miércoles, 26 de octubre de 2022

Queriendo saber todo


Se diría que no hay personaje de ficción que no herede algo de la mano de quien escribe, como tampoco existe un yo autobiográfico que no invente o imagine más allá de la realidad. Se escribe de fuera hacia dentro y viceversa. Desde la realidad hacia la ficción y vuelta a la realidad, como subraya Marta Sanz. También se escribe –nos dice– desde el misterio de un dolor íntimo. El lector interpretará si para expresar ese dolor que aqueja al narrador sus palabras actúan como metáfora, o, por el contrario, y gracias al poder del lenguaje, estas intentan imbuirnos en los contornos de alguna verdad afín a la vida de cualquiera de nosotros.

La protagonista y narradora de la novela Llego con tres heridas (Caballo de Troya, 2022) refleja ese sentir de mirarse en el espejo, por reflejo incondicionado, dejándonos conocer quién nos habla desde el otro lado del mismo. Ese alguien no es otro que la voz de su autora, Violeta Gil (Hoyuelos, Segovia, 1983), dispuesta a descorrer las claves de un pasado, revisarlo, mirarlo y hacérnoslo sentir, afrontando un reto narrativo que se sustenta en querer saber todo lo indecible acerca de su padre y de su desaparición: “En cada generación hay una pérdida –escribe–, y eso es lo que diferencia a una generación de la anterior. Pienso en cuál puede considerarse nuestra pérdida. Cuál la de ellos. Pienso en cómo hablar de la propia biografía abriendo caminos hacia lo común, lo que se puede compartir. A los cinco años de comenzar la comunidad en el pueblo, mi padre se mató, yo tenía tres meses. Y esa ausencia iba a marcar muchas cosas”.

En cada página de esta sorprendente novela hay tiempo y rescoldos de su ausencia. Tiempo pasado y presente en pos de escuchar lo que quedó en suspenso, pendiente de entender y asumir. Gil se afana en explorar con naturalidad y desnudez lo que ha ido creciendo a lo largo de los años y permanecido en su memoria, en la frontera en la que la muerte y la vida precisan que conecten, para entender todo lo que quedó sin decirse en las intermitencias del silencio familiar. Todo el relato se ciñe a una privacidad de un mundo contado desde la perspectiva femenina de una narradora a la que el lector, seducido por su voz, la acompaña en su búsqueda de la verdad, para ser testigo excepcional de una revelación de aquello de lo que nunca se le confió, un secreto a voces que la narradora necesita examinarlo para comprenderlo en toda su extensión.

El libro va despojando su tránsito narrativo en tres partes. En cada una de ellas, la autora establece un viaje indagatorio por lugares diversos de la península, acompañándose por diferentes miembros de su familia. Con ellos establece conversaciones singulares sobre muchos asuntos: el campo, la vida en comunidad, los libros leídos, las cartas, la muerte, los apegos, la relación colonial con Guinea Ecuatorial, la Transición, el dolor de las pérdidas, las ausencias, el amor... Habla con su abuelo, con su madre, y con ella misma, pero, sobre todo, habla de una necesidad imperiosa: la de romper el silencio de los vivos, trayendo a escena a su padre hasta imaginarlo en conversación animosa con ella.

Nada le falta ni le sobra a esta emocionante narración de supervivencia. En ella se urde una biografía que deja ver alguna herida sangrante, que no cauteriza porque estaba esperando airearse, para dejarse ver, para liberar esa verdad callada que guardaba en su seno. “La muerte es parte de mí desde que llegué a la vida”, confiesa. A eso aspira su escritura, a sacudirla de sus fantasmas y esclarecerla, necesitada de construir ese algo importante y proscrito de la historia familiar, para dolerse, eso no le importa, y entender, definitivamente, la existencia de un padre al que no conoció, con el propósito de “poder mirar la muerte sin tragedia, pero sin ligereza”.

Digamos que lo eminente y lo mínimo se pasea y trasciende por este libro de Violeta Gil, un relato cargado de materiales íntimos que ahondan en el vínculo familiar, ese que aparentemente nunca o casi nunca desaparece de nuestras vidas, como si estuviésemos obligados a protegerlo tal como acostumbra la tradición. Aquí nada salta por los aires. Lo que interesa es poder hablar, recobrar lo inexplicable, volver a casa dejando ver las heridas, como en el poema de Miguel Hernández: la de la vida, la de la muerte, la del amor. Los buenos libros funcionan siempre mostrando los rasguños de sus protagonistas y, curiosamente, tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no solo son las más importantes y pasan todos los días, sino que también son aquellas que cargan con nuestro pasado pendiente de respuestas.


Alguien dijo que es muy difícil escribir más allá de uno mismo. Puede que sea cierto. Violeta Gil no ha puesto freno en su debut a eso que llamamos la experiencia personal, dejando ver que todo se impregna de lo que hacemos y dejamos de hacer, de lo que fuimos y de lo que imaginamos, tanto para confirmar lo que hoy somos, como para evocar la impostura de nuestros fantasmas.

Llego con tres heridas es una novela que encandila, un relato de pálpito lírico y tono íntimo bien fraguado, que revela a una autora que ha elegido narrar una historia familiar sin eludir las contradicciones que encierra, con la rebeldía de remover lo zanjado, queriendo saber todo.


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