“Lo
visible es tan solo un ejercicio de lo real”, escribió el pintor
Paul Klee en su
diario. El artista no tiene que ver la realidad tal como es, sino que
tiene que ver lo que la realidad esconde. Escribir, dice Juan
José Millás (Valencia, 1946),
no es más que tomar la materia prima de la realidad y convertirla en
literatura para hacerla más digerible. Según él, lo insólito
tiene la facultad de volverse cotidiano al vivirlo, y la literatura
posee ese poder de reubicarse precisamente en lo insólito.
En
las novelas de Millás,
el lector asiste a presenciar una performance
en la que las cosas raras parecen normales, y las normales resultan
raras. “¿Una novela es como un mapa?”, le pregunta la
protagonista de La mujer loca
(2014) a su interlocutor. “Sí y no”, le responde. “Por un lado
es un territorio autónomo, pero por otro es una representación. En
lo que tiene de representación, la novela tiene también algo de
mapa”.
Uno de los rasgos más destacables de su narrativa está en esa
provocación intencionada de poner en un brete al lector que se
acerca a leer su obra, una tarea que tendremos que dilucidar sobre lo
que hay de verdadero y de falso en cada una de sus historias, un
juego muy propio suyo sobre los límites de la realidad y de la
ficción. La ficción, a la larga, nos parece que aguanta mejor el
tipo de lo que lo hace la realidad. Y aunque la realidad es más
incierta y caprichosa, sin embargo contiene muchos instantes de
certidumbre y perplejidad.
En
este sentido, Que nadie duerma
(Alfaguara, 2018), encarna ese ámbito de misterio y provocación
sobre lo insólito que puede derivarse de la realidad sobrevenida a
alguien que representaba en ese tablero de ajedrez que conforma la
vida el papel de un simple peón, y que ahora, en su nueva
circunstancia laboral le toca jugar una partida inesperada bajo el
impulso del amor. Para Lucía,
la “falsa delgada” que protagoniza esta historia de amor y
delirio, la realidad la ha conducido a una especie de escenario
operístico donde se va urdiendo una tragicomedia entre la soledad de
su vida y el trasiego que le lleva por las calles de Madrid, a bordo
de su taxi, en pos de un hombre del que se ha enamorado perdidamente,
escuchando sin parar el aria Nessun
dorma,
de la memorable ópera Turandot
de Puccini.
El
subconsciente de Lucía
anda metido en ese bucle persistente que no le da tregua. El taxi es
el lugar donde se encuentra mejor consigo misma, y el hilo musical
que se repite una y otra vez lo dota de significado y esperanza, de
conversación y de sentido del humor. Su vehículo y la música de
Turandot la
convierten en otra persona, le proporcionan una identidad de la que
antes carecía. Es su deambular y su diálogo con los pasajeros los
que activan su insistente búsqueda de Braulio
Botas,
el escurridizo vecino del piso de abajo que solo vio una vez y al que
escuchó cantar el aria que ya no cesará de resonar en su cabeza.
Que nadie duerma
es una novela de apariencia banal, pero muy al contrario de lo que se pueda
pensar, induce al lector a seguir expectante y agarrado a sus
páginas, con la sospecha de que algo va a suceder de un momento a
otro. Y es así, bajo esa atmósfera inquieta y obsesiva de la que
Millás se
vale para transmitir, por medio de su protagonista, esa sensación de
irresistible fatalidad con la que suelen terminar muchas historias de
amor imposible.
El
azar, como diría Borges,
es un modo de casualidad cuyas leyes ignoramos, pero aquí, lo mismo
que lo ocurrido al protagonista de su anterior novela Desde
la sombra
(2016), un tipo normal que acaba de ser despedido de su empleo igual
que le ha sucedido a Lucía,
se convierte en un fantasma extraño al mundo, aunque a ella la
impulsen otros azares: desdoblarse en la convicción de sentirse un
ave en forma de mujer y de sentirse una china, como la protagonista
de Turandot,
y con mucho parecido en su deseo de venganza.
El
lector queda atrapado y, al mismo tiempo, perplejo ante los sucesos
extraordinarios e insólitos que pasan por el escenario narrativo de
esta novela de misterio, que admite también una lectura psicológica.
Dicen que casi todos los sueños se cumplen. Quizá no suceda tanto
en quien los ha soñado, pero sí en otros. “La realidad y el
realismo no tienen nada que ver, aunque la mayoría de la gente
confunde una cosa con otra”, le confiesa Braulio
Botas
a Lucía
en su definitivo encuentro.
Esta
novela de Millás
se asemeja a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y
distorsiona todo lo que sucede alrededor de su protagonista,
incluidos el tiempo y el espacio. En el horizonte de Lucía
no estaba precisamente el sueño de convertirse en taxista, ni que
tampoco el amor irrumpiera de aquella manera. La mayoría de las
ambiciones casi nunca se cumplen. Cada uno se repone de su sed, de su
hambre y de su soledad con lo que acontece en el día a día de su
mundo cotidiano, pero en cuestión de amor todo resulta más
imprevisible y temerario.
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