La
trayectoria literaria de Fernando Aramburu
(San Sebastián, 1959) ha ido cimentándose durante los últimos
veinticinco años en una fecunda tarea narrativa de creciente
solvencia y, tras su fulminante éxito editorial sobrevenido por su
monumental novela Patria
(2016), más allá incluso de nuestras fronteras, le ha catapultado a
la cima de los autores más leídos y estimados de las letras
actuales españolas.
Si
tuviera que responder telegráficamente sobre un posible subtítulo
de Autorretrato sin mí
(Tusquets, 2018), su nuevo libro, se me ocurren varios, porque esta
obra suya contiene una radiografía completa de su persona y, a
medida que he ido leyendo las sesenta y una piezas que conforman la
totalidad del texto, me han ido surgiendo epígrafes, nacidos de ese
rango de extensa gratitud que el escritor vasco ha querido plasmar a
lo largo de su compendio narrativo, por cierto, en una cuidada y
hermosa publicación, y que nos habla del hecho del vivir diario de
un “hombre de soledad y libros”, que afirma “pasar la vida
naciendo”, procurando estar “a buenas con la vida”. Por eso he
querido resaltar como título de la reseña lo que realmente el
lector se va a encontrar en cualquier página del libro: estampas
personales de un hombre agradecido.
En
otros libros anteriores, Aramburu
ya proponía fragmentos de su vida particular para mostrarnos el
paisaje sentimental que fue creciendo en su deambular cotidiano, al
mismo tiempo que mostraba su mapa literario, como se evoca ahora en
Autorretrato sin mí,
para reflejar, a través de la brevedad de estos textos, su buena
pizca de ironía, el aprendizaje y la experiencia de vivir. Libros,
como este de ahora, escritos lejos de su país: “Nunca le profesé
tanto afecto a mi idioma –confiesa al final en El
artista y su cadáver
(2002)– ni me correspondió él tan generosamente como en el tiempo
que llevo establecido en Alemania, adonde vine a vivir por gusto”.
Al
igual que en Las letras entornadas
(2015), Aramburu se
define como un “disfrutador” de su oficio. La lectura de El
hombre rebelde de Camus
le afianzó en su compromiso vital de responder a la vida con sus
acciones y con su palabra. Mucho le agradece al escritor francés que
le enseñara a amar al hombre por encima de sus ideas. Así como
agradece lo que recibió de la literatura, ese latido persistente de
vivir definitivamente una soledad acompañada, y en ese sentido, todo
lo que late en Autorretrato sin mí
es gratitud extensa a la vida y a los libros, una suerte de confesión
poética profunda e íntima, buscando un poco de verdad consigo
mismo, como nunca lo había hecho con tanta desnudez y gozo.
Hay
pasajes de canto y celebración por la vida, así como de
enaltecimiento a la soledad y al recogimiento. “Es inútil
concebirme sin mi concha de caracol –confiesa con gusto–. Si
alguna esencia llevo adherida a mi esqueleto es esa dimensión
personal que, a falta de otro nombre, llamo soledad. Yo no tengo más
alma que estar solo. Desde niño la transporto a todas partes. Es mi
reducto, la caja fuerte de mi personalidad, el sitio donde clavo mis
flores y donde me dirijo la palabra mirándome a los ojos”
(pág.89).
Aramburu
se congratula de estar vivo a solas, igual que cuando lo está en
compañía de sus amigos y seres queridos, se afana en proclamar por
encima de todo que la vida le gusta, aun sabiendo que “a veces
mancha y duele la vida, y uno se retira en silencio a un rincón de
su desgracia a esperar que la vida amaine y se enciendan de nuevo las
horas azules del gozo” (pág. 126). Nada le es ajeno al escritor
donostiarra para esbozar pasajes íntimos en donde el lector también
pueda reconocerse. La infancia, el hogar, los primeros escarceos
amorosos, la enfermedad, los palos de la vida, la mirada al prójimo,
son fuentes de provecho literario para alumbrar el paso del tiempo,
poner valor al tránsito de la vida y reconciliarse con ella misma.
Autorretrato sin mí
es todo una celebración, un texto con mucha densidad poética,
escrito por el alma de alguien dotado de ese don especial para
reverberar el sentido poético de la vida, un dietario vital por el
que trascienden los asuntos esenciales y vívidos de su autor: la
vocación, la identidad, la familia, el tiempo, los libros, la
soledad, la memoria y la resignación por las pérdidas.
Aramburu
firma la obra más poética y personal de toda su producción, un
ejercicio de introspección por donde menudean secretos y secuencias
vitales que nos acercan al hombre sereno y sencillo que aparenta ser
y que, en verdad es, tan propenso al recogimiento como a la soledad
que tanto le complace, un libro urdido con maestría bajo un lenguaje
preciso, limpio y conmovedor. Bellísimo.
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