Anoxia (Anagrama, 2023), la nueva novela de Miguel Ángel Hernández, reverbera ese aire inquietante y misterioso en torno a esa práctica fotográfica de antaño a través de su protagonista, Dolores Ayala, una mujer que vive un duelo prolongado tras la trágica muerte de su marido y que, ahora, un encargo inesperado le permitirá reactivar su viejo estudio fotográfico, sobreponerse a su abandono personal y, sobre todo, la conducirá a impulsar sus ganas de vivir detrás del visor de su máquina de fotos, de volver a captar el detalle de un paisaje, de un momento irrepetible o de un rostro impávido, para llevarlo al laboratorio, a la magia del revelado y fundido que culmina su oficio. Esta oportunidad la llevará a poner fin a una inacción prolongada, un vuelco inusitado a la vida anodina que lastraba.
Pero hay que subrayar que Anoxia, además de transmitir ese pálpito lúgubre que tiene la fotografía de los muertos, posee un título poderoso y metafórico que nos sitúa en 2019 en el entorno de un pueblo costero del Mar Menor en el cual un temporal de lluvias ha provocado una catástrofe ambiental: inundaciones y miles de peces amontonados en la orilla de la playa, aleteando en su lucha por respirar para no morir. Al propio tiempo, la vida de Dolores pugna por sobreponerse de esa falta de vitalidad que le viene de lejos y que ahora, con la llegada del fotógrafo Clemente Artés, un anciano singular y discreto, recuperará el aire que le faltaba. Clemente se convertirá en el artífice de que Dolores dé un giro exponencial en su vida a través de esta particular tarea de fotografiar a los difuntos, y se pregunte qué secretos conservan en la conciencia sus familiares guardando las imágenes de los que ya no están.
Tras aceptar el trabajo, irá percibiendo ese embrujo que el propio Artés le irá volcando: “la certeza de que la fotografía tiene un sentido, que sirve de ayuda a los que quedan”. En ese aprendizaje y en las conversaciones entre ambos le dará motivos para hablar de la memoria, del paso del tiempo, la vida y la muerte y de cómo el pasado posee ese peso ineludible en el presente de los vivos. Percibe encontrar de nuevo el reducto necesario para dejar atrás sus momentos sombríos y sentirse útil disparando fotos, a diferentes horas, incluso, de su pueblo que ya llevaba tiempo sin retratar, ahora ya casi liberada de las ataduras que la llevaron a un retiro dilatado tras el accidente mortal de Luis, su pareja.
La vemos latir con sus fotos y daguerrotipos, con su despertar artístico, consciente de que ante lo que desaparece, el valor del testimonio de una imagen, de una foto, rebota el recuerdo. Es un acto de memoria: “Las imágenes calman, cauterizan las heridas. Le dan forma a un vacío, lo nombran, lo hacen visible, pero también protegen de él. En ocasiones, incluso logran apresarlo”. Tal vez por eso mismo, Dolores haya llegado a esa certeza de concebir que dar forma a ese vacío pudiera valer para convertir su viejo estudio fotográfico en un pequeño museo con sus fotos y con el legado recibido de parte de Clemente Artés, pero al margen del Archivo Fotográfico de la Región que dirige su director, un granuja de mucho cuidado.
Dice Miguel Ángel Hernández en el epílogo de su diario Presente continuo (2016) que “la escritura y la vida se comunican entre sí, constantemente”. Por eso mismo, en otro de sus libros de diarios, Aquí y ahora (2019) sostiene que, cuando esa comunicación se da, surge lo inesperado: “Escribir es también estar atento a lo inesperado. Porque lo inesperado, precisamente por inesperado, es lo que activa y moviliza lo que habías planificado en tu cabeza”. Es lo que ocurre en esta apasionante historia, una novela excepcional que se aleja del tono autorreferencial de sus tres novelas anteriores, para entrar a lo grande por el canal de la invención literaria, la ficción, construyendo un relato habitable, sugerente y lleno de sentido, como este que lleva Anoxia dentro en sus páginas.
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