El
ruido que nos rodea puede parecernos en muchas ocasiones el emblema
de lo que pasa a nuestro alrededor. El ruido reside en el contexto de
lo humano. Hoy por hoy el ruido ambiente es cada vez más
impertinente. Se extiende con voracidad insaciable. Hacerse oír y
escuchar algo con sentido es cada vez más difícil, casi imposible.
Montaigne decía que
el estruendo que hacen los planetas al girar y desplazarse por el
espacio es inmenso, pero que no nos percatamos porque estamos
acostumbrados a él. Lo mismo ocurre cuando llevamos mucho tiempo al
volante del coche, que dejamos de oír el motor. Quizá el silencio
sea tan solo eso, un ruido al que nos hemos habituado.
Son
muchos los poetas, pensadores y filósofos que han abordado, unos en
sus versos, otros en sus teorías e ideas, la importancia que puede
llegar a tener el sonido o su ausencia. “El silencio recatado es el
refugio de la cordura”, decía Gracián
en su Oráculo manual.
Ante tanto ruido reinante en la calle y en las casas, la palabra
articulada pugna por hacerse oír. La comunicación está amenazada
de asfixia, nos viene a decir Daniel
Gamper, en su ensayo Las
mejores palabras (2019),
“pues carece de su oxígeno, el silencio, sin el cual no es posible
la combustión”. En estas circunstancias en las que la palabra
circula en medio del ruido reinante, reparar en ello, escuchar y
guardar silencio se convierten en un acto de resistencia activa.
El
verdadero interés del silencio está en su constatación real o
imaginaria, sostiene el historiador Alain Corbin
(Lonlay-lʼAbbaye,
1936), profesor de la Sorbona, y se vale para sostenerlo en su
estudio, que ahora se edita en nuestro país, en el que acomete este
paradigma a través de la obra de artistas, escritores y filósofos
que postularon el valor del recogimiento y el silencio a lo largo de
la historia. Gente relacionada con sus propios silencios y su vida
interior como si se tratara de hacerlo con sus propias manos,
modelando la palabra y despojándola de ruidos, como aconsejaba
Valéry,
“para escuchar lo que se oye cuando nada se hace oír”.
Historia
del silencio
(Acantilado, 2019) es un libro comedido en su extensión, pero que
dice mucho en su brevedad, un texto que se adentra en esa búsqueda y
en esa relación que mantuvieron muchos de estos intelectuales con el
silencio a través de su particular visión de estar consigo mismo,
con sus pequeños secretos y sentimientos. Para cada uno de ellos, la
habitación es, por antonomasia, ese lugar propicio e íntimo donde
recobrar el silencio. “Toda estancia es como un vasto secreto”,
subraya Claudel.
Dice Corbin
que otros muchos autores, como Whitman,
Rilke,
Proust
o Kafka
analizaron
con detenimiento y esmero las raíces de “este deseo banal del
silencio en la propia habitación”. Muchas veces ese refugio fue
para ellos algo curativo y esperanzador, el bálsamo indispensable
para acallar las propias emociones producidas por los ruidos
familiares.
Corbin
muestra cómo, desde una extensa indagación de escritos y autores de
la segunda mitad del siglo XIX, el ruido de las grandes
aglomeraciones urbanas, como París o Londres, se alió con el
progreso hasta lograr que estas urbes fueran sucumbiendo a su poder
y, por consiguiente, los decibelios de sus calles alcanzaron umbrales
de gran perjuicio social. Posteriormente, la sociedad occidental ha
ido virando a una reglamentación cada vez más estricta para mitigar los
excesos del ruido. Con el tiempo el silencio se ha reivindicado como
un valor importante, se ha convertido en un bien escaso y un objetivo
para procurar un lugar íntimo en el interior de uno mismo en el que
encontrar descanso y recogimiento. Los silencios de la naturaleza
están presentes para disipar este desvarío urbano. Así pues, el
ensayista francés acude a Thoreau
para evocar los beneficios del silencio: “Sólo el silencio es
digno de ser oído”. En el siglo XX, nos dice Corbin,
Proust
vuelve su texto al abrigo del silencio, a su exaltación, como
también lo hacen Flaubert
o Chateaubriand
en sus descripciones de paseos solitarios y silenciosos.
En
esa búsqueda múltiple del silencio, tan antigua y universal, Corbin
entra también a desvelar la importancia espiritual del silencio al
examinar a otros autores consagrados a la meditación, como San
Juan de la Cruz
o San Ignacio de
Loyola.
Para ellos y otros muchos que siguieron sus pasos, el retiro
silencioso es la condición necesaria para que la plegaria
trascienda del alma. A este respecto, el autor del libro toma en
consideración la declaración de Margaret
Parry:
“Si queremos alcanzar una vida auténtica, es indispensable fundar
un monasterio del silencio en nosotros mismos”. Y así, más
adelante, toma también las palabras del dramaturgo belga Maurice
Maeterlinck
para hacer hincapié en la fascinación proveniente del silencio: “en
cuanto tenemos realmente algo que decirnos, estamos obligados a
callarnos”.
No
acabaríamos nunca de citar a todos los autores que por estas páginas
hablan y despliegan su atención sobre el silencio, señala Corbin
en
la última parte del libro, cuya escritura y pensamiento no dejan de
alumbrar lo provechoso que produce aprovecharse de sus beneficios y
sus diferentes modulaciones.
Uno,
como lector, nunca regala su atención a un libro de forma gratuita.
Lo hace cargado de esperanzas, con la idea de recolectar su fruto.
Historia del
silencio,
bajo la traducción cuidada de Jordi
Bayod,
es un texto motivador, jugoso y ameno, un libro cuyo resultado final
es de un regocijo indisimulable que nos permite escucharnos a
nosotros mismos, y eso es una recompensa que bien merece la pena.
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