viernes, 28 de diciembre de 2018

Todo lo que queda por decir


La emoción de las cosas, la memoria y las palabras aglutinan el espíritu que concierne a Nada que no sepas (2018), la nueva novela de María Tena (Madrid, 1953), ganadora del XIV Premio Tusquets Editores de Novela, autora también finalista en 2003 del Premio Herralde de Novela con su obra Tenemos que vernos. Las tres citas que la escritora toma al principio de su reciente libro, proceden de Antonio Machado, John Updike y Virginia Woolf, y resumen esa idea de destellos, sentimientos y recuerdos que cruzan todo el relato, para poner en antecedentes al lector de que lo que se va a encontrar en el libro, y que, al final del mismo, dará sentido a toda la verdad literaria que contiene el texto, gravita en torno al amor, sus silencios y las obsesiones de los personajes que protagonizan esta historia.

Alguien dijo que es muy difícil escribir más allá de uno mismo. Puede que sea cierto. Porque eso que llamamos la experiencia personal está impregnando siempre lo que hacemos y lo que imaginamos, tanto para confirmar lo que somos, como para alimentar la impostura de nuestras fabulaciones. Desde la nada hay poco que contar, pero, cuando se trata del amor de los padres y del amor propio, hay un hilo de la madeja por donde tirar. Aquí subyace eso que decía Lacan de que el amor solo existe en el uno por uno. Posiblemente, nadie sabe qué es el amor, y es precisamente desde esa perspectiva desde la que arranca la novela de Tena, desde ese cometido de indagación, el lugar desde el que la narradora quiere rearmar la historia de sus padres, su vida en pareja, sus entradas y salidas. Pero también el relato de su propia vida como hija y, ahora, como mujer en apuros. Por eso vuelve a Montevideo al cabo de mucho tiempo: para saber qué le pasó a su madre, y qué fue lo que acabó con su matrimonio.

La narradora, que atraviesa una profunda crisis de pareja, retorna al episodio determinante que marcó el final de una época feliz: el accidente mortal de su madre en Uruguay a finales de los años sesenta y el regreso de su hermano y ella a España. Llega de nuevo hasta allí para encontrarse consigo misma, para buscar sus raíces en el pasado y así poder entender mejor su presente azaroso. Regresa al lugar de su infancia para destapar secretos familiares y comprobar que la vida de pareja tiene esa condición de vulnerabilidad e insuficiencia que ella padece ahora, que se hacen necesarias las manos del otro, la presencia del otro para preservar la vida, para protegerla, para sustraerla de la posibilidad de la caída, del desorden sentimental y del abandono. “Uno también se viste con las ideas, con los miedos y con todas esas trampas que a veces forman parte de una educación.” (pág.97).

Todo lo que sustenta Nada que no sepas son recuerdos vividos, materia prima de todo el relato que se va conformando en primera persona. Incluso aquellos que la narradora se formula involuntariamente, como diría Proust, sacados por el hilo la semejanza de un instante o de un episodio que pone cuño de autenticidad a lo que le está sucediendo en ese momento de su narración. Además, con ese impulso de volver a las cosas que pasaron, con una dosificación exacta de la memoria de unas y la estela de otras: “Un mundo fascinante para niños como nosotros, sin sentido crítico o sensibilidad social, y todavía sin ideas políticas.” Y así lo refleja: “Cómo cada persona vive su vida a través de los demás, de los que le rodean, pero también en que a veces la historia pasa por encima de nosotros y nos aplasta.” (pág. 139).

El reencuentro con Ana, una de sus amigas de la infancia, le irá desvelando cartas guardadas de su padre y de su madre que desentrañarán las claves de la extraña muerte de esta y del silencio acordado. La necesidad de reconstruir los secretos de aquella época de la infancia ya perdida quedará zanjada con la verdad que ansía satisfacer. Para ella, ahora su familia, ese pilar medular de su vida, casi siempre presente en la literatura, con sus secretos y misterios, sus silencios y su hermetismo casi sagrado, encuentra mejor encaje moral en su memoria. Sin embargo, sabe que la existencia de la verdad posee esa categoría moral que no se puede obviar. Existir, buscar la verdad, tomar conciencia de ello la obligó a hacer lo que tuvo que hacer: volver al pasado.

Todo el relato está ceñido a una privacidad de un mundo de afectos y engaños remotos, contado desde la perspectiva femenina de una narradora a la que el lector, seducido por su voz, la acompaña en su búsqueda de la verdad para ser testigo excepcional de una revelación de aquello de lo que nunca se habló en su casa y fuera era un secreto a voces, de las heridas y huellas que marcaron aquel hogar de buena apariencia donde el amor se resquebrajaba.

El resultado de esta obra que María Tena nos entrega es una novela entrañable, emotiva y amena, escrita con ese difícil don de la sencillez que tanto nos gusta a los lectores hambrientos de buenas historias. Los libros que nos deleitan nos recorren las venas y establecen vínculos con nosotros con una familiaridad insólita. Nada que no sepas se insinúa así, con esa capacidad seductora de atraparnos, gracias a la eficacia de su prosa, capaz de mostrarnos una verdad literaria sobre la familia, el destino y, sobre todo, una indagación del pasado recóndito. Y es que, como dice Landero, el pasado nunca acaba de pasar.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Un libro de ideas


Al escritor todo le vale para aprender, porque la literatura en cualquiera de sus géneros puede aprovechar hasta el menor resquicio de la experiencia, de los años vividos, para darse a valer. Y, lo que es más importante, el aprendizaje, como dice César Aira, le sirve, “porque siempre está a tiempo de escribir algo más”, desde dentro, con el único afán de escribir lo que debiera ser escrito, no tanto para salvarse a sí mismo, como para salvar algunos muebles.

El nuevo libro de Luisgé Martín (Madrid, 1962), El mundo feliz (Anagrama, 2018), va por ese cauce de referir algo más acerca de esta idea, y en esta ocasión bajo la forma de un ensayo muy bien armado, contundente y provocador, en el mejor sentido de agitador, de quien incita a la reflexión sobre la aspiración a la felicidad que subyace en nuestra existencia. Por tanto, en esta oportunidad, el escritor y autor de novelas como Los amores confiados (2005), La mujer de sombra (2012), La vida equivocada (2015) o el libro autobiográfico El amor del revés (2016) deja a un lado la fabulación para preguntarse en el contexto de la no-ficción si es posible la felicidad.

El título de su ensayo es un guiño notorio a la obra de Huxley, y dice que, en realidad, el mundo feliz suyo lleva adherido “una apología de la vida falsa”, un oxímoron que le vale como subtítulo a los textos que reúne en su obra, “un libro de ideas” lo llama, un centón podemos decir en el que cabe incluso el elogio de la derrota. Dicen los especialistas que el ensayo es la pieza literaria que se escribe antes de escribirla, cuando se encuentra el tema. En ese sentido, Luisgé Martín lo encontró en la película Matrix, en el mito de Sísifo, en el imperativo categórico de Kant y también en otras lecturas de pensadores como Camus, Rousseau o Cioran, y en el teatro de Shakespeare, en las novelas de Dostoiveski, así como en el Eclesistés o en El tartufo de Moliere.

Lo cierto es que este libro está muy bien escrito y argumentado, es rebelde y persuasivo, sin apartarse del pesimismo que lo envuelve. Viene a decirnos que vivir es ir perdiendo y perdiéndose para al final perderlo todo y perderse uno del todo. Nuestro quehacer y nuestro sentir, el recordar y el pensar son formas de aferrarse a la vida, y todo lo que el tiempo deshace no es nada sin el tiempo. "La vida es hermosa. Pero, ¿y si solo lo parece?", reflexionaba Chéjov. Este es un libro radical y nihilista. Martín piensa que todo se escurre por el sumidero de la infelicidad, y cree que le hemos dado mucho pábulo a la autenticidad. Por eso se pregunta con ironía si no sería mejor vivir en Matrix o en el mundo feliz de Huxley.

Juzgar si la vida vale o no la pena vivirla, nos dice, equivale a responder a una de las claves filosóficas de nuestra existencia. Cuando se es joven, uno está expuesto, a menudo, sin saberlo con claridad, a dos posibles tendencias a la hora de tomar partido en la vida. Estas dos tentaciones podrían resumirse así: o bien la pasión de quemar la vida como venga, o bien la pasión de construirla. En ese trayecto nada parece tener un efecto duradero, el tiempo lo devora todo en la lucha de estas dos pasiones: el deseo de una vida que se consume en su propia intensidad y el deseo de una vida que se construye piedra a piedra.

En este libro, Martín tiene conciencia de que su andadura reflexiva nunca llegará al final del camino, pero tiende a esbozar el inconformismo que la promueve, así como el de esa idea nacida dentro de nosotros en la que se conforma la relación de nuestra mente con el mundo: “Sabemos que los éxitos serán fugaces y los afectos, si los hay, interesados o escurridizos; sabemos en suma, que la vida será un sumidero de mierda o un acto ridículo”. Y más adelante subraya una cita bíblica sobre lo terrible de la verdad que dice: “Donde abunda sabiduría, abundan penas, y quien acumula ciencia acumula dolor”. Todo lo que nos rodea, apunta, parece que está siempre estimulado por la insatisfacción constante y por la carencia. La propia observación del mundo en que vivimos, nuestra familia, amigos y vecindario apuntan en esa dirección, para enfrentarnos con la hipótesis de que la naturaleza humana sea incompatible con la felicidad.

Cuando un libro invita al subrayado, incita a la reflexión, sin ánimo de solemnidad, pero dispuesto a la controversia, con esto quiero decir que estamos hablando de un texto con acopio de inteligencia, madurez y observación suficientes que al lector inquieto les valen para pararse a pensar en la importancia de lo que se cuece en la vida. Este es un ensayo nacido de la reflexión personal, del diálogo entre amigos, de ideas inquisitivas y perspicaces que escribieron otros y siguen vigentes, un libro escrito, no para eruditos, sino para hacerse entender por todos, y en el que está muy presente aquella famosa máxima de Gracián que dice: “Hay mucho que saber, y es poco el vivir, y no se vive si no se sabe”.

En El mundo feliz de Luisgé Martín la idea de felicidad sigue siendo, como antaño, un afán descomunal e inagotable de búsqueda, un espejismo que retrocede según avanzamos con la edad, pero también es una maravillosa argucia de la inteligencia para mantenernos en vilo y en vuelo. Lo cierto es que todos los hombres queremos ser felices, pero como bien decía Séneca: “lo difícil es saber lo que hace feliz a la vida”.


jueves, 13 de diciembre de 2018

Un encargo irresoluble


La verosimilitud siempre sale malparada del choque entre el tiempo y el espacio. Este es el motivo por el cual cuanto más exageradas o delirantes son las premisas de un relato, más literales y exactas deberán ser las consecuencias que se desprendan de ellas. Esta paradoja, si nos atenemos a la novela de espías, novela negra o policiaca, consiste, según apunta Chandler, en que su estructura no suele aparecer cuando la examina de cerca una mente analítica. Es evidente que existe un tipo de lectores sedientos de crímenes, de la misma manera que hay lectores más preocupados por la tensión narrativa, por la psicología, por la pasión o por la irrupción del sexo. Si sumamos toda esta tipología podríamos acercarnos a encontrar ese lector de mente perspicaz y entusiasta del thriller, o lo que es lo mismo, predispuesto al suspense, a lo inesperado.

Con estas pretensiones se debe acometer la lectura de la novela Las discípulas (Sitara, 2018) del escritor Mateo de Paz (Santurce, 1975), su debut en el género, un libro que encaja en ese propósito en el que confluyen el misterio, la aventura, la indagación, la violencia y el fracaso, bajo el denominador común del montaje, desde la creación literaria, de una narración policiaca, que da por sentado que la trama es la que organiza la intriga. Y es desde esa disposición la que nos permite encauzar mejor el sentido de su novela, la que nos conduce a un casi permanente estado de vigilia, de investigación y de descubrimiento de todo lo que acontece, mirando la realidad a través del propio filtro del narrador.

¿Quieres saber cómo empezó todo?”, es el arranque de la novela, que parte de una deliberada reflexión del narrador sobre la existencia del azar y sus consecuencias en el mundo real. Quizás esa pregunta vaya dirigida al lector o apunte a sí mismo, a la madre, a algún otro familiar o allegado para revelarle aquel encuentro azaroso que tuvo con Hugo, un antiguo alumno suyo del taller de escritura creativa que, tras la muerte del padre, le entrega la novela inacabada que este había comenzado para que la termine. A partir de aquí la trama del relato va tomando razón de ser a través de las tres voces narrativas que conforman la historia: Jacob, Hugo y el narrador que autentifica todo lo sucedido. En esa autenticidad, el lector encuentra que la voz del narrador que mueve los hilos es poco fiable, engaña y se engaña a sí mismo en la búsqueda de la verdad, que es a la vez la búsqueda de la ficción, la búsqueda del relato que empieza ya a ser el suyo propio.

Se van sucediendo pasajes en los que la realidad y la ficción se rozan hasta confundirse. La misión encomendada se topa con el trasvase de la propia creación literaria. Imágenes, voces, personajes, vivencias y sucesos ajenos, que entran en acción, van participando del desarrollo de un proceso creativo que funciona y se alimenta, precisamente, de todo eso que lo rodea. “La ficción no es lo contrario de la verdad, sino una manera de verla y descubrirla”, confirma el narrador, que sabe, además, que “en todo escritor obsesivo hay un ser empeñado en encontrar la verdad”. Por eso mismo, no solo desconfía de lo que lee, sino también de lo que vive y le sale al paso.

En este libro hay mucho trasvase de soledad, crueldad y fingimiento. Por un lado, el narrador se encuentra en medio de una investigación a través de un cuaderno sobre el que tiene que armar un relato de una novela inacabada que, a su vez, promueve una delirante trama de caza y captura en la que los personajes femeninos aúnan la mayor fuente de deseos y de misterio. Hay en todo ello un hilo conductor existencialista que no rehúye en plantear el problema moral de la violencia y la amenaza terrorista que caldea toda la novela. Por otro lado, hay una intencionalidad, tal vez la misma que siente el narrador, de provocar confusión y desasosiego en el lector sobre lo que va aconteciendo, si es o no real, como también cuestiona si los papeles de Jacob es tan solo una impostura para ocultar la verdad y, por tanto, un encargo irresoluble.

Las discípulas es una novela intensa, ambiciosa y compleja, con un juego literario en el que está presente el sentido creativo del relato y la filosofía mítica de imaginarse a un Sísifo feliz en su quehacer, un libro arriesgado que obliga al lector a interpelar y desvelar los problemas que van formulando sus personajes y, en especial, Marcelo, el narrador y hacedor del relato. Todas las historias insertas, las matriuskas, están filtradas por su mirada, por lo que escucha de sus personajes y por el devenir de los acontecimientos, hasta llegar a un desenlace con dos finales. ¿Estamos condenados como dice Camus sobre ese mito existencial del mal, la crueldad, el fracaso? ¿O somos hijos del azar, o de un destino trágico, como sostiene Unamuno?

El lector atento no quedará a la intemperie, porque, aunque no se identifique con Jacob, Hugo, ni Marcelo, las tres voces de este artefacto literario, lo que sí conectará es con su espíritu libresco y la misión por la que ha sido concebido y escrito: esa tarea procelosa de su creación, que no es otra que la vida reflejada en la literatura.


martes, 4 de diciembre de 2018

Cuando la historia era presente


En literatura es fundamental el punto de vista que se adopte a la hora de acometer una obra. Uno se puede ir acercando más y más a la realidad, pero nunca puede acercarse lo suficiente, porque la realidad es una sucesión infinita de pasos, de niveles de percepción, de circunstancias y de falsas apariencias, y por ende, inextinguible, inalcanzable en todo su ámbito.

Cuando nos acercamos a la lectura de narraciones que abordan la violencia en el conflicto vasco nos arriesgamos a posicionarnos porque el tema nos toca de cerca, nos afecta, nos sobresalta, no nos deja indiferentes. Dice la escritora Edurne Portela que ser lector de ese tipo de libros, si nos toca profundamente, nos hace en definitiva vulnerables. Y añade que “es desde esa vulnerabilidad donde tal vez podamos entender la vulnerabilidad del otro, mirarle a los ojos, y verlo”.

Iban Zaldua (San Sebastián, 1966), escritor y profesor de Historia en la Universidad del País Vasco ha conformado la mayor parte de su obra narrativa en torno a la complejidad de la violencia en ese conflicto al que él denomina “la cosa”, como así ha quedado reflejado en los cuentos de Mentiras, mentiras, mentiras (2000), La isla de los antropólogos y otros relatos (2002), Itzalak (2004), Etarkizuna (2005), Biodiskografiak (2011), y también, cómo no, en sus novelas Si Sabino viviría (2005) y La patria de todos los vascos (2009).

El nuevo libro que acaba de publicarse bajo el título Como si todo hubiera pasado (Galaxia Gutenberg, 2018) recoge cuarenta y dos relatos escritos entre 1999 y 2018 extraídos de sus obras anteriores y de su último libro de cuentos publicados en euskera este mismo año, muchos de ellos inéditos en castellano. Todos abordan historias de un período extenso y muy convulso de violencia y radicalización en Euskadi, y cada uno de ellos escrito desde una mirada y una situación distintas. Y es esa perspectiva, con los diversos puntos de vista, precisamente, desde donde toma relevancia su literatura. Lo que se permite Zaldua con sus relatos es posibilitarse una mirada multiforme, o lo que es lo mismo, hacerlo desde un caleidoscopio para ocuparse de la realidad y sus matices: la multiplicidad de visiones. Es a ese nivel cuando, según él, la literatura puede tener algo que decir de una manera más ajustada y menos bifronte.

Los relatos de Zaldua deben su vitalidad a la presentación sin dramatismo de cada una de las piezas que recorren el texto de principio a fin y, cómo no, a las perspectivas y singularidad de los personajes que aparecen en cada una de las situaciones que, pese a lo anómalo del contexto, se muestran con un cierto aire de normalidad, por absurdo que parezca, más próxima a la realidad cotidiana que a cualquier otro escenario melodramático que pruebe la tensión política y la dimensión trágica del conflicto: puede ser un miembro de un comando interrogado por la policía, una ama de casa que escribe cartas a su hija encarcelada, un ertzaina infiltrado en un centro de enseñanza de euskera, un simple ciudadano de a pie que acude a una manifestación contra el terrorismo, una empleada de una empresa de trabajo temporal obligada a limpiar la oficina de los ataques constantes de encapuchados, dos amigos de toda la vida con secretos y discrepancias políticas, un secuestrador y su víctima hablando de sus gustos musicales en una animada conversación, o el fantasma reincidente de una chica que se le aparece al narrador en diferentes conciertos en el Velódromo de Anoeta.

En Como si todo hubiera pasado el lector encontrará un amplio despliegue narrativo donde el sentimiento de sus protagonistas, evocado por los mismos fantasmas del miedo y de la violencia, enmudece ante tanto ruido orquestado y consentido. El silencio personal y colectivo discurre transversalmente por cada una de sus piezas, está presente en la oficina de trabajo, en el dormitorio de la casa, en las aceras de las calles o en la mesa de un bar, agazapado, y posee una capacidad espantosa para aclimatar el ambiente. Zaldua pone voz y volumen ajustados a esa implacable realidad, para que la desmemoria no se incruste en ese silencio tan rotundo, sino que la memoria selectiva de sus relatos repare en ello y trascienda.

Este es un libro que condensa un terrible y triste periodo de nuestra historia reciente, un buen puñado de relatos que nos acercan a la realidad vivida por sus protagonistas, escritos con pulso contenido, bajo ese tono irónico y distante que hace que la escritura sea más porosa y reveladora. Cada historia que se cuenta merece su atención particular y el autor, que es consciente de que la literatura no está concebida para entender los hechos históricos, sino para traducir su densidad y los matices de la realidad y la verdad que se posan en el tiempo, pone voz a una amplia selección de personajes para que encarnen sus propias vivencias.

Esta es una ocasión para el lector, subraya Edurne Portela en el estupendo prólogo del libro, de aproximarnos a aquellos años difíciles, como “ejercicio de memoria”, y acercarnos a lo que ha supuesto vivir en Esuskadi en un escenario tan complejo y complicado. Los cuentos de Iban Zaldua revelan esa realidad, su ambiente, la atmósfera de aquellos tiempos, sus esquirlas y el lenguaje íntimo de tanta gente achantada por no decir lo que se sabía, contándolo con imaginación, naturalidad y pericia.