viernes, 16 de junio de 2023

Historias íntimas


Todo lector tiene sus preferencias a la hora de elegir sus lecturas. Algunos nos fijamos mucho en el título del libro, tratando de descifrar lo que encierra en sí, o también lo elegimos movidos por la alegría de descubrir un nuevo autor, o por continuar leyendo más de ese otro escritor que tanto nos gusta. Además, nos atrae por igual lo insólito y la originalidad de la historia, lo mismo que el impacto de sus primeras líneas, la belleza del lenguaje, la construcción de los personajes o, simplemente, el tema urdido por el autor para tal fin. Es frecuente que no haya un solo factor que determine si un libro nos va a encandilar o no, sino la suma de varios, incluso influye nuestro estado de ánimo. A veces, hay que decirlo, elegimos un libro por la recomendación de un amigo con el que coincidimos en gustos literarios.

Podría de decirse al respecto que Fantasía alemana (Salamandra, 2023), el nuevo libro de Philippe Claudel (Nancy, Francia, 1962) reúne un número importante de las prioridades lectoras mías: un título sugerente, un autor admirado de escritura envolvente capaz de zambullirse en la belleza que surge de lo inquietante o sórdido. Pero, además, de otra particularidad, esa que a algunos lectores nos gusta sobremanera, y que tiene que ver con la consideración y naturalidad que un autor pone en el prólogo, o al final de la obra, con suma naturalidad, determinadas claves para entendérnoslas mejor con el libro, que permiten un diálogo más a tono con lo escrito. La reinterpretación de lo leído no se agotará con él como autor, sino que también limará esa idea arcana de que lo importante de la literatura no es solo su misterio, sino su pretensión, y eso siempre lo agradece el lector que busca alcanzar una mejor comunicación con lo escrito, con la idea de que su lectura refleje una visión particular del mundo.

Es lo que hace Claudel tras narrarnos sus cinco emocionantes y abrumadores relatos al final del libro, darnos a entender mejor lo que el propio autor quiso disponer para mostrarnos en las historias que protagonizan sus diferentes personajes en sus diferentes intimidades, bajo el prisma del mal que permanece latente en el tiempo. Dice el autor: “Aunque se redactaron en momentos y circunstancias diversos, todos estos textos se articulan alrededor de temas que son importantes para mí desde hace mucho tiempo: en primer lugar, la incongruencia de la historia y de los papeles que los seres humanos desempeñan en ella”. Deja dicho igualmente que en estas historias están presentes fragmentos de vidas en las que la culpabilidad, la memoria individual y colectiva tienen sus resonancias y agravios. Y finaliza con la salvedad de que Alemania siempre ha sido para él un espejo donde mirarse: “no tal como soy, sino tal como habría podido ser”, añadiendo que el término “fantasía”, obedece sencillamente al capricho del autor, “que se aparta del respeto a las reglas estrictas de composición o armonía”.

Dicho esto, entremos pues en los entresijos de las historias reunidas en Fantasía alemana. En la primera de ellas, bajo el título de Ein Mann (Un hombre), su narrador nos cuenta el deambular atormentado de un antiguo soldado alemán que busca dónde esconderse, lastrado con su culpa onerosa de haber participado en la confección de listas de prisioneros dentro del campo de concentración. Sobrelleva esa maldición como derrota de todo un país y de sí mismo, envuelto en un vacío existencial inapelable. En Sex und Linden, su protagonista, un hombre muy mayor, cercano a sus últimos días, a quien ya no le preocupa el futuro, rememora una poética de cada instante feliz de su pasado juvenil y amores apasionados compartidos, del discurrir de la vida, de su fervor por la música clásica, todo ello entrelazado con sus recuerdos de guerra y la persistente nebulosa que los envuelve.

En el tercero de los relatos, Irma Grese, Claudel nos presenta a una joven insustancial y apática que entra a trabajar en una residencia para cuidar a un anciano de pasado nada ejemplar, que no para de balbucear el himno nazi, en un momento en que ya se cumplen cinco años de la unificación de las dos Alemanias y donde: “los comunistas se habían convertido en liberales, pero los pobres seguían siendo pobres”. En la siguiente historia, asistimos a un relato singular, sucedido de forma diferente a como ocurrió en realidad. En ella nos cuenta la extraña desaparición del pintor expresionista alemán Franz Marc (1880-1916), artista que aquí, fuera de su tiempo, enloquece fustigado por las leyes delirantes de la raza aria.

El último de ellos, titulado Die Kaline, que completa el libro, es el relato más poético de todos, una historia conmovedora en la que una niña huérfana, superviviente de la catástrofe familiar donde ya no queda vivo ninguno de sus miembros, a excepción de ella, se pregunta, día tras día, si en algún momento llegará a su vida el renacer de las cosas verdaderas con las que dar sentido a su existencia solitaria y anodina. Este relato, así como los que les precede, crea un ámbito común, a través del personaje de Viktor que simboliza la metáfora del mal que remueve el alma de cada una de las historias, como si se tratara del mismo demonio, reflejado en la figura implacable de un guardia de un campo de concentración.


Es mucho lo que se anuda en estos relatos: la memoria, la culpa, la maldad, el destino individual, la carga histórica del ser humano y sus estigmas. Philippe Claudel, fascinado por esos reductos que aún transitan por la Alemania del pasado siglo XX, nos ofrece un libro inquietante, de gran virtuosismo narrativo, que explora precisamente en la ignominia y el horror del nazismo, en la conducta de quienes ejercieron de verdugos y en el dolor de los que lo padecieron como víctimas, dejando ver que la memoria siempre es más amplia que la experiencia.


martes, 13 de junio de 2023

Ecos y soplos que nos nombran


Somos muchos ya quienes, para decirlo sin rodeos ni reservas, tenemos a Ramón Eder (Lumbier, Navarra, 1952) como el mayor aforista español vivo. Los aforismos de Eder, tan desnudos, irónicos y vivos, dejan en evidencia casi todo aquello elevado en torno a este género tan exigente, donde el matiz de cada vocablo es esencial, haciéndolo como acostumbra, sin levantar la voz, a lo suyo, que es lo del mundo, lo de todos. Por esta misma senda transitan Los regalos del otoño (Renacimiento, 2023), su nueva entrega de aforismos, con la particularidad de mostrárnoslos en sus justos términos, con el atuendo necesario para que en su levedad porten agua clara y aire limpio, de manera que su carga alusiva logre, con palabras certeras, lo que se propone y no resulte vano su empeño: “El aforismo no pretende decir verdades como catedrales sino pequeñas verdades como diamantes”.

La brevedad aforística suya se caracteriza, siguiendo la estela de autores clásicos como Nietzsche, Lichtenberg, Chesterton, Jules Renard, Lec o Bergamín, por su sintonía con el punto de vista irónico común de todos ellos. Para el navarro importa también, y mucho, alejarse de toda solemnidad y grandilocuencia, pero eso sí, con gracia irónica: “Qué solemne sería la literatura sin los escritores menores de segunda fila, amenos y llenos de gracia”. Los grandes temas literarios, como el amor, la muerte, el destino, el egoísmo, el discurrir del tiempo, la aventura de viajar, el sentido de la vida, los anhelos y fracasos, la ambición, la soledad o la melancolía, encuentran resquicios en sus breverías: “Viajar es la mejor manera de combatir la melancolía”; “Los abismos más profundos son los interiores; “La alegría es un estado de gracia”; “A los egoístas nunca les salen las cuentas”; “¿Quién habla de fracasos? Sobrevivir es todo”; “La muerte hace que la vida sea fantástica”; “Solo se vive una vez y a lo sumo dos”...

Para Eder, escribir aforismos es una manera de pensar, de entender y de considerar la vida, de acercarse a ella y meterse en su sustancia: un ser y un estar. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, a meditar sobre ellos, sopesarlos y, de paso, a sacarles una mueca humorística: “Quien ordena nuestras cosas nos las desordena; “Los ignorantes se caracterizan porque no dudan”; “El que es buena persona no puede ser normal del todo”; “Las mujeres muy hermosas no tienen remedio”. Lo natural tiene esa perspectiva particular en su escritura, dispuesta para hacernos recordar cosas que sabíamos y nos importan, pero que tal vez habíamos olvidado. El lector musita en vecindad y compañía a lo largo de casi sus cuatrocientas muestras aforísticas, dejándose persuadir para interpretar y completar las rendijas y vacíos que ha ido esparciendo el escritor, como preludio de algo más misterioso y hondo no dicho.

Los aforismos de Eder se mueven por ese dictado, entre lo convincente y lo extraordinario. Por esos límites de nuestro lenguaje que, como decía Wittgenstein en su famoso Tractatus Lógico-Philosophicus, son los límites de nuestro mundo. Esa idea está presente en Los regalos del otoño, para hablarnos precisamente del mundo, como representación de lo que creemos que es, con nuestros propios códigos lingüísticos, pero de un modo indisoluble de mente y lengua, de aforismos como abrelatas del pensamiento ampliable a nuestras vidas, a nuestro presente conciso y llano: “Reírse más y quejarse menos enriquece cualquier vida”; “Nadie nos hace llorar más que los seres queridos”; “La ausencia de señales es una señal”; “Leer es una de las pocas formas de ganar el tiempo”; “La vida no es ni larga ni corta, es inconmensurable”.

Ramón Eder pertenece a esa clase de aforista que contempla al mundo con amabilidad, desparpajo y cierto aire de ironía. Sus libros llevan implícito la idea de dar un paseo, esa actividad vital en la que apenas reparamos para adentrarse en la magia y el misterio de lo cotidiano. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca con desenfado, a meditar sobre ellos y sopesarlos. Sentimos, en cualquiera de sus manifestaciones, que sus aforismos son síntesis que brotan de la vida corriente, y al leerlos tan así nos percatamos de la verdad honda que se deja ver en sus palabras, una verdad que no es una ocurrencia sobrevenida ni que, en realidad le pertenece sólo al aforista: concierne a todos.


Por todo ello, Los regalos del otoño es un libro ideal para degustar en pequeñas dosis, en cualquier momento y lugar, un ventanal fresco y ligero capaz de abrirnos los ojos y poder avistar sutiles miniaturas que aspiran a ser leídas bajo el espíritu que anima su prólogo: “para darle vueltas a los posibles dobles sentidos de las palabras”, un mural crítico a la vida que compulsa el sentido común de muchas cosas, una acequia susurrante en la que cada aforismo se desliza hacia lo que se funde y entremezcla con la verdad de la escritura y de la vida. Los aforismos de Ramón Eder dejan siempre ecos y soplos que nos nombran.


miércoles, 7 de junio de 2023

Derribar el estigma


“Mi padre era un borracho, aunque sé de sobra que la palabra «borracho» no significa casi nada. Sirve para clasificar, para separar a los que beben mucho y mal de los que beben poco y bien, y, según Aristóteles, clasificar es un medio necesario para alcanzar el conocimiento, de la misma manera que hablar, aun con palabras decadentes, es la única cuerda que tenemos para sujetar todo esto”, confiesa la narradora de Material de construcción (Random House, 2023), que no es otra que Eider Rodríguez (Rentería, 1977), autora de cinco libros de relatos: Carne (2007), Y poco después ahora (2007), Un montón de gatos (2010), Bihotz handiegia (2017) y Un corazón demasiado grande (2019) que, ahora, por vez primera, se sumerge en una novela intimista para ahuyentar el silencio del drama que marcó para siempre a su propia familia y hablarnos de su padre.

Ya, desde sus inicios, el lector se da cuenta de que asiste a un despojo sentimental honesto, transformado en una carta al padre en la que quien habla es la hija para explicar su rabia contenida y su dolor prolongado e implacable durante años, y que, ahora, desde el poder de la escritura, la empuja a desatarse del pasado y recuperar la memoria mediante la escritura para sobrellevar mejor las vergüenzas, el peso de lo real y, tal vez con ello, derribar el estigma. Trasciende aquí la puerta oculta que toda vida familiar tiene, ese laberinto propio de silencio, de pasillo sellado. En el seno de este núcleo familiar persiste un infierno en ascuas, un sentimiento de culpa indeleble en el alma de quien habla, de quien sabe que, aunque están muy cerca unos de otros, conforman un archipiélago de seres separados por un cerco infame que impiden que conecten.

Dice la narradora que anda necesitada de simular el silencio para que, de una vez por todas, las palabras tengan el significado que deben tener para entendérselas tras la muerte del padre, para intentar comprender a ese padre ausente y desconocido que fue en vida. Eso es, en esencia, el asunto central del libro: conocer quién era el padre, dentro y fuera de su alcoholismo. Y ese mismo discurrir llevado también a una indagación en torno al lenguaje sobre cómo narrar la experiencia individual y conducirla al territorio de lo indecible, de lo execrable de un comportamiento que termina en lacra y en vergüenza: “La vergüenza es una emoción asociada a la moral y a la conciencia. A la censura, a la mirada ajena, a la duda si una es digna de ser querida. Su símbolo es la mancha, aquella que no se puede limpiar y que es objeto de todas las miradas”.

Material de construcción es un título que reúne distintas consideraciones. No es solo un epígrafe referido al negocio familiar de los padres de la narradora, un almacén de cementos, azulejos, lavabos, mamparas o griferías dispuestos para la venta en Rentería, sino que, a su vez, infiere en un juego simbólico referido a los materiales de los que estamos hechos y nos conforman como seres humanos. Cabe decir que, en ese juego de palabras, está presente también cómo se ha ido construyendo la novela: en capítulos largos y cortos, bajo la forma de diario, y en la que además aparecen cartas del padre. Digamos que ofrece diferentes perspectivas por donde se cuela la memoria de la narradora para contar la realidad, con nombres y apellidos, de quienes han conformado el mundo circundante del padre: vecinos, compañeros de trabajo, amigos y familiares.

También queda retratado el ambiente de aquellos años duros de los ochenta en Euskadi, una época combativa, de violencia, drogas, batallas callejeras, bajada de persianas, miedo y tensión política. Todo transcurre desde un punto de vista en el que a menudo entra la mirada de una niña, de una adolescente o, de una mujer madura que habla desde su interior: “Dejo que las palabras hagan su trabajo. El silencio no existe, es hablar hacia dentro. Creía que era una manera de desaparecer, de guardar las palabras solo para mí, sin calcular que, además de las mías, las palabras de los demás también se me quedarían dentro. Por el contrario, hablar es en ponerse en peligro”.

Eider Rodríguez pone voz además a una madre, la suya, que lleva para adelante el negocio familiar al propio tiempo que se sobrepone de las recaídas y asperezas de su marido: “Hablo por teléfono con mamá. Le digo que estoy escribiendo sobre papá. Le digo que ella sale. Creo que no le gusta, pero es mi manera de decir la verdad”. En ese ir hacia la madre en busca de consuelo tras la muerte del padre, queda fuera lo que supuso ese acercamiento: descubrir a una mujer sufrida y sacrificada, contrapunto de un padre desvalido y menguado, una madre que supo rearmarse calladamente. Todo este sentir de madre e hija sobre el padre queda bien resumido en esta entrada del diario que dice tanto en una sola línea: “Estabas dispuesto a morir por nosotras, pero no estuviste dispuesto a vivir por nosotras”.


No es fácil contar lo que aquí se cuenta. Hace falta arrojo y maneras. La literatura es un arma poderosa para cavar en los recuerdos, para atreverse a contar, con honestidad, la rabia y el desacato. Eider Rodríguez se atreve a ello. Su Material de construcción es un relato desnudo y descarnado que surge desde esa necesidad íntima de despojar aquellos recuerdos que la lastran y que le sirven como el desafío de una hija para hablar de su padre sin prejuicios, alguien muy lejos ya, que escapó de la responsabilidad de serlo en vida.