Los
lectores de Karmelo C. Iribarren
(Donostia, 1959) escuchamos la voz cercana y clara de su poesía
atraídos por esa manera suya de revelarnos el misterio cotidiano de
ser y de estar en el mundo. Hay algo en ella que nos predispone e
identifica, sin tener que hacer ningún alarde filosófico, ni
componenda simbólica para entendernos con su lenguaje, porque las
cosas que cuenta nos resultan próximas, convincentes, verdaderas y,
aún más, caben todas en unos pocos versos. Sus poemas son cortos,
lo suficiente como para que cada uno en su brevedad, nos diga todo lo
que su autor se propuso decirnos. En sus orígenes se asienta la
soledad y el silencio como punto de partida a todo lo que acontece y
desfila en un día cualquiera: la lluvia, las luces de las farolas,
las olas del mar, los recuerdos, el paso del tiempo, los domingos,
las mujeres, el café en el bar, el paseo por la playa, pero, sobre
todo, el deambular del hombre por la ciudad, esto es, el paisaje
urbano visto por el sujeto poético que lo habita.
Toda
la poesía de Karmelo
se encamina en ese desafío compositivo, como bien deja dicho en una
de las entradas finales de su Diario de K
(2014), en pos de que el poema ofrezca algo más que un simple relato
de los hechos: “lo único que pretendo es dejar constancia de una
forma de mirar, la mía, en un momento determinado. Si algo he
aprendido, y no precisamente en los libros, sino en ese continuo –y
sorprendente– desvelamiento del mundo que es vivir, es que hay muy
pocas certidumbres que no puedan y deban someterse a revisión. Las
hay, sí, pero pocas. También he aprendido que son precisamente esas
pocas «verdades
inmutables»,
que uno hace suyas por experiencia, observación de la experiencia y
análisis de lo observado, las que imprimen carácter personal”.
En
su nuevo poemario, Un lugar difícil
(Visor, 2019), galardonado con el Premio
Internacional de Poesía Ciudad de Melilla,
el poeta donostiarra continúa desviviéndose por estos mismos
asuntos, siempre poniendo énfasis en las contingencias de la vida
diaria. Desde esa cotidianidad bien entendida, como rincón de por
vida, Karmelo urde, a
través de los cincuenta y tres poemas del libro, un amplio resorte
donde está presente la conciencia de resistir a la contrariedad del
tiempo bajo ese binomio tan persistente suyo de hombre-ciudad que
asiste a toda su poética, la que surge del paisaje urbano y del
hombre que la habita. Este libro suyo arranca con tres poemas que
abordan su biografía, “con la esperanza reducida/ a llegar al día
siguiente”, dice en el primero de ellos; en el siguiente confiesa
no reconocerse por las calles que transita: “Hace tiempo que decidí
quedarme al margen/ de un tráfago de gentes y de ideas/ que no me
dice nada”; y en tercero que titula Por
allí arriba, echa
miradas al cielo revoloteado por una bandada de pájaros, tratando de
descifrar el porvenir que se avecina.
Más
adelante hace un guiño a Jaime Gil de Biedma,
uno de sus autores preferentes, en el poema La
última función:
“Ahora/vivir –dice el poeta– ya es aprender/ a despedirse”,
para después volver en otras piezas al tránsito de la vida, al
paseo por la playa de La
Concha, a sentir y
contemplar el mar desatado, a mirar a esos viejos de ahora que van
con tanta prisa, a retomar un poema abandonado o leer una novela
policiaca y parar para oír caer la lluvia: “vivir”. Karmelo
es sabedor de que no todos los días el mundo se ordena en un poema,
y comparte con Walace Stevens
que “toda poesía es poesía experimental”. La fuente de la suya
está tomada de la realidad prosaica de la vida, con los mínimos
elementos, y capacitada para enseñarnos que un buen poema puede
contener bondad y desazón sin tener que acudir a dilemas morales.
Todo
lo que destila su poesía no es más que una ambientación personal
que sale de la vida, de la escena de la ciudad, y por ese hilo
conductor transita su tono de cercanía que sale de lo particular y
autobiográfico, de lo vivido y sentido en su quehacer poético. Y en
ese ejercicio recurrente conviene añadir lo que apunta Pablo
Macías en su interesante libro
Otra manera de decirlo
(2017), un jugoso estudio de la poesía del vasco, cómo lo valorable
de sus versos tiene mucho ver con “su capacidad para acercarse a lo
conversacional, al habla, sin excluir para ello, desde luego, su
apoyo en cuestiones métricas y su encaje en patrones rítmicos
tradicionales”.
“Allí
estaba yo, … abstraído/ en la contemplación/ del pequeño
ajetreo/ con el que se ponía otra vez/ la vida en marcha,/ viviendo/
un momento cotidiano/ pero único,/ de esos/ que pasan
desapercibidos/ y que luego al recordarlos/ resulta que eran la
felicidad”, se explaya el poeta con estas palabras precisas capaces
de mostrarnos, como ejemplo, su manera compositiva y el detalle de
cómo contar un gran tema con imágenes del día, fluidas, con aire
de melancolía y de amor por la propia vida.
En
los poemas de Un lugar difícil
encontramos esa senda que susurra confidencias vivas y reales, una
extensión en el tiempo de aquel sujeto poético que inició su
andadura con La condición urbana en
1995, un camino que no ha cesado de propagar esa épica urbana de
su poesía, un continuo divagar por los callejones de la vida, sin
tener que acudir al adorno verbal. Karmelo
se vale de un lenguaje sencillo, íntimo y narrativo para seguir
dándonos a sus lectores el gusto de leer sus libros con esa mezcla
de placer y sorpresa a lo que nos tiene acostumbrados. Y con ese buen
hacer suyo sí que nos entendemos.