Dice
Simon Leys que “el
traductor debe saber más sobre la obra de lo que sabe el propio
autor, pues este, arrastrado por la inspiración, puede ceder a veces
a la embriaguez de las palabras. Ese desvarío le está prohibido al
traductor, que debe mantenerse siempre sobrio y lúcido. El trabajo
de traducción lo pone todo al descubierto implacablemente: vuelve la
obra del revés, retira el forro, expone las costuras”. Traducir
persigue esa pasión. Sin embargo, la paradoja a la que el traductor
se enfrenta con su exigente tarea reside en que no está entregado a
crear una pieza artística que proclame su talento, sino que está,
por el contrario, esforzándose por borrar todo rastro que denote su
presencia. Su éxito estriba en pasar desapercibido.
El
traductor siempre ha sido ese sujeto invisible y casi nunca nombrado.
Bien es cierto que, últimamente, se menciona la traducción en
muchas de las reseñas que se publican, aunque las opiniones vertidas
suelen referirse más al texto en español que a su relación con el
original. Es difícil pensar, como subraya el traductor Ramón
Buenaventura, que el crítico
lea el libro dos veces, una en versión original y otra traducido,
para valorar con conocimiento el trabajo del traductor.
Algo
muy propio de su servidumbre es que el traductor siempre va de
tapado, pero poco a poco el sector del libro ha ido tomando
conciencia de la actividad crucial que tiene la traducción con el
propósito de proteger su labor y ponerla en valor. Al hilo de esto,
el editor Jaime Salinas
contaba en una entrevista que prácticamente ese problema siempre
estuvo latente en la edición en general, y que era necesario darle
mayor visibilidad. Su compromiso con el gremio de los traductores
llegó a otorgarles esa consideración merecida hasta poner a
continuación en la portada de los libros que editaba en Alfaguara
el nombre del traductor, lo que, a su juicio, pudo contribuir a
acrecentar la complicidad de este con la obra, así como lograr que
el traductor cobrara también sus derechos de autor, antes de ser
reconocidos por ley.
Amelia Pérez de
Villar, escritora, filóloga,
ensayista, novelista y, sobre todo, traductora prolífica de autores
como Edith Wharton,
Stevenson, James,
Kipling, D'Annunzio
o Buzzati acomete en
Los enemigos del traductor
(Fórcola, 2019) todos estos entresijos y problemas adheridos al
complejo oficio que representa, en una apasionante y comprometida
reflexión sobre el carácter vocacional de dicho oficio y sus
obstáculos que ha de vencer, consciente de que, aunque algo se ha
mejorado en consideración, como apuntaba Salinas,
todavía hay lastres de antaño y otros nuevos que se avistan en el
horizonte de la profesión.
Este
es un ensayo hecho con alma, corazón y vida (recordando la canción)
como se vislumbra y constata en el subtítulo del libro, Elogio
y vituperio del oficio,
en su advertencia inicial: “Esto no es un libro de traductología”,
y en lo más íntimo de la introducción donde esgrime la
importancia, grandeza y amplitud del oficio: “Nos permite ensanchar
las fronteras del conocimiento, del ocio y de la imaginación, y que
se siga leyendo por entretenimiento”. A estas palabras
determinantes cabe añadir las que revela sobre su vocación. Para
ella, la única receta válida para alcanzar una buena traducción
consiste en pensar que el lector de una obra traducida debiera tener
la sensación, al leer el texto traducido, de que va a experimentar
las mismas sensaciones que el de la obra original, en el país y en
la época que fue escrita. Lo que importa es que en ambos casos los
dos textos transmitan lo mismo.
El
libro de Pérez de Villar
encarna, a su vez, una encendida defensa del oficio del traductor
contra todo lo que todavía cercena su valor: la invisibilidad
persistente, el intrusismo o la precariedad laboral, una apología
concienzuda sobre una labor que “no es una falacia, ni un acto
heroico, ni un milagro”, sino que se ejerce como un oficio que
requiere disciplina, esfuerzo y estilo, “un empeño complicado y
sutil, donde no sirve el ábaco y, a veces, tampoco el camino recto”.
En todos los capítulos de la obra se aprecia ese desvelo, expuesto
con claridad y sin tapujos, de todo aquello que depara su significado
e interés, esto es: creación y artesanía en busca de las palabras
justas y de las frases equilibradas. Al final del libro, llega uno
agradecido de entender de forma clara esta tarea tan llena de
aristas, desafíos y paradojas.
Qué
sería de nosotros, lectores entusiastas de Dostoievski,
Kafka, Sándor
Márai, Isak Dinesen,
Edith Wharton y
tantos otros escritores, si no hubiéramos contado con la traducción
de sus obras a nuestra lengua común. Este libro de Amelia
Pérez de Villar es una
declaración de amor y respeto, como también una invitación para
seguir confiando en los profesionales de la traducción. Resulta ser
un ensayo ameno, revelador y nada complaciente, un altavoz agudo y
vindicativo sobre la realidad y la exigente naturaleza de su oficio,
una tarea que sigue dándonos amplitud de lecturas, entretenimiento y
transmisión de saberes que nos llegan de más allá de nuestras
fronteras.
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