora de aprender a vivir en el mundo en la provisionalidad, en el desarraigo y en la incertidumbre.

Tal vez este fracaso alarmante de nuestros contratos sociales esté esperando una respuesta de otra índole. Una respuesta que algunas voces articulan ya en lo que denominan el metaverso, único mundo digital, disponible las 24 horas del día y de manera universal, en el que podemos interaccionar, tener relaciones y realizar todo tipo de transacciones como si fuese el mundo físico. Esa visión idealizada del metaverso, dicen, abrirá puertas a un mundo digital potencialmente perfecto, donde podamos adoptar distintas personalidades, realizar nuestros sueños, superar nuestras limitaciones, viajar sin restricciones, acceder a entretenimiento ilimitado, desarrollar nuestra creatividad, aprehender el mundo y alcanzar, finalmente, el ansiado éxito en la vida, o mejor dicho, la cibervida.

Tal vez ahora, más que nunca, conviene recordar que nuestra libertad no se juega nunca en las decisiones y costumbres, sino en los ejercicios de interpretación. De ese mundo anunciado donde todo parece estar claro, expuesto a nuevos valores y verdades iluminadísimas, surge como espejo Nos tragará el silencio (Baile del Sol, 2021), la última novela de Miguel A. Zapata (Granada, 1974), un libro complejo y denso, que aborda la metamorfosis de la realidad convertida en un nuevo orden, una parábola nada complaciente sobre la libertad y las diferentes maneras de alcanzarla, agitarla, perderla o elegirla. Zapata parte de un entramado narrativo escrito en primera persona que deriva en un ensayo político, económico y social. Eso sí, sin dejar de marcar su acento novelesco de fábula representativa de algo parecido a la cibervida que, cada vez más, va imponiendo sus canales de comunicación, archivo y rastreo con fines de control sobre los usuarios.

El Autor nos presenta un estado impostor representado en su propia nomenclatura, La Hiedra, un ente todopoderoso, un simulacro decisivo, regenerador y, por tanto, alienante, que persigue regular cualquier desvío social en la vida de los ciudadanos que conforman su ámbito de control. El narrador nos cuenta que es captado para continuar abasteciendo al sistema de análisis de la realidad. Será un compilador de datos para la corrección social. Su mirada, como así nos cuenta, “es la de un niño que va descubriendo cosas al mismo tiempo que las va nombrando”. Sus conversaciones con otros personajes que van apareciendo por los distintos módulos, como Oscar Montes o Dimas Guebara, le van abriendo los ojos sobre el funcionamiento de la maquinaria de La Hiedra, de cómo “te arrastra de forma sibilina y te impide analizar los perfiles concretos de lo que sientes, de lo que crees que debes sentir”.

Nos tragará el silencio es, stricto sensu, una dialéctica, es decir, una relación lingüística, también, entre partes y todos, entre palabras y actos: entre acrónimos y frases, frases y párrafos, párrafos y texto, texto y contexto; entre realidad e ideas, entre estructura e individuos, un armazón inmerso, eso sí, en los límites de la soberanía popular y la capacidad de mutación de un Estado tan omnipresente como invisible, partiendo de inquietantes premisas que podríamos considerar nada exentas de fundamento histórico. En esa gran colmena y orden botánico que representa La Hiedra, no le interesa el pensamiento único ni el control de la información, sino el fin predispuesto en su origen: el deseo de establecer el silencio de la población con el máximo ruido posible de una información sobreabundante. ¿Cómo hacerlo y para qué? Por medio de los dispositivos de la ciudadanía para llegar así a otra forma de silencio, aquel que surge “del vacío que queda tras el choque de millones de datos lanzándose sin control hacia los usuarios”, hasta dejarlos sumidos en la inacción de sus derechos.

Todo un sabotaje incruento propiciado desde el poder establecido por La Hiedra para que la libertad quede desacreditada y delimitada por la ingente maquinaria que representa, y que avanza desde su propio subsuelo hasta la superficie, para que de esta forma, el legislador, valiéndose de las ILP (Iniciativas Legislativas Populares), una franquicia del ciudadano dispuesta para que el Estado se obligue a sancionarlas, como árbitro y hacedor del rumbo y bienestar de la colmena. Zapata no ceja en dar rienda suelta a su imaginación exuberante y humor cáustico a través de una trama vaporosa, en la que la indignación y la resistencia, que son las que verdaderamente impulsan los valores democráticos basados en la ética, la justicia y la libertad, han quedado relegadas, más bien parecen haber sido engullidas, sin apenas ruido, por un nuevo patrón.

Zapata relata la cosmovisión de ese nuevo orden, sí, como la apología de lo que se avecina, un nuevo gobierno del mundo, tal vez inducido irremediablemente por la apatía, la costumbre y el ensimismamiento del ciudadano de hoy. De La Hiedra no escapará nadie. Sus tentáculos, nos viene a decir, alcanzan pilares básicos, como la educación, la historia, la economía, a las que se añade la digitalización de todo lo concerniente a cada ciudadano registrado. La Hiedra viene determinada por su utilidad como centro de internamiento en el que la población, por voluntad propia, se deja fiscalizar, aceptando el fin regenerador del sistema. No hay vislumbre optimista que cambie el panorama de iniquidad establecido, sino que todo concluye, irremediablemente, en ese silencio desolador que anuncia el título del libro. Si alguien lee estas páginas no podrá soslayar la hostilidad de La Hiedra y mucho menos, asentir la perversidad de su naturaleza.


Nos tragará el silencio es, por tanto, una novela de tesis, densa, ambiciosa y exigente, que da mucho que pensar sobre el presente y futuro de nuestro tiempo, un relato que irrumpe en una secuencia temporal, en un mundo interpretado como juego de disonancias, un libro para la reflexión, que requiere pausa y relectura en muchos de sus pasajes, un texto grueso que no se escurre de las manos del lector, que le vincula a su historia y relato, atento a sus prerrogativas y entendimiento sobre el devenir de una realidad distópica urdida bajo el prisma de un observatorio orwelliano que, paradójicamente, sigue aún latente y amenazante en el tiempo.


lunes, 22 de agosto de 2022

Una baraja en juego


La literatura tiene mucho que ver con la pasión, el gozo y el juego de los sentidos. Tiene que ver bastante con el reconocimiento de la compañía de los demás o de la propia soledad, territorio íntimo donde se fragua lo que podemos hacer, lo que podemos ser, lo que deseamos y lo que no. La vida reflejada en los libros viene a ser esa referencia inasible del mundo que nos rodea, esa mirada que se engancha en todo lo que surge alrededor de quien la protagoniza, estableciendo un diálogo, silencioso muchas veces, pero en el que se traduce siempre el asombro y la lectura de lo que somos, de lo sabido, de lo aprendido, de lo insólito y de las respuestas no dadas. La literatura y la vida van así de la mano, expuestas siempre para ser juzgadas. Alternan, por igual, destino, indicios, posibilidades, a modo de una partida de cartas en la que el azar y el destino entran por igual jugando sus bazas.

Así se presenta la lectura de Los naipes de Delphine (Fórcola, 2022), de la ensayista y poeta Esther Ramón (Madrid, 1970), profesora de Literatura comparada, como un castillo de naipes en el que confluye en cada página alguna visión de la vida reflejada. Este es un libro que invita al juego, así lo expresa su autora en su inicio. Una invitación para dejarse empapar por la historia y simbología que cada naipe enlaza en sí mismo en la búsqueda por desvelar lo indecible de algún misterio dispuesto en su huella, en su conjuro, o en el relato implícito de su significado. Un libro que tiene su origen en el embrujo que le produjo a su autora la protagonista de El rayo verde, película que el cineasta francés Éric Rohmer llevó a las pantallas en 1986. Cuenta la vida de Delphine, una joven secretaria parisina sin planes para sus vacaciones después de que su amiga las cancelara en el último momento. Sola, triste y contrariada, decide emprender su particular viaje. En el camino conoce a una chica sueca que intenta animarla, pero solo consigue acentuar su sensación de soledad, hasta que, de repente, su destino, da un giro inesperado.

El gancho indagatorio del personaje, según cuenta la propia Esther Ramón, la impulsó a acometer una peripecia literaria singular, motivada por el pálpito simbólico representado por los dos naipes que la protagonista de la película encuentra en su aventura: una dama de pica y una jota de corazones. Esos dos hallazgos provocarían una llamada literaria para la escritora que iría conformándose en el tiempo hasta acabar en un libro sorprendentemente arcano. Los naipes de Delphine es un conjunto de textos breves enlazados, un total de cincuenta y cuatro cartas de diferentes barajas que invitan al lector a rastrear todo un mundo de espejos en el que tienen cabida las paradojas de la vida, su extrañeza y resonancias, sus máscaras y reversos, el tiempo, la nada, el miedo, la fuerza del amor o la aparición de una señal: una carta blanca, “como caja de silencio”.

Muchos de estos naipes también aparecen en los sueños de Delphine con ganas de revelar conexiones con la vigilia, como realidad vívida del tiempo. Cada uno en su perfil entona su apariencia, se sienten verdaderos intérpretes de pasajes de la vida. Por ejemplo, el cuatro de bastos aparece en un escalón con aire cauto, pero revestido de benéfico augurio. En otro, emparentado con el tarot, nos muestra un naipe que representa la templanza, el ángel que es en realidad un hermafrodita que vierte agua de una jarra a otra, con un pie en tierra firme, simbolizando el equilibrio y el autocontrol. Y así continúa Delphine con su aventura, desentrañando toda la cabalística e historias representadas en los naipes que le van saliendo al paso, en su anverso y reverso, desplazándose como la única forma de variar de rumbo y de buscarse a sí misma.

Los naipes de Delphine es un libro inclasificable escrito con mucho pulso filosófico y lírico en el que se traza un devenir de la vida como metáfora de un viaje en el que parece no existir apeadero, ni descanso alguno. En su andanza Delphine se cruzará fortuitamente con cartas, que le irán desvelando consignas vitales y cósmicas, señales inmersas en ese océano llamado tiempo en el que el pasado no es más que el mar sobre el que navega el presente de cualquiera. De alguna manera, Esther Ramón viene a decirnos, a través de su personaje, que siempre andamos a solas con nuestro presente, aunque portemos ese hilo temporal que conecta con lo que dejamos atrás, sin perder de vista lo que asoma por el horizonte. Como decía Heidegger, el ser abre y conecta mundos: nunca andamos estrictamente a solas con el presente, sino también flanqueados por las otras dos dimensiones de un tiempo pasado y futuro que nos obliga a interpretar sus vestigios.


A ese fin se dirige el libro. Su espíritu anda inmerso en el laberinto de dar respuestas a la experiencia de vivir. Cada uno de sus textos orienta su surco hacia el enigma del yo que lo representa. Así lo deja dicho en el epílogo Lina Meruane sin ambages: “La poeta ha barajado escenas como quien baraja recuerdos, como quien baraja vidas que piden ser desentrañadas y reconocidas en su complejidad”. Y desde luego así nos lo parece. El juego ideado posee su fascinante embrujo.

Esther Román sorprende por haber dado con el tono apropiado en su artificio, por lo bien trenzado que discurre su juego literario, con ese desparpajo propio de una echadora de cartas sumida en su afán por leer el porvenir. El resultado es un libro singular, visual y hermoso, en una edición sobresaliente colmada de ilustraciones que redobla su valor literario.


jueves, 11 de agosto de 2022

Días finales


Sin apenas darnos cuenta vivimos de la novedad que nos brinda el instante, del instante mismo, sin ser conscientes de que cada momento es único. Poco a poco, y después de haber acumulado muchos años, nos vamos dando cuenta de ello, incluso desde el hastío. Esa costumbre de lo cotidiano parece además volvernos indemnes a lo que surge de nuevo, a lo que, pareciendo lo mismo, es nuevo. Podríamos decir que nada se repite exactamente igual, que la repetición no es la reiteración de una pauta, sino la secuencia de una dinámica que conforma toda una vida, algo parecido a la costumbre de leer.

Desde luego, leer no es solo la costumbre de una habilidad o el dominio de una destreza. Ni tampoco una puerta que accede a descifrar el mundo o un canal de información y conocimiento, sino que es algo más sencillo y esencial. Leer es una manera de ocupar el tiempo, un espacio próximo a la emoción, al asombro, a la sorpresa. Leer es, también, como la vida, una experiencia prolongada, un hábito misterioso que se desvela poco a poco, lectura tras lectura. Y es en ese ejercicio de literal revelación donde uno, como lector, encuentra vivencias compartidas, libros que, a través de sus páginas, conforman una conciencia, una visión de más alcance sobre el tiempo vivido, algo que redunda en una experiencia reflejada.

El protagonista de El río de cenizas (Tusquets, 2022), última novela de Rafael Reig (Cangas de Onís, 1963), un anciano adinerado, tocado por un ictus que le ha dejado una leve secuela, dice que adora las costumbres y por eso lee “como un terrorista, indiscriminadamente, a mano armada y sin arrepentimiento”. Y por eso mismo subraya que “la repetición es un conjuro contra el miedo a ser aniquilado, algo parecido a silbar en la oscuridad del bosque “. Sigue comprando libros por gusto, pero subraya que también por necesidad. No solo le procuran remanso, sino, especialmente, compañía, diálogo y no pocas desavenencias. Le valen también para dar cuenta de su pasado compuesto por vivencias plenas y diáfanas que alternan con otras errantes de dolor o de vacío. Le vale todo eso y sostiene con firmeza, como así deja dicho al final del libro, que “mientras mañana podamos hacer lo mismo que hoy, a la misma hora y de la misma manera, seguiremos vivos, porque lo único que nos sucederá una sola vez es morirnos”, pág. 235.

En El río de cenizas, Rafael Reig plantea una novela con aire mítico mezclada con cierta parodia, una historia de alcance pandémico, similar a lo que ya vivimos en 2020. El protagonista, que se aloja en la residencia de ancianos Los Carrascales, alimentado por su propia visión de la vida, la fantasía de sus compañeros y el devenir apurado de la situación, acompañada de noticias alarmantes, contradictorias y apocalípticas, observa circunspecto el avance de la denominada «peste»: «Dicen que en Grecia hay islas y pueblos del interior en los que todos los habitantes fallecieron en un solo día, y a los que nadie se atreve a entrar, ni siquiera para desconectar las teles y las radios, que siguen retransmitiendo mesas de debate y avances informativos para los impávidos cadáveres», pág. 48.

La elección del personaje, un hombre de setenta y cinco años, impulsa a Rafael Reig a proyectar su mirada ladina desde la vejez de este, como estado propicio para explorar la vida hacia atrás y comprender mejor su alcance, incluso, para perdonarse y redimirse. El narrador y protagonista no está libre de melancolía y descreimiento, y esa actitud reflejada lo hacen más humano. Pero no anda solo él, hay otros personajes secundarios en la novela que acentúan su sentido, seres, como Casilda o Vero con su sordera, que, en sus apariciones destilan resistencia, desenfado y ternura. Hay en todos ellos algo en común, un tono sentimental aceptado, al que no le falta su chispa de humor que trasciende en disquisiciones de acatar todo lo que en la vida, al fin y al cabo, se va imponiendo sin remisión. Cada uno a su manera es consciente de que “la vejez quita el miedo, igual que lo disipa el humor”.


La novela en sí resulta sobresaliente gracias al recurso que utiliza su autor de ir cambiando el tono y la deriva de la narración. En sus inicios destaca su ligereza humorística con la que va virando a terreno más escabroso y menos previsible. Reig se pone serio para hablar desde la perspectiva de su personaje, un hombre que mira ya la vida desde el ámbito de una edad onerosa y decadente, pero que también, el paso de los años le han valido para reencontrarse con su hijo Gonzalo. Conmueve, pero sin patetismo. Es la historia de un hombre mayor menguado en la que el cinismo burgués resuena también en el ambiente de su realidad. Es la historia de un hombre mermado que acude a los clásicos para defenderse de toda la intemperie que lo rodea, de la soledad y del deterioro de los años, para reconciliarse consigo mismo, orgulloso ante su hijo que lee un libro comprado por él hace cuarenta años: “nadie que se siente en un sillón por la tarde a leer a Dickens puede ser desdichado. Al menos mientras esté leyendo, si nadie le interrumpe”.

He aquí una obra sobre la vejez que uno se sorprende leyéndola por su desenfado y complacencia. El don de esta novela consiste en haber tratado con mucho talento narrativo y emoción una historia creíble acerca de la fragilidad de la vida, de los años acumulados, haciéndolo sin estridencias, pero eso sí, con desparpajo inteligente, arrojo y espíritu burlón. Quizá esta sea la mejor novela de Reig.


viernes, 5 de agosto de 2022

A ráfagas de lo inmediato


La literatura no es un artificio que se desentiende de la vida al imitarla, comentarla o ironizarla, sino la propia vida en sí. La literatura y la vida, la vida y la literatura andan cogidas de la mano como si tal cosa. Ambas se explican tan bien solas que cualquier ejemplo sería válido. No hay día ni obra en los que no ocurra más de lo mismo, aunque, si te paras a pensarlo detenidamente, la mayoría de las veces, lo que sucede es que lo inmediato se convierte en el dueño y señor de casi toda una jornada. Cada día de la semana parece un calco del anterior. Miras y ves que la rutina de lo cotidiano gira una y otra vez, como el cangilón de una noria: vueltas, más vueltas y vuelta a empezar. Y entonces aparece la literatura para darle sentido a esa tibieza persistente que permite ver detrás de lo que delante no se apreciaba, para mostrar otro ángulo, otro lado de la realidad que pueda ser conocido por un lector cualquiera en un intento de seducirlo y despertar su interés.

Este binomio tan intrincado aflora aún más en el diario, un género en el que el lector no se ve como un usurpador que trata de suplantar al autor para poder expresarse él mismo leyendo, sino que el lector de diarios se acerca al texto con una mirada más suspicaz, con ánimo de curiosear en los entresijos de la vida del otro, tras los pasos de alguna confidencia, para informarse o, en el mejor de los casos, para dejarse engatusar por lo que dicen las palabras de quien las escribe en clave autobiográfica. Pero claro, un diario nunca se lee como una novela, pues sus fragmentos y entradas, al distanciarse de cualquier tipo de trama y no seguir ninguna confabulación, imponen un ritmo de lectura más reposado, menos continuo. Precisamente porque está lleno de detalles que muestran instantes seleccionados, momentos reveladores en los que el propio escritor se interpela con ese mecanismo de evocación de una realidad vivida que, de alguna manera, será trastocada.

La rutina tiene muy mala fama pero gracias a ella seguimos adelante”, dice Karmelo C. Iribarren. Su Diario de K (Papeles Mínimos, 2022) es un libro que abarca un período que va desde 2010 a 2022 y resume en gran medida estas lindes de la escritura y la vida en las que el poeta ha ido fraguando, fuera del ámbito de la poesía, otro sesgo de su escritura, igual de contenida y cautiva de su propia vida. En este dietario encontraremos, como dice en el prólogo Jose Luis Cancho, “textos en busca de un nuevo modo de mirar y vivir”. El escritor donostiarra deja entredicho en ellos que escribir es una decisión de vida que se realiza a la par del resto de los actos de la vida, pero con la idea de ocupar inciertos vacíos del tiempo, alejados de cualquier otra motivación. Es, por tanto, un libro que habla mucho del aspecto literario y vital de quien lo promueve, y de la necesidad que lo provoca, un libro poblado de apuntes, aforismos, reflexiones y divagaciones luminosas, que bien lo retratan y hablan por sí mismas de su carácter: “La literatura me ha servido, entre otras cosas, para no ser el que no era”; “La prosa de la vida está llena de poesía”; “Me gustan los hoteles porque en ellos puedo sentirme como me siento en realidad: de ninguna parte”.

A lo largo del mismo asistimos como lectores a vislumbrar un jugoso cuaderno de notas, una suerte de cuartel de invierno del escritor, una alacena provista de hallazgos donde abastecerse. En Diario de K hay muchas claves de la vida y obra de su autor, también estancias e imágenes en las que se han ido colocando trazos de palabras que revelan hechos de lo que le importa de verdad como escritor, que no es tanto lo que le sucede, sino lo que hace con lo que le sucede, explorando, a modo de ensayo, lo que transcurre ante los ojos de quien escribe a poco que fije su mirada sobre el mundo que lo rodea: “La rutina tiene muy mala fama, pero es gracias a ella que seguimos adelante”; “A ser viejo no te enseña nadie, ni la vida. Ésta sólo te obliga”; “Si no escribo me quedo sin coartada ante mi vida”; “Para vivir no se necesita demasiado, pero siempre hay algo que nos falta”.

Pero no se piense nadie que aquí lo más reluciente y próspero del libro viene dado por la impronta consecutiva del aforismo, porque el dietario, o notas propiamente dichas, contienen un buen arsenal de reflexiones y críticas literarias, provistas de humor y socarronería, al igual que disquisiciones filosóficas sobre lo cotidiano del vivir y hasta breves piezas narrativas en la órbita del microrrelato. Todo su discurrir refleja la vida de un escritor en permanente diálogo interior sobre el devenir de las cosas, con cierto deje de misantropía y aire de flâneur, de callejero de su ciudad que fija su mirada y pensamiento en la acera de al lado, en la parada de taxis, en el vecino jubilado, o lo hace con más detenimiento sobre una misteriosa mujer enjoyada en la cafetería de un hotel.


Los lectores de Karmelo Iribarren que apreciamos su alma barojiana, su melancolía, la voz cercana y clara de su poesía, atraídos por esa manera suya de revelarnos los claroscuros de estar en el mundo, nos encontraremos con ese mismo hilo conductor y escenarios en Diario de K. Ambas escrituras se retroalimentan, con la misma sencillez de no tener que hacer ningún alarde filosófico, ni componenda simbólica para sumergirnos en su lenguaje, porque los sucesos que aquí se cuentan nos resultan próximos y creíbles, y caben todos en pocas líneas. Son notas cortas, lo suficiente como para que cada una, en su brevedad, nos diga todo lo que el autor se propuso. La soledad y el silencio se valen por sí mismos como punto de partida para destacar todo lo que acontece y desfila en un día cualquiera, venga de donde venga, ya sea de la lluvia, las luces de las farolas, de sus paseos y lecturas, de los recuerdos, del paso del tiempo, de los lunes, las mujeres, los desengaños, o del café en el bar, pero, sobre todo, del deambular de un hombre por las calles de su ciudad que encuentra sentido poético a las cosas que se mezclan con la vida y se empapan de ella.

Diario de K se lee con gusto y como los buenos libros de diarios, o de apuntes y notas, si se prefiere, no solo hablan de quienes los escriben, hablan también de quienes los leen, precisamente, son ellos los que, a ráfagas, nos van perfilando.



martes, 2 de agosto de 2022

La vida íntima de lo vivido


Por regla general, se podría decir que los seres humanos se dividen en dos rangos: los que encajan la vida según como viene y los que no. Como todo el mundo puede deducir, la vida se presenta muchísimo más ligera y fácil para los que la encajan con arrojo y desenfado. La gente te acepta, puedes ser uno más de la pandilla. Ahora bien, si no encajas los golpes, en el mejor de los casos, te postulas como un incomprendido y te sientes fuera de sitio. En el peor, acabas marginado por completo. Por eso, si has mantenido la singularidad de sentirte diferente al resto sin oprobio, parece que te irá mucho mejor en la vida, o, al menos, validará el hecho diferencial como verdad íntima de la razón de vivir.

La escritora turca de lengua alemana, Tezer Özlü (Kütahya, 1942 - Zúrich, 1986), hija de maestros, niña musulmana, educada en colegio extranjero de monjas alemanas de Estambul, pertenece ciertamente a esa primera categoría de personas exigentes a la hora de afrontar la vida con desparpajo desde muy pronto, sobrellevando constantes internamientos en hospitales psiquiátricos. La literatura supuso para ella un lugar acogedor, un destino para encontrar la plenitud y el entendimiento de su propio sentir. Los libros de los grandes maestros rusos Tolstoi, Dostoievski y Chèjov, así como autores franceses y alemanes como Zola, Camus, Goethe o Rilke, leídos todos ellos en alemán, le sirvieron de acicate para iniciarse en la escritura.

Habría que esperar a 1980 para conocer la publicación de Las frías noches de la infancia, que ahora, en 2022, rescata la editorial Errata Naturae bajo la traducción de Rafael Carpintero Ortega, un libro de culto en el que la autora, en apenas cien páginas, escribe un relato retrospectivo demoledor de su propia existencia, haciendo hincapié no solo en su vida individual, sino también en el bagaje de su personalidad. Özlü se vale de su propia historia para hablar de la realidad que la rodea, sin dejar de acudir tanto a la vida privada como a su vida interior, y tampoco sin dejar de mirar los dilemas existenciales, sus creencias, aspiraciones, el absurdo y la paradoja en la que vive como ser humano. Deja constancia de todo esto en muchos pasajes, como así lo muestra en el capítulo dedicado al colegio donde se instruye: “La vida es algo que nos plantan delante como un cuerpo extraño que, por ahora, hay que aceptar y entender. Sólo más tarde podremos vivirla y descubrir su verdad”, pág. 32.

A Tezer Özlü la enfermedad no la convirtió en escritora, ya lo era en ciernes desde que quedó hechizada por los libros que su hermano poseía en su cuarto de la casa de sus padres en Estambul. Allí comienza, a hurtadillas, a sumergirse en el rumor del mundo apasionante de la literatura. Su melodía supone un salto importante para ella, al tiempo que afronta un reto mayor: sobreponerse a la exaltación de su esquizofrenia y al terror de su tratamiento. Lo lleva de la mejor manera posible, consciente de que el espanto de su enfermedad puede ocultarlo en el seno de la vida cotidiana. Le obsesiona la idea de la muerte, pero, igualmente, le parece que la existencia es más hermosa fuera, entre el bullicio de la vida, con otra gente.

Estructurada en cuatro capítulos, toda la novela, intensa a rabiar, deja ver la inconsistencia de la vida que la sostiene, una existencia nada amable: la vida sentida por la autora, cuya voz exaltada clama por su liberación, más allá del hogar, de la escuela y los muros de los sanatorios donde ingresaba cada dos por tres. Todo ese clamor liberador, impulsado por su afán de huir, culminará con su exilio a Alemania, hasta llegar más tarde a París, la ciudad anhelada en la que vivió unos buenos años, aunque no fueron suficientes para mitigar la nostalgia de su tierna infancia y juventud que, en su caso, fue una época estigmatizada por la evidencia de una realidad palpable: nadie cree en las aspiraciones de una persona enferma.


Desde su Arcadia frente al Bósforo y la plaza Taskin, la compleja realidad del país y la anomalía de su salud, Özlü mantiene su rebeldía y compromiso hacia sí misma. Lo hace como autora, narradora y protagonista de un texto tan revelador y punzante como este, al filo de la locura, desmigajando en él el pálpito de unos años primordiales de su existencia, cuyos días y noches, allá en su lejana infancia y juventud la marcarían para siempre.

La experiencia y la invención se entrelazan a lo largo del relato de manera sobria y conmovedora, sin alardes, con la fuerza suficiente para calar en la piel del lector. Las frías noches de la infancia pone a tono la memoria y la imaginación de su autora con suma naturalidad. Diría que ambas encuentran su encaje en el lenguaje del testimonio descrito, dando pábulo a la vida. La vida, al fin y al cabo, es el camino de llegada, no de salida, como así también sucede con la literatura.