La brevedad aforística suya se caracteriza, siguiendo la estela de autores clásicos como Nietzsche, Lichtenberg, Chesterton, Jules Renard, Lec o Bergamín, por su sintonía con el punto de vista irónico común de todos ellos. Para el navarro importa también, y mucho, alejarse de toda solemnidad y grandilocuencia, pero eso sí, con gracia irónica: “Qué solemne sería la literatura sin los escritores menores de segunda fila, amenos y llenos de gracia”. Los grandes temas literarios, como el amor, la muerte, el destino, el egoísmo, el discurrir del tiempo, la aventura de viajar, el sentido de la vida, los anhelos y fracasos, la ambición, la soledad o la melancolía, encuentran resquicios en sus breverías: “Viajar es la mejor manera de combatir la melancolía”; “Los abismos más profundos son los interiores; “La alegría es un estado de gracia”; “A los egoístas nunca les salen las cuentas”; “¿Quién habla de fracasos? Sobrevivir es todo”; “La muerte hace que la vida sea fantástica”; “Solo se vive una vez y a lo sumo dos”...
Para Eder, escribir aforismos es una manera de pensar, de entender y de considerar la vida, de acercarse a ella y meterse en su sustancia: un ser y un estar. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca, a meditar sobre ellos, sopesarlos y, de paso, a sacarles una mueca humorística: “Quien ordena nuestras cosas nos las desordena; “Los ignorantes se caracterizan porque no dudan”; “El que es buena persona no puede ser normal del todo”; “Las mujeres muy hermosas no tienen remedio”. Lo natural tiene esa perspectiva particular en su escritura, dispuesta para hacernos recordar cosas que sabíamos y nos importan, pero que tal vez habíamos olvidado. El lector musita en vecindad y compañía a lo largo de casi sus cuatrocientas muestras aforísticas, dejándose persuadir para interpretar y completar las rendijas y vacíos que ha ido esparciendo el escritor, como preludio de algo más misterioso y hondo no dicho.
Los aforismos de Eder se mueven por ese dictado, entre lo convincente y lo extraordinario. Por esos límites de nuestro lenguaje que, como decía Wittgenstein en su famoso Tractatus Lógico-Philosophicus, son los límites de nuestro mundo. Esa idea está presente en Los regalos del otoño, para hablarnos precisamente del mundo, como representación de lo que creemos que es, con nuestros propios códigos lingüísticos, pero de un modo indisoluble de mente y lengua, de aforismos como abrelatas del pensamiento ampliable a nuestras vidas, a nuestro presente conciso y llano: “Reírse más y quejarse menos enriquece cualquier vida”; “Nadie nos hace llorar más que los seres queridos”; “La ausencia de señales es una señal”; “Leer es una de las pocas formas de ganar el tiempo”; “La vida no es ni larga ni corta, es inconmensurable”.
Ramón Eder pertenece a esa clase de aforista que contempla al mundo con amabilidad, desparpajo y cierto aire de ironía. Sus libros llevan implícito la idea de dar un paseo, esa actividad vital en la que apenas reparamos para adentrarse en la magia y el misterio de lo cotidiano. Nos pone en contacto con los enigmas del vivir y nos anima a mirarlos de cerca con desenfado, a meditar sobre ellos y sopesarlos. Sentimos, en cualquiera de sus manifestaciones, que sus aforismos son síntesis que brotan de la vida corriente, y al leerlos tan así nos percatamos de la verdad honda que se deja ver en sus palabras, una verdad que no es una ocurrencia sobrevenida ni que, en realidad le pertenece sólo al aforista: concierne a todos.
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