viernes, 5 de agosto de 2022

A ráfagas de lo inmediato


La literatura no es un artificio que se desentiende de la vida al imitarla, comentarla o ironizarla, sino la propia vida en sí. La literatura y la vida, la vida y la literatura andan cogidas de la mano como si tal cosa. Ambas se explican tan bien solas que cualquier ejemplo sería válido. No hay día ni obra en los que no ocurra más de lo mismo, aunque, si te paras a pensarlo detenidamente, la mayoría de las veces, lo que sucede es que lo inmediato se convierte en el dueño y señor de casi toda una jornada. Cada día de la semana parece un calco del anterior. Miras y ves que la rutina de lo cotidiano gira una y otra vez, como el cangilón de una noria: vueltas, más vueltas y vuelta a empezar. Y entonces aparece la literatura para darle sentido a esa tibieza persistente que permite ver detrás de lo que delante no se apreciaba, para mostrar otro ángulo, otro lado de la realidad que pueda ser conocido por un lector cualquiera en un intento de seducirlo y despertar su interés.

Este binomio tan intrincado aflora aún más en el diario, un género en el que el lector no se ve como un usurpador que trata de suplantar al autor para poder expresarse él mismo leyendo, sino que el lector de diarios se acerca al texto con una mirada más suspicaz, con ánimo de curiosear en los entresijos de la vida del otro, tras los pasos de alguna confidencia, para informarse o, en el mejor de los casos, para dejarse engatusar por lo que dicen las palabras de quien las escribe en clave autobiográfica. Pero claro, un diario nunca se lee como una novela, pues sus fragmentos y entradas, al distanciarse de cualquier tipo de trama y no seguir ninguna confabulación, imponen un ritmo de lectura más reposado, menos continuo. Precisamente porque está lleno de detalles que muestran instantes seleccionados, momentos reveladores en los que el propio escritor se interpela con ese mecanismo de evocación de una realidad vivida que, de alguna manera, será trastocada.

La rutina tiene muy mala fama pero gracias a ella seguimos adelante”, dice Karmelo C. Iribarren. Su Diario de K (Papeles Mínimos, 2022) es un libro que abarca un período que va desde 2010 a 2022 y resume en gran medida estas lindes de la escritura y la vida en las que el poeta ha ido fraguando, fuera del ámbito de la poesía, otro sesgo de su escritura, igual de contenida y cautiva de su propia vida. En este dietario encontraremos, como dice en el prólogo Jose Luis Cancho, “textos en busca de un nuevo modo de mirar y vivir”. El escritor donostiarra deja entredicho en ellos que escribir es una decisión de vida que se realiza a la par del resto de los actos de la vida, pero con la idea de ocupar inciertos vacíos del tiempo, alejados de cualquier otra motivación. Es, por tanto, un libro que habla mucho del aspecto literario y vital de quien lo promueve, y de la necesidad que lo provoca, un libro poblado de apuntes, aforismos, reflexiones y divagaciones luminosas, que bien lo retratan y hablan por sí mismas de su carácter: “La literatura me ha servido, entre otras cosas, para no ser el que no era”; “La prosa de la vida está llena de poesía”; “Me gustan los hoteles porque en ellos puedo sentirme como me siento en realidad: de ninguna parte”.

A lo largo del mismo asistimos como lectores a vislumbrar un jugoso cuaderno de notas, una suerte de cuartel de invierno del escritor, una alacena provista de hallazgos donde abastecerse. En Diario de K hay muchas claves de la vida y obra de su autor, también estancias e imágenes en las que se han ido colocando trazos de palabras que revelan hechos de lo que le importa de verdad como escritor, que no es tanto lo que le sucede, sino lo que hace con lo que le sucede, explorando, a modo de ensayo, lo que transcurre ante los ojos de quien escribe a poco que fije su mirada sobre el mundo que lo rodea: “La rutina tiene muy mala fama, pero es gracias a ella que seguimos adelante”; “A ser viejo no te enseña nadie, ni la vida. Ésta sólo te obliga”; “Si no escribo me quedo sin coartada ante mi vida”; “Para vivir no se necesita demasiado, pero siempre hay algo que nos falta”.

Pero no se piense nadie que aquí lo más reluciente y próspero del libro viene dado por la impronta consecutiva del aforismo, porque el dietario, o notas propiamente dichas, contienen un buen arsenal de reflexiones y críticas literarias, provistas de humor y socarronería, al igual que disquisiciones filosóficas sobre lo cotidiano del vivir y hasta breves piezas narrativas en la órbita del microrrelato. Todo su discurrir refleja la vida de un escritor en permanente diálogo interior sobre el devenir de las cosas, con cierto deje de misantropía y aire de flâneur, de callejero de su ciudad que fija su mirada y pensamiento en la acera de al lado, en la parada de taxis, en el vecino jubilado, o lo hace con más detenimiento sobre una misteriosa mujer enjoyada en la cafetería de un hotel.


Los lectores de Karmelo Iribarren que apreciamos su alma barojiana, su melancolía, la voz cercana y clara de su poesía, atraídos por esa manera suya de revelarnos los claroscuros de estar en el mundo, nos encontraremos con ese mismo hilo conductor y escenarios en Diario de K. Ambas escrituras se retroalimentan, con la misma sencillez de no tener que hacer ningún alarde filosófico, ni componenda simbólica para sumergirnos en su lenguaje, porque los sucesos que aquí se cuentan nos resultan próximos y creíbles, y caben todos en pocas líneas. Son notas cortas, lo suficiente como para que cada una, en su brevedad, nos diga todo lo que el autor se propuso. La soledad y el silencio se valen por sí mismos como punto de partida para destacar todo lo que acontece y desfila en un día cualquiera, venga de donde venga, ya sea de la lluvia, las luces de las farolas, de sus paseos y lecturas, de los recuerdos, del paso del tiempo, de los lunes, las mujeres, los desengaños, o del café en el bar, pero, sobre todo, del deambular de un hombre por las calles de su ciudad que encuentra sentido poético a las cosas que se mezclan con la vida y se empapan de ella.

Diario de K se lee con gusto y como los buenos libros de diarios, o de apuntes y notas, si se prefiere, no solo hablan de quienes los escriben, hablan también de quienes los leen, precisamente, son ellos los que, a ráfagas, nos van perfilando.



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