viernes, 26 de febrero de 2021

Leer a Sontag


Susan Sontag
compartía la adoración de Virginia Woolf por los libros. Quería igualmente que todos los que la rodeaban compartieran sus otras pasiones, como eran el cine, la ópera o la fotografía. Responder con igual intensidad a cualquier cosa que a ella le encantase era proporcionarle uno de sus mayores placeres. La lectura destacó por encima de todas. Fue para ella la idea del paraíso vital y, para alcanzar esa vida plenamente, leer era algo necesario e indispensable, y siempre con un lápiz entre los dedos para subrayar o dejar anotaciones. Esta pasión suya, nos cuenta Benjamin Moser (Houston, 1976), en el prólogo de su monumental biografía Sontag. Vida y obra (Anagrama, 2020), se gestó en una librería de Santa Mónica, cuando la escritora apenas tenía doce años, mientras hojeaba imágenes del Holocausto. Aquellas imágenes la conmocionaron de tal manera que la incitaron a un constante deambular, libro tras libro, tratando de encontrar en ellos consuelo y sentido a su propia existencia.

Moser no solo menciona cómo fueron los libros quienes la salvaron y consolaron de su niñez desdichada, sino que rastrea todos los pasos que Sontag dio a lo largo de su vida, muchos de ellos tan complejos y contradictorios, como sus adicciones, su ambigüedad sexual y sus relaciones personales. Con su madre, Mildred, tuvo una relación de amor-odio a partes iguales que, definitivamente, marcaría su futura vida sentimental. Con su hijo David mantuvo una simbiosis afectiva duradera hasta sus últimos días. Con el resto, tanto en el ámbito privado, como en el público hubo de todo: empatía, diversiones, amores, rechazos y frustraciones. Cuenta Moser que “Sontag percibía la diferencia entre las persona, por un lado, y la apariencia de la persona, por el otro: el yo como imagen, como fotografía, como metáfora”. Sin embargo, para ella, «la realidad nunca había sido del todo aceptable». Por eso mismo, quiso dejar por escrito aquello de que uno de los fines destacables de la literatura es hacernos ver «que los otros, personas distintas a nosotros, existen de veras».

Conforme vamos leyendo, descubrimos cómo, desde joven, la escritora neoyorquina, estando ya en plena efervescencia intelectual exterioriza unas opiniones desdeñosas que tanto la caracterizarían, porque presentía que estaba «malviviendo en su propia vida». Escribir fue un rescate para ella, «escribir se convertiría en sinónimo de escapar». A través del ensayo crítico, el género en el que con más naturalidad se encontraba a gusto, hablaba a menudo de su capacidad de admirar a algunas figuras literarias, como Thomas Mann. Era un «dios» para ella y también lo era por ese sentido del deber de padre austero que representaba en la familia. Sontag, además, en sus diarios y ensayos dejó un amplio muestrario de su erudición y alcance de miras. Hizo del pensar una actividad emocionante y propicia para el asombro, y ese fue su gran legado para el lector común. Hoy día siguen vivos sus ensayos gracias a ese pálpito intemporal con el que supo acometerlos. Contra la interpretación (1966) es uno de sus textos más carismáticos, un libro deslumbrante, ambicioso y maduro que sigue despertando un deleite inusual.

Volviendo a la importancia de los libros, Sontag sostenía que los libros nos dan también un modelo de la autotrascendencia. Para ella la lectura no es solo una especie de evasión, una evasión del mundo «real» de todos los días a un mundo imaginario, el mundo de los libros, sino que los libros son mucho más: «Son una manera de ser plenamente humano». Era también una mujer feminista, pero a menudo atizaba a sus compañeras feministas con despiadadas críticas, especialmente contra la retórica feminista, por encontrarla ingenua, sentimental y anti-intelectual. No hay duda de que este asunto es de suma importancia en su proyección social y sale a relucir en diferentes pasajes del libro. Vivir, según ella, consiste también en convivir con el paso de los años y con la aceptación de la enfermedad, otro de los asuntos claves de su existencia. Por eso mismo, venía a decir que no debe enfadarse uno con la naturaleza, ni con la biología: «Al fin y al cabo, todos vamos a morir; eso es algo muy difícil de soportar, y todos pasamos por ese proceso».

Este es un libro fecundo, ameno y bien urdido, basado en una investigación amplia, minuciosa y admirable, como corresponde a un buen trabajo biográfico, para adentrarnos en la trayectoria vital y el alma de una escritora comprometida con su proyecto intelectual, para acercarnos a conocer detalles de su vida y, sobre todo, de su visión del mundo a través de su obra, de su ambiente y de las personas que le importaron. Eso sí, Moser muestra en su rastreo una cierta equidistancia con la personalidad de su biografiada, ni trata de encubrirla ni censurarla, sino que su empeño va en la dirección de presentarnos a una Sontag absolutamente humana, con sus despechos y encomios, con sus sombras y vicisitudes íntimas, con esa legitimidad tan excepcional que otorga la coherencia de una vida dispuesta, como fue la suya, mediante la cual llegó a establecer una relación beligerante y antagónica con la falsedad en todas sus formas. Sabiendo además que se trata de una tarea infinita, puesto que es imposible acabar con la falsedad o la falsa conciencia de lo que suponían para ella todos los sistemas de interpretación.

Tal vez a los que nos fascina tanto el personaje echemos de menos que el autor no haya empatizado más con el carácter tan abrumador y hondo de su biografiada como nos hubiera gustado. Pero conviene resaltar que el resultado es extraordinario. Moser firma un texto vívido y absorbente en el que deja bien erguida la figura de una mujer tan relevante como fue Susan Sontag, una intelectual comprometida, grande e influyente que seguirá por mucho tiempo interpelándonos.


jueves, 18 de febrero de 2021

Como el aire que respiramos


Sopesar si la vida vale o no la pena vivirla equivale a responder a una de las claves filosóficas de nuestra existencia. Cuando se es joven, uno está expuesto, a menudo sin saberlo con claridad, a dos posibles tendencias a la hora de tomar partido en la vida. Estas dos tentaciones podrían resumirse así: o bien la pasión de quemar la vida como venga, o bien la pasión de construirla. Pero en ese trayecto nada parece tener un efecto duradero, el tiempo lo devora todo en la lucha de estas dos pasiones: el deseo de una vida que se consume en su propia intensidad y el deseo de una vida que se construye piedra a piedra. La idea de felicidad sigue siendo, como antaño, un afán descomunal e inagotable de búsqueda, un espejismo que retrocede según avanzamos con la edad, pero también es una maravillosa argucia de la inteligencia para mantenernos en vilo y en vuelo.

Esa es la idea que se agita en el nuevo libro de Ricardo Moreno Castillo (Madrid, 1950), mantenernos en vilo y en vuelo. Su Breve tratado sobre la felicidad (Fórcola, 2021) es un texto dinámico, una reflexión personal desde el apunte y la anotación de muchas voces de la Historia del pensamiento que hicieron valiosas aportaciones a este asunto milenario en el que los filósofos griegos, por ejemplo, pensaron con mucha insistencia. De esta idea primigenia de pensadores como Demócrito, Platón o Epicteto parte este ensayo, de cómo “la fortuna es la materia prima de la felicidad”, sí, pero escoger cómo vivir también cuenta mucho en alcanzarla. El libro prosigue su cauce a través del tiempo y así va convocando hasta un total de cuarenta y dos nombres, escritores y pensadores importantes, que centraron parte de su discurso hacia esa aspiración innata del hombre de contentar su existencia.

Cita a Gracián, a Voltaire, a Hume, a Stevenson, a Unamuno, a Cunqueiro a Todorov y a otros tantos ilustres autores que trataron de dar sentido a sus vidas en pos de la felicidad, pensadores sabios que asumían que la realidad es a veces un cúmulo de desgracias a las que no nos queda más remedio que afrontar con dignidad. Todos llegan a una misma conclusión: en la vida hay cosas cuyo cambio depende de nosotros y otras que no. Para saber afrontar esta evidencia, Moreno Castillo acude a esa idea de perseverar en el ser, dar de sí todo lo que se puede para lograr la alegría, el gozo sostenido de vivir y no cesar en el empeño. También cuenta en esto la pasión por estudiar y aprender: “Pero precisamente esa es una aventura que requiere una vida plácida y sosegada”, subraya.

Ese es el propósito del libro y, en su interés deja claro desde la introducción del mismo que conviene apartarse de cualquier ligereza sobre el asunto, para que nadie se lleve a engaño, ya que es difícil definir la felicidad: “nadie la sabe definir aunque podemos reconocerla, igual que sucede con el tiempo y el espacio”. Y añade: “Pero a diferencia del tiempo y el espacio, en los cuales estamos irremediablemente sumergidos sin buscarlo, a la felicidad la perseguimos con afán”. Más adelante, y a medida que van apareciendo abundantes razones sobre cuáles son las limitaciones de quienes aspiran a ser felices, Moreno Castillo viene a decirnos que más que una meta, la felicidad se fragua en el propio estado de ánimo, en el anhelo de una vida plena.

La libertad, la fortuna, el éxito, el humor, la amistad o el amor conforman un arsenal propicio para que se anude al bienestar que procura la felicidad. Pero no todos los que tienen esa suerte son felices. Se precisa una inteligencia que gestione los momentos álgidos y atempere los contratiempos que vengan. Esta idea argumentativa la explica aún mejor el autor tomando para el caso unas reveladoras palabras de Somerset Maugham, de su libro de viajes El caballero del salón: “...una vida extraordinaria no hace extraordinario a un hombre. Es al contrario, un hombre extraordinario hace extraordinaria una vida aunque ésta sea monótona como la de un párroco rural”.

Este es un ensayo bien armado de argumentos, como nos tiene acostumbrado su autor, de la misma estirpe y condición que sus dos libros anteriores, Breve tratado sobre la estupidez humana (2018) y Los griegos y nosotros (2019), esto es, un texto conciso y jugoso, expositivamente claro y al alcance del lector de a pie, escrito con sencillez y destreza. Pero, además, el que nos ocupa es un libro rico en lecturas, que indaga, a su vez, en otras obras y nos sitúa frente a una serie de reflexiones profundamente realistas que viene a decirnos que esa idea de anhelo de felicidad consiste, básicamente, en saber escoger el sentido que le demos a nuestra propia vida.

Digamos que todo lo que transcurre por este sugerente Breve tratado sobre la felicidad tiene mucho que ver con la propia razón de vivir, con lo que verdaderamente la vida nos interpela y con lo que somos cada uno. Porque, en el fondo, lo que destaca del texto y alumbra no son preguntas en abstracto sobre el sentido de la vida y la felicidad, sino más bien un diálogo vívido de lo que cada uno tiene que labrarse en esa dirección, o renunciar a hacerlo. A fin de cuentas, y como decía Jorge Wagensberg, la felicidad es como el aire que respiramos: su falta es más notoria que su presencia.


jueves, 11 de febrero de 2021

El fardo de la vida


El fardo de la vida, por utilizar una feliz expresión de
Luis Landero (Alburquerque, Badajoz, 1948), es lo que vamos a encontrar en su nuevo libro, una novela de memoria de la infancia y juventud que acaba de publicar en el mismo sello en el que inició su carrera literaria hace ya treinta años. El huerto de Emerson (Tusquets, 2021) es una ocasión más de sumarse a ese otro empeño autoficcional suyo, surgido después de haber llevado una fructífera trayectoria novelística iniciada con Juegos de la edad tardía y continuada con Caballeros de la fortuna, El mágico aprendiz o Absolución, entre otras, con un resultado literario sobresaliente. Acudir a la memoria le ha permitido pulsar también la chispa de inspiración de su narrativa, esa misma que alcanzó con El balcón en invierno, La vida negociable y Lluvia fina, su último éxito.

El huerto de Emerson se aferra a la idea de cultivar “la tierra siempre fértil de la memoria”. Landero remueve la cepa narrativa de la memoria, de lo vivido, que tantos detalles y entresijos proporciona. En todo caso, el mérito se deba más a su magisterio estilístico, ese ejercicio pulido en el uso del lenguaje que hace que la emoción evocadora del relato nos conduzca, sin sobresaltos y con delectación, por lo indecible de su vida de escritor, la que exhibe por medio de un orden establecido en las palabras escogidas; la palabra hecha manifiesto. El escritor extremeño así lo expresa al principio: “Deja que las palabras fluyan, no las obligues ni aún menos las maltrates, haz con maña y dulzura tu oficio de pastor, y deja que ellas busquen los mejores pastos”. Lo que le importa es encontrar las palabras adecuadas: “la lascivia de la exactitud”.

Y así desde las mismas entrañas del lenguaje, de la palabra y su colocación en la frase, Landero es capaz de contarnos su vida, de traducir la emoción de sus recuerdos en palabras. Así aprendió a imaginar en sus muchas lecturas del Lazarillo y el Quijote, confiado en el inmenso poder del lenguaje para plasmar, recreada, la propia realidad en un cuaderno. En ese cuaderno nos muestra lo que le enseñó la lectura de Schopenhauer de cómo “el arte habla en el lenguaje ingenuo e infantil de la intuición”. De igual forma, y pensando en los clásicos, se presta a escuchar “el rumor de las palabras que vienen rodando a través de los siglos”, para concluir en el valor y en la trascendencia de ellas: “palabras que nos sobrevivirán y hablarán por nosotros cuando hayamos muerto”. Y rememora a Emerson, a Nietzsche y a Antonio Machado que aconsejaban cuidar el huerto del tiempo, pararse a escuchar las cosas y saber esperar.

A lo largo de una estructura establecida en breves capítulos, un total de quince, Landero nos cuenta cómo sus lecturas le ayudaron a reafirmar su identidad como escritor. Verla confirmada en los textos de otros fue muy importante, nos dice. Dejarse empapar por todo ese cúmulo de lecturas fue el comienzo de anudar su compromiso con la literatura en unos gustos e intereses que le sirvieron para perfilar su estilo. Landero sabe combinar con gracia en este libro la memoria y la fantasía que contiene todo recuerdo, acudiendo a ese caudal de obras de las que obtuvo un inmenso provecho, como lector, escritor y profesor. Evoca a aquellos autores a los que todavía, como entonces, sigue leyendo con deleite. En su despliegue encontramos a dramaturgos, como Shakespeare y Sófocles, a poetas, léase Pessoa, Cernuda o Juan Ramón, ensayistas como Montaigne y Emerson, novelistas de la talla de Cervantes, Lampedusa, Proust, Kafka o Ferlosio y pensadores como Platón, Adorno o Spinoza.

Digamos que todo este lance literario le vale a Landero para mostrarnos que la literatura y la vida en un escritor conforman un binomio difícilmente despegable, y más desde la propia experiencia de quien habla de cómo las lecturas y relecturas han ido depositando en su memoria tanto entusiasmo y amor por las palabras y sus significados. En este libro pasamos de la reflexión más sesuda de algunos de los autores citados a las humoradas de algunos episodios de la vida cotidiana de su Alburquerque. El capítulo Donde Pache es un buen ejemplo de ello. En aquel boliche se junta parte del pueblo a comprar, beber, charlar, dirimir asuntos de cacería o contar historias extraordinarias. En el siguiente capítulo, otro de los más divertidos, nos relata el cortejo amoroso de Floren y Cipri, que definen lo largo que se hacía un noviazgo en el mundo rural de aquellos años cincuenta. Y así enlaza con otros capítulos que recalan y soplan por la infancia y juventud de su vida, con ese cuidado de no manosearla con un exceso de análisis.

En esta novela hay mucho más de lo que se capta en una primera lectura, y eso que Landero, como creador, no pretende ensancharse más allá de lo que cuenta. El huerto de Emerson es una novela concisa en su ejecución, hermosa en su forma, escrita con mucho gusto e imaginación, que viene a decirnos que la semilla de la escritura se encuentra siempre en el pasado y que todos somos únicos e irrepetibles, con nuestro terreno propio que cultivar. Pero, sobre todo, es una celebración de la vida, un alegato literario asombroso, de infinita gratitud y amor a las palabras en sí mismas, dispuestas al servicio de la frase y al encanto de su lectura.


sábado, 6 de febrero de 2021

Vidas maltrechas

Si hay una razón poderosa que sostiene lo insólito de Revancha (Anagrama, 2021), la nueva novela de Kiko Amat (Sant Boi de Llobregat, Barcelona, 1971) es la extraordinaria verosimilitud con la que engarza su trama desde la situación inicial hasta el desenlace de la misma. Parece entenderse bien a su término esa evidencia de que la verosimilitud es una cuestión de efecto, más que de hechos, algo que lo tiene muy en cuenta Amat, llevando al lector a donde se ha propuesto, atento al desarrollo de los personajes, a su ambiente y a la atmósfera por el entramado de la historia que quiere contarnos. Para llevarlo a cabo, el método utilizado no es otro que situar una vez más su relato en el escenario sórdido del extrarradio de Barcelona, ese que también ya dio a conocer en algunas de sus novelas anteriores, aunque ahora lo hace a través de unos personajes más radicales en su aspecto, comportamiento, palabras y acciones, lo que convierte su lectura en una sacudida más vertiginosa, de más intensidad, tensión e intriga.

Revancha es un thriller trepidante y adictivo cuya lectura no escapa de ese tinte de género policiaco en el que la adrenalina se hace notar hasta el final. Esta es una novela torrencial, emocionante y sobrecogedora, rebosante de violencia y venganzas, llena de desaprensivos cabezas rapadas y, desde luego, una novela muy bien armada narrativamente. Amat construye un artificio en el que alterna la acción con remansos cotidianos para hablarnos y dar a conocer aspectos íntimos, mundanos y secretos de los dos personajes sobre los que centra el peso de su relato. Y lo hace mediante un mecanismo que, a mi juicio, le da frescura y versatilidad gracias al uso de dos voces narrativas que se intercambian por capítulos y fijan la manera de proceder de sus dos protagonistas: la segunda persona que encarna el relato sobre Amador, y la tercera que lo hace sobre César.

Esta combinación de voces narrativas propician un paralelismo de la acción y la trama que el autor aprovecha para acrecentar el desarrollo de la historia que se va desmadejando. A todo ello incorpora, además, una variedad de registros léxicos y jerga abundante. Al principio este recurso o juego literario sorprende al lector. Sin duda es algo intencionado, como advertencia de que le espera entrar en un ámbito coloquial desconocido, pero a medida que transcurre el relato ese habla se irá haciendo más entendible y persuasiva. A través de ese ámbito del lenguaje, el suspense y la atmósfera en la que se desarrolla la novela vamos descubriendo el mundo torticero de ambos personajes, un mundo que, en el fondo, denota orfandad y que permanece abierto toda la noche para perpetrar revanchas y ajustes de cuenta.

Fran Amador es el lugarteniente de una organización criminal de ultras del FC Barcelona llamada Lokos, capitaneada por Alberto, El Cid, un skinhead histórico y pijo cuyo comportamiento delictivo y narcisista se aproxima al de un psicópata. El otro es César Beltrán, alias Jabalí, un sicario a sueldo que, en su juventud, fue un prometedor jugador de rugby y que proviene del entorno duro y despiadado de un barrio barcelonés de la periferia. Allí también creció Amador quien, entre otros muchos conflictos sociales y personales, tiene que ocultar su homosexualidad para evitar consecuencias graves en su círculo de amigos de contienda. Sus vidas se entrecruzan por un azar casi inevitable, una circunstancia que marcará el rumbo de sus respectivas existencias.

Ningún lector diría de Amador que no es un canalla o de César que no es un justiciero cruel durante la mayor parte de la novela. Sin embargo, a cada uno de ellos le surge un resquicio de redención final, y en buena medida obedece a ese desamparo y dolor acumulados desde la infancia y que les ha estigmatizado de por vida. Esto, inevitablemente, produce una cierta clemencia involuntaria en el sentir del lector. Porque, en verdad, quienes transitan por Revancha son seres dañados que se revuelven contra el orden del mundo, seres ofendidos y humillados acostumbrados a que lo vil y lo injusto les haya marcado impunemente. De ahí que aun siendo una novela de violencia y odio, también posee amor y ternura en sus márgenes, aunque solo aparezcan en un entorno estrecho de empatía muy reducido.

En resumidas cuentas Revancha es un libro vibrante y nada complaciente, un texto, a su vez, de mucha acción e intensidad narrativa. Kiko Amat nos sorprende con un relato que engancha sobremanera, de prosa vivísima, provista de una jerga inventada que funciona y realza su artificio, sin parecer impostado. Una historia llevada a buen término que, francamente, me ha cautivado.