jueves, 30 de diciembre de 2021

Asuntos que nos van y nos vienen


Son más de treinta y cinco años los que lleva Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) escribiendo aforismos. Más de media vida. Una amplia y fértil trayectoria que le ha valido ser un escritor de referencia del género en nuestra lengua. Un total de nueve publicaciones dan buena prueba de su innegable calidad y alcance. Su arranque con La vida ondulante o El cuaderno francés, aparecidos en 2012 hablaban ya de un aforista de corte clásico, pero alejado de toda solemnidad. Sus resonancias destilan ironía, paradojas y perplejidades que, por este orden, le dieron pie a fijar un rumbo personal más acorde a un estilo socarrón de entender la vida, un camino del que nunca se apartaría en los libros que les sucedieron, como Aire de comedia (2015), Palmeras solitarias (2018), El oráculo irónico (2019) o Cafés de techos altos (2020). Cada uno de ellos habla por sí solo de quien lo escribe, alguien de vocación firme a la exigencia que desafía al género, alguien con un discurso natural y admirable que busca sin urgencia la condensación verbal y el juego lapidario.

En Aforismos y Serendipias (Renacimiento, 2021), su nuevo libro, no pierde comba en ello, sino que sostiene su crédito más si cabe en ese menester suyo de escribir sin pedantería y hacernos pensar o poner en entredicho algo, y, de camino, proveernos de una mueca risueña. Dice y subraya Eder, con cierta retranca, en el brevísimo prólogo del libro que: “El aforismo quizás ya no sea una sentencia breve y doctrinal como siguen diciendo los lentos diccionarios (...), el aforismo más valorado hoy día por el lector libre y experimentado –añade– es el que consiste en una breve frase inteligente que le haga prensar provocándole la sonrisa”. El término serendipia, bien traído al título, viene a poner énfasis al matiz etimológico de la propia palabra, igual que a imprimir carácter al sentido práctico y genuino del aforismo en cuanto a hallazgo afortunado.

Dice Ramón que “Escribiendo aforismos se encuentran serendipias”, y si él lo afirma, debe de tener razones suficientes para constarlo, ya que la casualidad también cuenta, ¿O no fue una serendipia el descubrimiento de la ley de la gravedad de Newton? Pero ya sabemos que la ironía y el humor son dos ingredientes fundamentales en el cocinado de sus aforismos. Leamos algunos de sus asertos: “Piensa mal y te caerás de un guindo”; “Los hay que están enamorados pero son asintomáticos”; “Sacar dinero de un cajero eleva nuestra autoestima porque parece que hacemos magia potagia”; “El nuevo Heráclito: «Todo influye».” Cada epifanía suya, ceñida al desparpajo de una reflexión, a la humorada insólita de una experiencia o al asombro de un paseante dispuesto a mirar lo que tiene de extraño el mundo que le rodea, es suficiente para ofrecernos una impronta tras otra con la que desatar una broma inteligente, apañada o sarcástica.

En ocasiones mira también hacia el lado menos amable de la vida, y hasta se sumerge en resaltar la contrariedad que supone aceptar la realidad, ya sea una ocasión perdida o la soledad de un día anodino, para concluir que eso mismo no es más que algo común a todos y, en cierto modo, poético, que sucede a menudo y de lo que se aprende mucho. Valgan estas cinco perlas: “Es melancólico ver a un cisne solo”; “No poder volar también es una minusvalía”; “La paradoja de la vida es que hay que vivir como si fuéramos libres sabiendo que no lo somos”; “De lo que se trata es de llenar el día de instantes maravillosos”; “Hay que cambiar mucho en la vida para seguir siendo el mismo”.

Son más de cuatrocientas muestras de vislumbres en las que caben paradojas, relámpagos, pepitas, humoradas, minucias refinadas, sutilezas, nostalgias del latín, regusto por lo clásico, agudezas o instantáneas que tratan de decir algo que merezca la pena ser leído y recordado. Porque a Eder lo que le apasiona del juego de la vida y de las palabras es desvelar algunos de sus secretos que no se ven a simple vista: “Hay aforismos que no dicen una verdad pero que son muy buenos porque desenmascaran una mentira”; “A las buenas personas le sientan bien tener cierta picardía; “Los libros con faja elogiosa parece que quieren tapar algo”; “A los pestillos de las puertas les debemos muchos ratos de felicidad”; “Jugar al ajedrez nos enseña a no caer en trampas tontas”; “Leer no te hace más inteligente pero te hace menos tonto”...


Eder rehúye, como siempre, del aforismo edulcorado y postizo, poniendo distancia a cualquier ocurrencia o moralidad arcana. Le gusta más provocar la sonrisa y el desconcierto al lector que sabe leer entre líneas, al que le impele a releer lo escrito para hacerle sopesar la verdad con la que esta verdad se oculta. Su lectura depara descubrir palabras justas para nombrar el mundo, con esa sutileza y retranca pícara, tan suya, que desborda ingenio y burla.

Uno, confeso ederista, confirma que Aforismos y Serendipias se revela como una etapa prolongada de una feliz estancia en el territorio de un género donde el autor conecta y se siente como Pedro por su casa, un suma y sigue sostenido y vivaz que perpetúa su apuesta deliberada de no caer en la trampa de lo obvio, ni en la mera ocurrencia, un libro consecuente con ese talante, que no se corta un pelo, que se lee con sumo gusto y que, desde luego, pone su atención y gracia en tantos asuntos de la vida cotidiana que nos van y nos vienen.


martes, 28 de diciembre de 2021

Cuentos oscuros


La literatura es un campo de transformaciones, un laboratorio desde donde la realidad se configura en moldes de misterio, de conciencia y de lenguaje. El agente capaz de llevar a cabo estas transformaciones es la palabra, el orden de su disposición y, desde luego, su inventiva. Para hacerlo posible, el escritor cuenta con su imaginación conformada de tiempo y de lapsus. La intervención del tiempo no es gratuita, se hace necesaria y fundamental. El tiempo es el motor que vuelve operativo al mito del relato, el que contribuye a resaltarlo y reinventar su misterio. Es la dimensión que apela a contar la realidad del mundo y sus rarezas como si sucediera por primera vez.

Esa proyección del tiempo es, propiamente dicho, el tesoro relevante de una obra literaria, el cauce indispensable para su buen fin. Diría que los trece relatos reunidos en De un mundo raro (InLimbo, 2021), de la escritora ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe (Guayaquil, 1976) andan estrechamente vinculados a ese dictado en el que el tiempo y la tradición lo conforman todo, hasta lo indecible, pero aquí, de forma inquietante. Cada uno de sus cuentos, al igual que cualquier organismo vivo, desafía su tiempo dispuesto, a punto de mostrarse irrepetible por extraño que parezca. Son fábulas que vienen con un ropaje que medran para llevarnos desde lo secreto hasta el más allá de sus rarezas.

En la misma medida, bajo ese mismo manto de extrañezas, se esconde igualmente la conflictividad existencial de sus personajes, así como la incertidumbre y el miedo inquietante que rodean a sus vidas. Quienes transitan por estas historias son seres atrapados en sus soledades y anhelos, residen en esa constante contradicción que supone vivir una existencia insólita, con sus apegos y distancias, pero, sobre todo, sin apenas notoriedad. Los relatos de Solange Rodríguez contienen un universo habitado por esa clase de seres de aparente vida inane, ocultos tras la realidad en la que moran, en la frontera con lo desconocido. Cada uno de ellos anda ocupado en lo que le ha tocado en suerte, con cierto aire de fatalidad y de pasmosa resignación.

En el primero de los relatos, el narrador comparte con otros personajes el sentido de contar historias desde la propia vida, desde la tradición como fuente de inspiración. Asevera que “la literatura es una convocatoria a fuerzas ingobernables que no terminamos de entender”, una declaración luminosa que, en los siguientes cuentos, se hacen eco con más ímpetu. Como así ocurre en Noches de difuntos o en Compañeros de viajes, dos relatos inquietantes que intercambian experiencias con la muerte y sus fantasmas. La presencia de animales, como perros, gatos, ciervos, extraterrestres y otras especies forman también un buen número de historias que propician anomalías e, incluso, desastres domésticos.

En la mayoría de ellas, y así lo deja entrever Giovanna Rivero en el prólogo del libro, Solange urde, con brillante eficacia, una trama variada y singular por la que confluyen sus hilos en un nudo final del que suelen quedar destellos turbadores con los que el lector tendrá que jugar durante un tiempo a engarzarlos. De un mundo raro es un libro de atmósfera hipnótica, con voces narrativas cercanas e íntimas, absorbidas por lo que están contando. Da igual que el cuento esté narrado en primera persona o en tercera, porque lo que le interesa a su autora es la virtud de esa voz singular, su capacidad de provocar el desconcierto en el lector, transitando por el secreto de las vidas retraídas y desamparadas de sus protagonistas, seres de vida nada común, sobrecogidos por el capricho y por la fiereza del destino.


Son cuentos oscuros que seducen y asustan por igual, sí, pero atisban un sesgo recóndito de esperanzas. Uno termina de leerlos y queda arrobado por lo que poseen de intuitivo y pavoroso, por su ritmo intenso y estilo expresivo que abarca todos los sentidos, un libro escrito desde la tradición de la invención, mediante un lenguaje vívido que subyuga al situarse más allá de lo verbal. Por eso engancha, por su embrujo.

jueves, 23 de diciembre de 2021

Escenas cotidianas


Un buen libro de relatos no necesita de ningún manual de instrucciones que determine cómo debe ser leído e interpretado. A este respecto, decía Nabokov, que solo se requiere un buen lector que posea imaginación, memoria, cierto sentido artístico y hasta un buen diccionario. Con esto bastaría, aunque tal vez se podría añadir esa otra cualidad que todo lector insaciable lleva consigo mismo: su incurable y vasta curiosidad. Ahora bien, conviene no olvidarse de que un libro se basta a sí mismo para revelarnos todo lo que tiene que revelar, es decir, para que el engranaje de sus piezas encaje y nos cautive.

A los que nos gustan tanto los relatos lo hacemos para divertirnos y emocionarnos, incluso hasta para nuestro aprendizaje y gozo intelectual, ese mismo que despierta en nosotros el efecto inusitado de compartir una experiencia fascinante y excepcional por medio de historias que apelan a descubrir hechos insólitos extraídos de la vida cotidiana. Juan Carlos Márquez (Bilbao, 1967) apuntala ese grado de expectación en favor de la conexión con el lector con Autoficción (Aristas Martínez, 2021), probablemente su libro de relatos más original y jocoso en el que reúne diez piezas breves, alguna con tan solo una página, lo suficientemente audaces para hacernos rehenes de la tragicomedia que representan los personajes de su inventiva, no exentos de ternura, con la misma perplejidad con la que nos enfrentaríamos a lo real y cotidiano de nuestras propias vidas.

De cada una de sus historias surgirá un pálpito o un destello que irá más allá de su propuesta inicial, como un señuelo y nos conducirá, con destreza y sagacidad, a un vislumbre del mundo real de la propia calle que habitamos, pero reimaginado. Pequeñas escenas cotidianas que se entremezclan con aire surrealista, resplandores, ironía y humor a destajo. En el primero de sus relatos, que pone título al libro, se diría que el autor se parodia como profesor de taller de escritura. Pero aquí, fija más su mirada en el narrador-alumno, que es quien cuenta su experiencia en clase y la dificultad que tiene en seguir las instrucciones, para dejarse impregnar por lo que circunda a la autoficción, que parece inundarlo todo.

En los siguientes, conoceremos, por ejemplo, el plan de un activista miembro de una organización internacional contra los iconos, obsesionado con destruir las vallas del mítico toro de Osborne. También conoceremos a las dependientas de una tienda de ropa, de esas de toda la vida, que se ríen a pierna suelta, a espalda de los clientes, así como el relato de un anciano socarrón que recorre una y otra vez la línea de circunvalación del autobús de su localidad, o el del joven buzo que prepara los salmones para que Franco los pesque con suma facilidad.

Todas las historias ideadas que transitan por Autoficción imaginan a un personaje obnubilado por un deseo, a veces imantado por una extrañeza o perplejidad. Márquez deja paso a que el deseo de sus personajes inciten y escruten la realidad circundante, aunque sea distorsionada para que, a su vez, abra un resquicio a la posibilidad de otra historia espejo que realmente se toque con la nuestra. Uno lee Fírmeme aquí y no puede evitar cierta sintonía o reflejo de la realidad que le rodea y preguntarse si no le convendría hacer lo mismo que la protagonista del cuento, y salir pitando a una casa de empeños y dejar en prenda a un cuñado incómodo sin importarle el dinero que le puedan dar por él.

Con todo, como la vida misma, ocurre también que cada personaje que transita por Autoficción se ve envuelto en una circunstancia particular y significante, vinculada a querer sacar provecho de su situación, a desear lo indecible, e incluso a posicionarse frente al deseo de otros, como le ocurre a quienes confluyen en Redes sociales, un relato armado de seres recurrentes e insignificantes que ocultan sus vidas tras la hipocresía social establecida para ampliar sus seguidores ad infinitum.


Tanto en unos relatos como en otros, el pulso narrativo y el tono se relacionan con el punto de vista desde el cual el autor cuenta la historia. En todos ellos el que más abunda no es otro que el tono irónico y tragicómico de sus escenarios, ya sea en un vestidor de unos grandes almacenes, en un ascensor, en un taller de escritura, en un autobús o en un parque. La voz propia de Márquez es reconocible en cualquiera de todos estos ámbitos. Su tono, ligereza y estética conforman un imaginario de enfoque sarcástico en el que encarna las vivencias de sus personajes para proyectar ese sesgo escogido de algo que nos hace pensar en asuntos nuestros.

Juan Carlos Márquez escribe con enorme soltura y eficacia, lleva a sus personajes al punto o extremo señalado y obliga al lector a obrar como testigo. Un pulso extraordinario entre escritor, lector y personajes, que es lo que distingue a la buena literatura.


martes, 14 de diciembre de 2021

Una sombra que se desentiende


En el fondo, la literatura es ciega, pero antes, el escritor ha tenido que haber visto y guardado en su memoria una infinidad de cosas para poderlas contar. Por eso, el lector cauto debe tener en cuenta, cuando se pone delante de un texto, que toda trama o argumento es banal si el escritor no encuentra la manera propicia de contarlo y darle vida propia, de un modo que dé la sensación de que tenía que expresarse así y no de otra manera, provisto de ese juego de palabras y en ese mismo orden. Y es que, además, la literatura tiene mucho de simulacro. Todo su secreto, por otra parte, está en que toda esa disposición formal sea convincente y contagiosa.

Hay voces literarias que vienen a decirnos esto, gracias a su singularidad y su manera misteriosa de involucrarnos con palabras en las que casi no nos reconocemos porque tienen su propia vida. La escritura de Luis Rodríguez (Cosío, Cantabria, 1958) se identifica con este estilo que provoca en el lector una forma insólita de leer. Autor de cinco novelas, entre las que destacan La herida se mueve (2015) y 8.38 (2019), todos sus libros ponen de manifiesto la voluntad de sus personajes de escucharse a sí mismos y estrechar lazos entre lo vivido y lo imaginado, para decirnos que, en realidad, el que escribe nunca está solo, que siempre lleva dentro ese «otro» que, como decía Proust, es el que sabe escribir de veras.

En los inicios de Mira que eres (Candaya, 2021), su nueva novela, uno de los personajes fabula sobre el vínculo de la literatura con la vida propia con esta analogía: “Me pasa con las personas lo que a un amigo con la escritura. Dice que escribe una frase, la corrige, la suprime, vuelve a escribirla y a corregirla, muchas veces. Al final la frase es, palabra por palabra, idéntica a la primera que escribió. Pero ya no es solo la primera frase: es una frase con mundo. Así deben ser mis opiniones de todo, parecen espontáneas, pero han viajado. Tienen mundo”.

Podríamos decir que en cada una de sus novelas está tácita la apuesta de asumir y trascender lo formal en su narrativa, a través de un juego literario en el que el trabajo novelístico contemple en su artificio el proceso creativo que, a su vez, refleje aspectos de la vida propia. En Mira que eres hay una recopilación de historias entrelazadas que dibujan la silueta de un personaje que podría identificarse con el lector. Para ello Luis Rodríguez se vale de un juego intermitente en el que se dan cita por igual contar y escuchar historias por medio de un repertorio de personajes que se confabulan y manifiestan a su aire, sin importarles el momento propicio para intervenir, dispuestos a desafiar y contrastar una de las preguntas claves del libro: “¿Para quién se escribe, para uno mismo, o para los demás?

El desfile de personajes es continuo y frenético, así como de autores de la talla de Flaubert, Nabokov, Faulkner, Foster Wallace, y otros muchos que acuden a lo que va aconteciendo con rastros de sus libros para completar o discernir cualquier pasaje de la novela. Encontramos a tipos obstinados con la literatura, impostores, convictos o actores que parecen negarse a dejar de representar a quienes interpretan. Todos ellos, partícipes de historias entrelazadas, lo hacen a partir de innumerables citas que vierten anécdotas que apuntalan ese punto de inflexión que tiene la literatura como lugar de encuentro para conectar con el mundo.

Es así como Luis Rodríguez nos hace partícipes del libro, incorporándonos a ese llamado de voces, no tanto como testigos de su manera de contar historias, descubriendo lo ya sabido por otros, sino participando en una fértil conversación literaria, entresacando de lo cotidiano ecos de otros escritores, con la intención de amplificar lo que respiran e intercambian los personajes que lo habitan. Digamos que a esta idea del libro se añade esta otra que consiste en situar al lector entre el narrador y el biografiado, sin ninguna certeza de que cuanto más te aleje de uno más cerca te pones del otro.


Para Luis Rodríguez, el lector es el oxígeno donde prende la literatura. Su único estilo para encender su interés lo encuentra en esa forma no lineal tan suya de narrar, cambiante y aparentemente desordenada. También lo encontramos en esa mezcla de historias paralelas que conforman en estratos su hilo narrativo por medio de la imaginación y de las lecturas recurrentes de las que extrae fraseos poderosos y requiebros literarios que no paran de señalar a la literatura como origen y objetivo de su obra, consciente de que, como ya quedó dicho en su novela anterior, citando a Don DeLillo: “Al término de cada frase aguarda una verdad, y el escritor sabe reconocerla cuando por fin la alcanza”.

Mira que eres es un artefacto de los que predisponen al lector a estar atento frente a su mecanismo que aguarda el momento de la detonación, un libro con un sesgo literario inmenso por donde transcurre literatura desentendida de su sombra y apunta sobre las posibilidades que otorgan el irresistible deseo de escribir.


lunes, 6 de diciembre de 2021

Aforismos por las nubes


La lectura de aforismos tiene como condición previa la aceptación tácita de que tiene sentido algo cuya tarea primordial es completar lo que queda dicho. Al menos esa es la actitud genuina de sus lectores, a la que se añade su fascinación por lo escueto, por lo mucho que es capaz de expandir la brevedad de lo que se presenta ante sus ojos. Pero también, su hondura, la que se encuentra implícita en el texto y convierte lo escrito en un terreno propicio para la iluminación, la perplejidad y el asombro, con la idea de encender nuestro interés por lo que transcurre en el texto y lo que revela de extraordinario e insólito.

Bien es cierto que en la propia esencia del aforismo existe una inexorable voluntad de verdad, de concisa y desnuda verdad, sutil y provocadora que, curiosamente se despliega por los mismos linderos de la poesía. El aforismo y la poesía se parecen en lo que tienen de epifanía, en su condensación, en el límite de su expresión, en esa suerte de lenguaje en busca de un resplandor o revelación. Hay un nexo compositivo parecido. De ahí que el aforismo surja con tanta naturalidad en las manos del poeta como un verso suelto. Muchas veces, podemos encontrar más poesía en dos o tres aforismos que en un largo poema. En esa analogía podemos situar al poeta como escritor en la frontera del aforismo, algo que ya intuía Borges en esta sentencia: “El poeta no construye enunciados sobre la realidad, sino que construye la realidad por medio de enunciados”.

Y digo todo esto porque quienes hemos leído la poesía de Itziar Mínguez (Baracaldo, 1972) desde La vida me persigue (2006), Cambio de Rasante (2015), Qwerty (2017) o Lo que pudo haber sido (2019) hemos sentido ese pálpito de enunciados, asombros y hallazgos de la realidad del día a día con esa voluntad concisa de hacernos caer en la cuenta de lo que acontece en lo cotidiano. Libros que hacen guiños permanentes al lector y, a la vez, lo toman de la mano para animarlo a acabar las elipsis de sus poemas, o lo inducen a experimentar sus reticencias. Su poesía trata de situar al lector en ese ámbito aforístico cercano de la confidencialidad, del pálpito de la realidad del sujeto poético que lo conforma, sin apenas artificio, tan solo con la audacia suficiente de la palabra ajustada para atrapar el interés del sujeto lector que lo acompaña.

Y ahora, en esa estela de levedad poética tan característica suya, nos sorprende con Nubes y claros (Cuadernos del Vigía, 2021), un libro con el que ha ganado ex equo el VIII Premio Internacional José Bergamín de Aforismos, un estupendo debut en un género tan exigente que, no solo precisa perspicacia, precisión y alcance, sino que requiere un talento muy intuitivo para condensar el lenguaje. Da la impresión de que en su cabeza ese mecanismo de creación de enunciados anduviera en permanente efervescencia. No se ha hecho esperar mucho, porque en sus más de trescientas miniaturas hay mucha vivencia personal, impresiones, imágenes poéticas, proclamas y un sin fin de ejercicios lúdicos que resumen una provechosa andanza a lo largo del tiempo por el aforismo, un género calificado por muchos de vocacional y paradójico.

En este lance fragmentario de ahora, Itziar se empeña en provocar en el lector un vislumbre de sus expectativas y, de alguna manera, lo realza con un buen álbum de instantáneas en el que las nubes se dejan querer, alternan e interactúan con el lenguaje y con la realidad palpable de la vida. Revelan algo de nosotros: “Las nubes dicen cosas de las que enseguida se arrepienten”. Muestran analogías con nuestra naturaleza: “Las nubes padecen un severo trastorno de personalidad”, e, incluso, se incorporan en nuestra habla: “Ojo con poner a alguien por las nubes, puede que acabe lloviéndote encima”.

En los aforismos de Nubes y claros hay también reverberaciones que aglutinan reflexiones, epifanías, hallazgos, notas, una amplia tentativa en la que destaca, además de su concisión, su plasticidad, preocupación ética y el gusto por la paradoja. Hay lugar para los sueños, las promesas, el deseo, el orgullo, las segundas oportunidades o las madres. De estas dos últimas dice lo siguiente: “Los consejos de las madres son como la letra pequeña de los contratos”; “Las segundas oportunidades son como las segundas rebajas. Nunca queda nada de tu talla”.

Quizá lo más contagioso del libro esté en ese pulso contenido que transmite la palabra del yo como personaje, atento a la vida azarosa, sin dejar de interpelarla, como si nos advirtiera de que: “Lo peor de todo nunca es lo peor de todo”, de que pasamos nuestros días mirando anodinamente las cosas, con el riesgo de diluirnos en el mero discurrir del tiempo. Reproducir los instantes de la vida, viene a decirnos, es abrir hueco, resquicios de lo que importa, como así queda escrito en uno de sus aforismos más afortunados: “No estar seguro de nada puede ser una gran ventaja”.


En este sentido, el paso del tiempo y sus consecuencias conforman buena parte del hilo conductor del libro, sin solemnidad, porque aquí el humor tiene mucha presencia y estatus: “La vida me ha obligado a perfeccionar mi cara de póquer”. Vivirla, según leemos, supone estar siempre en contacto con uno mismo, con ese testigo interior tan presente y ávido de indicios, tan necesitado de razones para manejar su intemperie y su nostalgia: “Cuánto quedó de nosotros en los cines que cerraron”. Verdad que es cierto y hasta resulta poético. Lo mismo que de recurrente tiene este otro aforismo: “Cuanto más empeño pones en olvidar más te acuerdas”.

En Nubes y claros descubrimos a una poeta que se encuentra a su antojo con el aforismo, como si esta práctica le viniera de lejos, un género, por otra parte, que revela muchos rasgos de la personalidad y carácter de quien lo escribe. “Escribir aforismos –nos dice– ayuda a saber que piensas cosas que no sabías que pensabas”. Ese vínculo aquí es palpable y trasciende, hasta el punto de sentirse uno a gusto y, por momentos, aforista implícito del libro.