miércoles, 8 de junio de 2022

La lectura nos refuta


Digámoslo bien alto y sin cortapisas: a los lectores no nos gustan las islas desiertas, ni los libros únicos. Lo que nos gusta de verdad es estar en nuestro hogar, sentados en la butaca de nuestras casas, rodeados de libros y disponer de mucho tiempo, predispuestos al devenir de otro día más, de más páginas, sabiendo que cada jornada es otra nueva oportunidad para lo mismo, pero distinta. Tomar un libro en nuestras manos y seguir leyendo en el sillón o tendidos en la cama es puro regocijo para cualquier lector entusiasta, pero también es apartarse de vivir regladamente, saltarse la norma sin llamar la atención, sentirse más libre y proteico, por tanto, más vivo y versátil.

La vida tiene muchas lecturas. Todo el mundo lo dice, pero son pocos los que tratan de saberlo. Los libros nos aproximan a esa tarea. Un libro es un espacio establecido por el autor, por el que el lector transita, pero que, a su vez, se abre por donde queramos en cualquier lugar donde estemos. Nos acompaña en la mesa de trabajo, en el sillón, en la cama, en el autobús, en un banco de una plaza, en cualquier café. Siempre a nuestra disposición. Con un libro cercano, delante de nuestros ojos pasan cosas y la vida personal se convierte en mucho más de lo que acostumbramos a vivir en el día a día: se añaden anhelos, fantasía, aventuras, hallazgos y hasta se puede sentir lo inimaginable. Porque con los libros, sobre todo, se establecen complicidades, conversaciones y secretos. Ellos ponen la materia prima y el lector pone su toque personal a lo que dicen o insinúan entre líneas.

El nuevo libro del escritor y periodista Guillermo Busutil (Granada, 1961), que lleva por título Papiroflexia (Fórcola, 2022) anda repleto de motivos, guiños y finura sobre todas estas revelaciones y reconocimientos del papel extraordinario que representan los libros en la vida del lector. Busutil hila muy fino en su tentativa, y lo hace en un formato audaz y breve, como es la escritura aforística. Recurre a este género tan exigente para encontrar ese punto exacto donde encajar sus reflexiones y agudezas. Los que ya leímos su libro anterior, La cultura, querido Robinson (2019), encontramos esa jugosa simiente condensada en muchas de sus páginas sobre los libros y la lectura, bien explícita en la cita inicial de James Russell Lowell que dice así: «Los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra».

Es, eso mismo, polen, lo que discurre por aquí ahora. Papiroflexia es, en sí mismo, un manifiesto de elogio y alborozo sobre el libro y la lectura, un libro plagado de chispas, soplos y resplandores recogidos por el autor a través de su experiencia personal, evocaciones y destellos que la lectura y los libros le han producido a lo largo de su dilatada vida como lector y que le siguen produciendo con tanto reclamo y fascinación. Dice Busutil que “el lector no nace, se hace”. Libro a libro aprendemos. Leer, según nos va mostrando, es una actitud, una manera de despertar la curiosidad que proporciona motivos para el deleite y la reflexión, en esa búsqueda de reconocernos a través del pulso de la palabra escrita. Dice Busutil, también, y no le falta razón, que “leer en presente es un indicativo de cultura”.

Leemos en la contracubierta del libro que Papiroflexia no es un simple libro sobre libros: «es un juego literario de palabras con relieve de papel». Y yo también lo creo. Encontramos en él un rico pensamiento literario en torno a la lectura y los libros, un panel de savia aforística, persuasivo y fértil. Este librito, de hermosa edición, ofrece a su vez, un mapa estimulante que nos invita a leer y a fortalecer nuestra relación con los libros como algo recurrente y saludable: “Leer es un acto de amor con uno mismo”. Y por eso, el autor reivindica la función lúdica de la lectura como juego inteligente en el que quien la propicia aspira al entretenimiento, la sorpresa, el suspense y la reflexión. “Leer, carpe diem”, concluye bajo la inspiración del poeta latino.


Busutil no se limita solo a acuñar aforismos con vocación de emblemas, sino a enseñarnos con tino y picardía mucho de lo que atesora el acto de leer, todo lo que nos ofrece la compañía de los libros: “La lectura es un ejercicio de erotismo del que se entra, se sale, se prolonga y se culmina”. En Papiroflexia hay claramente un rendido amor a los libros y a la lectura, y, cómo no, a sus autores, artífices imprescindibles de esa comunión. Busutil se obliga a que todo ese engranaje que conforma el libro y su destino se ajuste con agudeza precisa en su pericia, se ciña a la condensación y al fulgor que exige el aforismo, y le dé al lector la sensación de que lo dicho tenía que expresarse así, con esas mismas palabras, en ese mismo orden y en sus distintos tiempos verbales de presente, imperativo y futuro.

Así lo aborda el autor, como piezas de un amplio mosaico en el que describir una estancia lectora duradera y jugosa. Lo dice mejor la escritora Nuria Barrios en el prólogo del libro: «Papiroflexia es un libro pequeño y, al mismo tiempo, infinito... En sus páginas hay un huerto y un parque y un jardín y un bosque y una selva». Hay todo eso que indica la poeta, y mucho amor, como también indica, a los libros, al lenguaje, a las librerías, al remanso del silencio en el que la lectura se instala. Es un libro que invita a la relectura y al subrayado.


jueves, 2 de junio de 2022

La escritura y sus abismos


La presente edición de Atila (Sloper, 2022), de Javier Serena (Pamplona, 1982) es una ocasión propicia para dar a conocer al lector, pese al vértigo y tristeza de sus páginas, los últimos años del escritor madrileño Alioscha Coll. En esta obra, Serena recrea la vida indescifrable de este autor que voluntariamente recaló en París para apartarse de su entorno, a modo de exilio, porque en esos momentos se había convertido en un ser atormentado y consumido en su tarea por acabar el libro que había empezado un par de años antes y tanto se le resistía. Eran momentos en los que Alioscha se sentía más cansado que nunca, desengañado y abatido, casi ajeno a los deseos y preocupaciones propias de su edad, pero que, sin embargo, le ofrecían argumentos y motivos para no cejar en el empeño y, así, aplacar su insaciable necesidad de escribir, motivo este que se convertiría en la última tentativa literaria de su malograda vida.

Siempre reaccionaba de la manera más extravagante: al verse solo y confundido, perdido en su distanciamiento de París, en lugar de claudicar, Alioscha optó por refugiarse todavía más en su obsesión por escribir”. Con estas palabras con las que arranca el libro, el narrador nos presenta al protagonista, un personaje de apariencia trágica y solemne que a primera vista parecía zozobrar envuelto en una silueta pensativa de rara expresión que balbuceaba frases del último capítulo de su novela, “y cuyo largo y caótico discurso de versos imposibles y párrafos carentes de sentido apenas iba a terminar unos pocos días antes de matarse”. Es intención del narrador acaparar toda nuestra atención en la figura de Alioscha, un hombre poseído por una desmedida fantasía, un hombre de exultante carácter imaginativo, volcado en una intensa labor literaria, tras la búsqueda, día y noche, de las palabras adecuadas para su obra.

La novela de Javier Serena lleva por título, a modo de homenaje, el mismo que puso Coll a su libro, publicado tras su muerte por la editorial Destino en 1991. Alioscha escribía con la credencial de asumir, sin concesiones, todos los riesgos que le fueran surgiendo en el transcurso de la creación de su obra, huyendo de cualquier facilidad y tradición formal, sin importarle la forma hermética de su apuesta. Dicen de él que ha sido el único autor de la agencia de Carmen Balcells que no alcanzó ninguna notoriedad. Sin embargo, parece que en algunos círculos literarios tuvo cierta resonancia como una figura maldita de las letras. Si curioseamos en internet, encontramos artículos de Javier Marías, Juan Cruz o Patricio Pron, entre otros, centrados en destacar su vanguardismo y escaso relieve, así como de dar cuenta de su extravagante vida. Cabe señalar que Alioscha Coll se podría inscribir en esa línea experimental del lenguaje que Joyce desplegó en su Finnegans Wake. Sostenía que «siempre hay que escribir como si no se pudiera escribir», o dicho de otra manera, como si todo el proceso de creación de una obra literaria fuera un misterio incomprensible.

Javier Marías, reconocido amigo de Coll, llegó a decir de él que era un «hombre culto y educado, de conversación quebrada y llena de pausas, pero siempre inteligente y apasionada, una de esas personas, cada vez más escasas, que se involucran en cuanto van diciendo», que su escritura era un tipo de literatura más bien «imposible», aunque también creía ver en ella un pálpito recurrente de muchas lecturas de los clásicos, con mucho talento verbal y un sentido del ritmo de primer orden. «Mi vida no tendrá ningún sentido cuando haya terminado Atila», cuentan que había dicho en varias ocasiones. Y Alioscha Coll, harto de esa insoportable levedad que le resultaba la vida, se suicidó en París en noviembre de 1990 cuando tenía 42 años.

Volviendo al libro de Javier Serena, su Atila es una fascinante biografía ficcionada que se inspira en su figura. Para él Alioscha es en sí mismo un personaje novelesco, introvertido y complejo, al que describe como “un hombre verdadero como pocos, con una mente lúcida e impenetrable al mismo tiempo, infundido de un talante tan épico que a veces parecía que viviera en la ciudad igual que si la hubiera conocido cien años atrás [...] Ya entonces era un hombre desahuciado, sin posibilidad de redención, incapaz de comprender las pasiones y las luchas del resto de la gente, con tal costumbre de pasar de una emoción a la contraria en un instante que hacía del él un ser por completo imprevisible”. Y así, sucesivamente, va esgrimiendo rasgos de su personalidad y extravagancia, de su vocación suicida, extravíos, obsesiones, desinterés familiar, de su ingenuidad y de su implacable soledad.

El libro de Serena explora todas estas vicisitudes y lo hace con soltura y desnudez. Conecta y empatiza con la manera de sentir y de comportarse su personaje, un hombre de incurables abstracciones, que en su reducto de soledad parece carecer de confines, de brújulas, de líneas de demarcación. La voz narrativa escogida para llevar a cabo esa conexión es la de un periodista de una revista cultural que es quien se ocupa de contarnos su historia. Nos acerca al personaje retratado desde su experiencia como testigo, a través de las conversaciones telefónicas que mantiene con Carlos Valls, primo de Alioscha, o desde la mera inventiva e intuición.


Atila es, por tanto, el retrato de un letraherido de espíritu romántico, inmerso en la necesidad de dejar un cierto legado de belleza, de pensamiento y de creatividad, un retrato que, además, refleja la pulsión irreductible de su protagonista, el vértigo consentido de alguien con visos de fatalidad y arrojo, que buscó con empeño su redención a través de la escritura.

Javier Serra firma un novela repleta de pasión visceral por la escritura y sus abismos, un libro que ahonda en las pequeñas y grandes interrogantes de cualquier existencia: el afecto, la vida familiar, el anhelo, el dolor y la pérdida. Es su obra de una lectura amena e intensa en su forma, y muy literaria y conmovedora en su fondo.