martes, 2 de diciembre de 2025

Desolladura y larvario


Termino de leer esta perturbadora novela de Fernando Parra (Tarragona, 1978), Herida y ventana (Funambulista, 2025), y llego a la conclusión, tras releer también los subrayados marcados por mí conforme avanzaba en su lectura, de que la palabra, la literatura, no tienen porqué hacer el papel de terapia para quien la lleva a cabo. Al contrario, diría que más bien parece que la escritura solo puede surgir cuando el trabajo ya está hecho, o al menos una parte del trabajo que consiste en salir del túnel. «No se escribe con las propias neurosis –nos recuerda Deleuze–: La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, bloqueado. La enfermedad no es un proceso, sino detención del proceso».

En Herida y ventana encontramos motivos para decir que quien escribe esta historia lo hace porque ya salió del infierno. Y, justamente, por eso, es capaz de escribir y contarnos que la ficción no solo puede aventurarse por el territorio de lo indecible, sino que el testimonio es una buena herramienta narrativa y de análisis. Y si esa herramienta está bien afilada, llega al hueso. Y cuando llega al hueso, la literatura se abre paso. Es lo que le ocurre al protagonista y narrador de esta novela dantesca, emotiva y burlona, que se dispone a llegar al tuétano, sin importarle mostrar que también es un rehén de sus sombras, de sus desolladuras. Con soplos de ironía, trata de explicarse así mismo que todo está en la realidad vivida, y que esa realidad está en uno mismo, como un larvario que no cesa de manifestarse, de reflejar sus síntomas.

Este libro de Fernando Parra toca la piel del lector y la traspasa. Y lo hace de manera intensa. Muchas veces lo hace de forma desgarradora, otras gozosas, apelando al amor, pese al desajuste que provoca una depresión. Así se las gasta el protagonista de esta novela, un profesor de instituto de baja laboral por depresión, dispuesto a relatarnos sus confidencias vitales. Lo hace lejos de su casa, encerrado en el cuarto de una casa de sus abuelos, en un pueblo de la serranía andaluza, ensimismado y rehén de sus sombras, pero con el propósito de liberar esa vida en suspenso que lleva: “A veces –nos cuenta– no resulta fácil discernir hasta qué punto una experiencia fue lo suficientemente traumática como para elevarla a la nobleza y respetabilidad de un libro, como tampoco si ese testimonio, pretendidamente edificante, resulta necesario o útil para la sociedad que lo recibe”.

El encierro se convierte en percutor de su retiro forzoso, lugar propicio donde revisar y liberar la anomalía de su estado. Escrito en primera persona, la novela nos adentra en una crónica en la que el narrador se observa y se disecciona con crudeza, como espejo del propio autor. Consciente de que nadie quiere a un triste a su lado, el protagonista trata de enderezar su relato hacia un punto más cálido que rescate también recuerdos de momentos felices compartidos con su pareja Bea. Conforme avanza la novela, vemos cómo el narrador evoluciona desde su derrotismo y vacío hasta un proceso de reflexión y autoconocimiento, volcado en la escritura del libro, con la idea de conectar y entendérselas con sus seres queridos. Y así lo expresa: “porque necesito que lo lean las personas que amo, porque es mi forma de celebrar su amor y pedir perdón y dejarles algo”.

Conforme se va haciendo más palpable su determinación, nos percatamos de que la narración se convierte en un tránsito íntimo de autoconocimiento y redención, que se evidencia en la manera en que el narrador se mira y se examina con templanza, para intentar recomponerse y encontrar una salida a su desasosiego interior: “Recuperar una vida es volver primero al mundo de las cosas pequeñas”, subraya. Y así podemos resaltar que este viaje introspectivo, tan emocional y arremetido por la memoria, por la propia escritura, alcanza al individuo y a su propio entorno familiar. Este discurrir conforma el fundamento del relato y el sentido de su verdadero impulso narrativo.

Si no tuviera la intención el narrador de decirse así mismo lo que trata de explicar, de entender ese mundo suyo que precisa no solo atención, sino arrojo, no le hubiera valido la pena su proceder. Pero entonces, el narrador hace valer el espíritu de la Divina Comedia, muy presente en su estructura a lo largo del libro, para dejar ver que toda vida es un tránsito que conlleva aprendizaje, un deambular sobre el presente y el pasado de la propia filosofía mundana que desborda nuestra patente insuficiencia, marcada por las heridas que vamos acumulando en el transcurso de nuestras vidas, vida que es más grande que nosotros mismos, y, justamente por eso, ofrece ventanas que nos permiten escapar de todo aquello que nos perturba.


No me andaré con rodeos antes de acabar, porque lo que me importa destacar de este libro es su hondura, lirismo y belleza, sin olvidar que estamos ante una historia desgarradora y humana, un relato de prosa ágil que toca el amor y los abismos del alma, una novela habitable y llena de sentido, que se despliega con palabras justas, que atrapa por la verdad que encierra, que en la literatura no es más que ese punto de vista que brilla por sí solo. Herida y ventana conmueve, y es así, precisamente, porque Fernando Parra lo hace con voz propia, verdad y vida.