lunes, 22 de enero de 2024

Un viaje a todas partes


Para Lucho Aguilar (Valencia, 1958), maestro y músico contrabajista de jazz, licenciado en Historia y Ciencias de la Música, “un libro de aforismos es un pequeño viaje a todas partes”. Pensamiento que me parece un acierto descriptivo con el que estoy de acuerdo. Es la sensación que tengo cada vez que me dispongo a leer un libro de este género: saber que emprendo un trayecto que me llevará por todas partes, como metáfora de la realidad circundante, que me predispone a ampliar lo que ya creía conocer. Ahora bien, para escribir un buen libro de aforismos se precisa que el escritor se abastezca de una buena cartografía que nos desplace por sus distintos puntos cardinales y que nos revelen sus enigmas y toques de atención, para que nos hagan ver las cosas desde otras perspectivas que permanecían veladas.

Lo que esconde el manglar (Trea, 2023), primera incursión de Lucho Aguilar por este territorio tan enfático y fragmentario del pensar por lo breve, ofrece precisamente esa idea de cartografía aforística, de microcosmo de alguien que encuentra motivos suficientes para comunicarnos algunas revelaciones de la complejidad sintética de la realidad, de lo efímero, de lo que nos rodea e importa, de la vida misma para vislumbrar sus detalles y entresijos. Siempre me ha parecido que para escribir un libro de aforismos se necesita un buen almacén propio de lucidez y reverberaciones que den pie a un destello para convertirlo en una frase reflexiva o en algo conciso que provoque alguna extrañeza más a tener en cuenta. A esa alacena recurrente, el autor acude para encontrar la combinación necesaria de fragmentos, imaginación, observaciones y razón de ser que le den pie al asombro.

Porque por mucha magia que encierre algo, no se puede crear desde la nada. La lógica viene a decirte que, para hacer una tortilla, lo primero es romper el huevo y, después batirlo. En ese quehacer, Lucho Aguilar se las maneja con atrevimiento y mesura, es más, deja entrever que su manera de concebir sus aforismos proviene de calibrar su mestizaje entre lo poético y lo filosófico. En Lo que esconde el manglar encontramos un centón de paradojas que muestra, bajo un orden aparente y dispar, el caos real de lo que nos importa, y viene a confirmar que la realidad es siempre más compleja de lo que parece. El libro está conformado por trescientos trece aforismos, mayormente concebidos en una frase, como forma sucinta de provocar en el lector la atención sobre lo que la realidad despliega, incluso con lo que no se ve en su apariencia y reverbera como inédito para sorpresa del lector “Repostar en la duda”, dice en una de ellas.

Le gusta utilizar la metonimia como tropo que le sirva para promover el efecto de algo por la causa o viceversa, como es el caso de estos ejemplos en los que el uso de los dos puntos lo resaltan: “Aforismos: manglar de sentidos”; Aforismo: nebulosa de luz”; “Ayuno del yo: ligereza del ser”; “Certeza: plenitud de incertidumbre”; Neurosis: mirar con lupa donde no hay nada”. Otro recurso literario del que hace gala Lucho Aguilar es la paradoja, empleando expresiones que muestran su aparente contradicción para que el lector las chequee o refute: “Mirar por encima del hombro estrecha el campo de visión”; “Las listas negras admiten otras razas”; “Lo que salta a la vista bien pudiera ser un trampantojo”; “En general, lo particular”; “No leas si no quieres; pero, si lees, atente a las consecuencias”. También recurre el escritor a la greguería para exaltar aspectos de la realidad tirando de humor, como se aprecia en estos aforismos que parecen surgir espontáneamente de su imaginación: “Es una balsa de aceite, pero en constante ebullición”; “Copulan a modo de armisticio”; “En la taberna es de izquierdas; en casa de derechas; y en la cama, se abstiene”; “Saber callar es la forma suprema de elocuencia”; “La vanidad es una suerte de priapismo”; “Cada día es una prórroga”...

Se aprecia también una predisposición indisimulada del autor para acudir a la ironía, como la mejor forma que tiene la paradoja para sabotear nuestras certezas hasta ponerlas en entredicho. Por otra parte, creo, además, que muchos de sus aforismos buscan agitar nuestra conciencia, aunque no sea su único fin. Es interesante ese propósito, que nos mueva un poco del asiento y nos dé razones para pensar que la vida, en general, es inquietante, algo así como deja dicho este otro aforismo suyo: “La existencia podría ser descrita como un conjunto de signos de admiración e interrogación, acompañados, a su vez, de series de puntos suspensivos”.


El libro, en resumen, reúne un buen puñado de reflexiones extraídas de la realidad cotidiana y de los propios pareceres del autor, algunos con halo enigmático y secretos por descifrar de la memoria, de la conciencia o de lo inmediato del saber y el modo de acercarse a la experiencia de la vida. Eso sí, todo dicho con contención y sencillez, con aire de hospitalidad y sentido de humor.

Digamos pues que Lucho Aguilar ha escrito un buen libro de aforismo que aspira a una cierta empatía moral con el lector, bajo el propio espíritu del género en su factoría de juego de palabras, servidas para que quien se acerque a sus aledaños las recree a su antojo y provecho.



martes, 16 de enero de 2024

Almas impulsivas, arrebatadas


Hay un sinfín de titulares que encajarían con la idea y el espíritu de esta novela documental y lírica, ganadora del reciente Premio Café Gijón, de la asturiana Ana Rodríguez Fischer, profesora de Literatura Española en la Universidad de Barcelona, crítica literaria habitual de Babelia y autora de novelas como El pulso del azar (2012) o El poeta y el pintor (2014) entre otras. Podrían regirla muchos encabezamientos, porque, conforme se avanza en la lectura de Antes de que llegue el olvido (Siruela, 2024), van llegando epígrafes que sobrevuelan el tiempo, que designan el sentido de elegía luminosa que impelen sus páginas sobre una época apocalíptica, de inacabable locura, como fue aquella etapa crucial de la historia de Rusia, cuyos ecos se hicieron notar en Europa, cuando la represión estalinista, tan despiadada, truncó la vida de tantas personas inocentes, incidiendo especialmente en gran número de escritores disidentes de la cultura rusa de aquel tiempo.

La novela, en sí, es una supuesta carta que Anna Ajmátova escribe a Marina Tsvietáieva en sus últimos años de vida, dos décadas después de la muerte de ésta en 1941, consciente de que debería haberlo hecho mucho antes, se decide hacerla visible, como subraya al final del libro: “porque es importante decirlo todo cuando el otro aún no ha acabado de marchar, antes de que llegue el olvido”. Toma como punto de partida el momento en el que Anna recibe la trágica noticia por parte de Lidia Chukóvskaia, crítica literaria, poeta y amiga íntima. Por aquel entonces, Ajmátova había comenzado a escribir Réquiem, uno de sus poemarios más famosos en el que se dejó la piel para que no olvidáramos cómo Rusia se convirtió en un problema de conciencia, miseria y muerte. El tiempo apremia y Anna siente su pálpito, abriga cierta esperanza en que los años por venir serán determinantes para todos.

Rodríguez Fischer despliega su imaginación, dándole el protagonismo a su personaje para que sea ella la que convoque en su carta a los auténticos héroes de aquellos tiempos recios para la literatura: Nikolai Gumiliov, su esposo, demasiado orgulloso para ceder al miedo reinante; Ossip Mandelstam, víctima de su absurda alegría de vivir; Marina Tsvietáieva, abandonada por todos, cuando una mano tendida la hubiera salvado de suicidarse. Ajmátova también piensa en su hijo, que lleva tiempo en un gulag, por ser el descendiente de un enemigo del pueblo, como así se tachaba a quienes no comulgaban con el régimen. Ella no quiere que se la vea como una participante de una generación perdida, sino como una voz perteneciente a una generación lírica imperecedera.

Recuerda su infancia y su apego a Pushkin, el gran poeta del amor que también cantó a la libertad: “Eso fuimos tú y yo, Marina. A veces, muy felices; otras, profundamente desgraciadas. Tuvimos libertad y soledad, pero también sufrimos órdenes y prohibiciones... Aun así, pudimos reír y soñar”. También le confiesa cómo aprendió a componer versos alegres sobre la vida sencilla y natural. Hay en toda esta larga confesión una decidida esencia de felicidad latiendo inseparablemente de la idea de redención, como se constata en estas líneas: “Lamento la primera imagen que te forjaste de mí: Anna Ajmátova, la musa del llanto. Pero tú bien sabes que cuando una mujer escribe, lo hace para todas las que han callado miles de años, siguen callando aún, y callarán por siempre jamás”.

Antes de que llegue el olvido es una novela introspectiva, desplegada, a su vez, hacia lo que ocurre afuera y que no solo tiene como protagonista a Anna Ajmátova, poeta de San Petersburgo y viajera del mundo de adentro, sino que hay referentes y citas de más personajes consagrados, como Maiakovski, Pasternak, Blok o Brodsky, que recalan en el texto para dejar ecos de sus vidas y circunstancias. “En realidad –dice Ajmátova–, nuestra generación apenas saboreó la miel: fueron contadas nuestras horas, quedó truncada y rota nuestra obra, y dos guerras crueles abrasaron nuestro breve o largo camino”. Ella, que había sido una poeta muy querida por sus lectores antes de la Revolución de Octubre, y ampliamente respetada, estaba siendo sometida a un encierro domiciliario y a guardar silencio público tras regresar a su país.


Ana Rodríguez Fischer logra con esta fascinante novela un relato potente e intenso en el que la voz de su protagonista se mantiene a la altura del grito, del dolor, de la confidencia, hasta conmovernos para dejarnos llevar por un sendero narrativo evocador, de unos hechos históricos contados con una amenidad extraordinaria en todo su contexto, con la sola idea de acercarnos por entero a la esencia de la escritura y la vida cuyo objetivo no es otro que atravesar las apariencias para alcanzar el ámbito de la verdad.

viernes, 12 de enero de 2024

Cuando el amor lo acapara todo


Siempre digo que una de las virtudes que debe tener un libro para quien lo toma entre sus manos es su hospitalidad. Sin ella, el lector, lo más seguro, buscará otra posada. La publicación de Amores patológicos, de Nuria Barrios, tuvo buena acogida entre los lectores y algún que otro reparo en la crítica, cuando apareció en 1998, tal vez por la impronta del lenguaje exhibido, donde la pasión y el sexo irrumpen sin cortapisa, ni medias tintas que suavicen el impacto de sus excesos. Precisamente por eso mismo, a muchos nos pareció una apuesta novedosa e insólita de contar historias carnales, repletas de adrenalina, por medio de un lenguaje vibrante y voraz para exponer el amor y la desmesura pasional que provoca.

Amores patológicos vuelve a editarse, al cabo de veinticinco años en Páginas de Espuma. Dice la propia autora en el prólogo del libro que “releer su primer libro (que fue su estreno literario) reveló ser un ejercicio de asombro, de humildad, de curiosidad, también de hospitalidad”. Cuenta Nuria Barrios, con detalle, lo que supuso “releer, reinterpretar, reescribir, revitalizar” el libro que, ahora, cobra de nuevo vida y que viene a confirmar para ella la responsabilidad de abrir puerta otra vez a una recreación que, inevitablemente, le vuelve a exigir una confabulación previa que no sospechaba que se fuera a dar nunca, pero que le ha permitido entender y vislumbrar que en literatura “ni pasado ni futuro están cerrados” a un reencuentro prometedor.

Una de las facetas más significativas que se va a encontrar el lector en Amores patológicos se encuentra en su estructura. Me refiero a esa conexión que mantienen los relatos entre sí a través de los personajes, algo muy novedoso en su día, un enlace que permite establecer vidas cruzadas entre ellos. En unos relatos son actores secundarios que, en otros, llegan a erigirse en protagonistas. Este esquema narrativo convierte al libro en un ramillete de historias entrelazadas con cierto alcance refractario por donde transita el sexo con sus desvaríos. El tiempo mismo cobra en dichos cuentos sentido interactivo, hasta ser un factor determinante para que salten las obsesiones entre los personajes y estallen, para convertirlo todo en un maremágnum azaroso y arbitrario.

En cada alcoba donde surgen todos estos conflictos es el propio individuo quien se dispone a explayarse en menudencias íntimas, mediante un juego de luz y sombras, de lo visible y lo escondido que, en paridad, no es sino una promesa de emociones carnales. Aquí cada protagonista queda determinado para aprovechar su momento, sin perder comba, sin ataduras (o sí), llevado por la corriente del juego amoroso y sus abismos, donde el tacto, el gusto y el olor corporal se exhiben a diestro y siniestro. Es el caso de Pablo, en el relato de Albóndigas afrodisíacas, que como cuenta la narradora “era antropófago. Quería comerme y se inventó un ritual... A Pablo le gustaba recorrer mi cuerpo hasta dejarlo cubierto de saliva y esperma, como el rastro transparente de un caracol”.

Hace falta instinto, eso que llaman talento, para mirar ahí sin rubor, con arrojo, y técnica para saber contarlo. Barrios posee ese rango y esa capacidad para hacerlo de un modo significativo y que surjan aspectos oscuros e irritantes de la experiencias humana, compaginándolo con cierto aire de ternura y frenesí, como así se airea en este otro relato titulado, El olor dura más que el amor: “El sexo hay que olerlo antes de catarlo... No hay amor que dure con la nariz tapada [...] Después de todo, el olfato no es la máquina de la verdad, sino una forma distinta de conocimiento, más audaz, más íntima. No sirve solo para el amor de pareja. Las madres huelen a sus hijos, con los años los hijos huelen a sus padres, muchas amistades nacen en los cuartos de baño: oliendo al otro por dentro...”

Sus personajes son seres dispuestos a no apagar su pasión, cuyos deseos se imantan y se tensan en dirección a un haz de posibilidades, a veces contra el deseo de otros, algo incontrolable, proveniente de una patología, en ocasiones fetichista y pérfida, en otras, sentimental y afectiva. Seres que deberán enfrentarse o sobreponerse a esa fuerza opuesta de la que parecen destinados a no poder escapar. El centro de interés de la mayoría de estos cuentos se encuentra en la relación que mantienen sus protagonistas, lo que hacen y dicen, la influencia que unos tienen sobre los otros, sus ambiciones y secretos y, desde luego, la voluptuosidad que muestran.


Amores patológicos es un libro lleno de contrastes que acapara la intimidad de los seres que deambulan por sus páginas. Sus personajes viven situaciones de fragilidad hecho que les lleva a aliviar sus cuerpos mediante encuentros fogosos. Para todos ellos existe un anhelo recóndito de dar rienda suelta a sus fantasías, a pesar de sus muchas zonas de penumbra. Lo grotesco, el dolor invisible y las relaciones inciertas se suceden en cadena.

Nuria Barrios, con mucho oficio y coraje, deja latente en este libro suyo fascinante y corrosivo una intención más amplia y más profunda entre los bastidores de cada historia que, incluso, irrumpe en el ámbito de lo trivial y disparatado de todos nosotros, dando paso a un juego de impactos y perplejidades en las que el amor lo acapara todo: “Amores patológicos. ¿Y qué amor no lo es?”



lunes, 8 de enero de 2024

Murmullos del tiempo


“Hay momentos en que no puedo evitar pensar en el pasado. Sé que es en el presente donde hay que estar. Siempre ha sido el sitio en el que estar. Sé que gente muy sabia me ha recomendado permanecer en el presente el mayor tiempo posible, pero a veces el pasado se presenta sin previo aviso. El pasado no aparece por completo. Siempre reaparece por partes. De hecho se desmenuza. Se presenta como si se hubiera vivido de forma fragmentaria [...] Porque supuestamente es el presente el que forja recuerdos. Es lo que forja el pasado. A veces parece muy fugaz”.

Estas reflexiones tan redondas y ajustadas al sentir crepuscular de quien las dice, que no es otro que Sam Shepard (Fort Sheridan, Illinois, 1943-Midway, Kentucky, 2017) conforman mucho del significado de su último libro, Espía de la primera persona (Anagrama, 2023), una obra póstuma que logró terminar gracias a la ayuda de sus hijos y de la cantante Patti Smith, su amiga de toda la vida. En este libro, breve, hondo y conmovedor, el escritor y dramaturgo recurre una vez más a la literatura para lidiar con la complejidad de una enfermedad degenerativa, postrado en una mecedora, consciente de que pese a todo lo irremediable, la literatura es un lugar de combate propicio, trinchera y avanzadilla para sortear la incomunicación y blandir la desobediencia, la transgresión y la rebeldía de la condición humana ante cualquier adversidad.

Se observa así mismo, meciéndose en el porche de su casa, contando historias para quien le acompaña o, incluso, “murmurando para sí mismo”. A su alrededor, de manera inasible para él, observa el discurrir del verano, el zumbido de los insectos, el revoloteo de los petirrojos que no paran de piar, entrecruzándose con las múltiples pruebas médicas que le han realizado. Llega el momento de la verdad, el informe del neurocirujano: “Él fue quien me explicó que algo no iba bien. Y yo le dije, bueno, ya sé que algo no va bien. ¿Por qué cree que estoy aquí?”. Diagnosticado de ELA en 2016, Shepard quiso atarearse en buscar entendimiento, fiel a su temperamento tenaz, y comprender enseguida que se trataba de aceptar lo que inevitablemente le viniera.

Espía de la primera persona es un libro hermoso y turbador, alejado de todo lamento, una novela donde la meditación está presente, como baluarte de convivencia con el propio ser. Shepard considera que, para escribir, como para vivir o para amar, no hay que apretar, sino soltar, no retener, sino desprenderse. Y tal vez, por eso mismo, su libro se encauza bajo la mirada de alguien que espía a un hombre acabado que, en su precaria soledad, evoca recuerdos y reflexiona acerca de Vietnam, del Watergate, de la fuga de Alcatraz o del final de la historia de Pancho Villa. Está aparentemente inactivo, pero sentado comprende mejor que el mundo no depende de él, y que las cosas son como son, con independencia de su intervención.

Le sobrevienen pensamientos y preguntas sobre quién es esa otra persona que le observa desde lejos: “¿Por qué me mira? No lo entiendo. En estos momentos nada parece funcionarme. Manos. Brazos. Piernas. Nada. Permanezco tendido. Esperando a que alguien me encuentre. Me limito a mirar el cielo. Huelo su proximidad”. La realidad para él no huye, somos nosotros quienes huimos de ella. Por eso mismo, inquiere meditar, darse un baño de ser y permitir que esa realidad suya se exprese. Vivir supone aquí estar siempre en contacto con uno mismo, colocarse oportunamente en cada quietud y silencio. Consciente de que la enfermedad que padece lo irá paralizando de forma progresiva, hasta causarle la muerte, Shepard quiere contarnos la tiranía del proceso con cierto estoicismo, sin titubeos ni dramatismo y, al mismo tiempo, urdida con lacónica ironía.


La prosa de Shepard es seca, de una firmeza y pulcritud sin adornos, que alumbra y seduce, y que nos recuerda el despojamiento del también dramaturgo y narrador Samuel Beckett, una de sus primeras y más duraderas influencias. Aquí, como hemos dicho, se conjugan dos voces: la de un hombre decrépito, hostigado por una enfermedad que lo va paralizando poco a poco y la de alguien “posiblemente al servicio de una críptica agencia de detectives”, que espía sus limitados movimientos.

Espía de la primera persona es una bella recapitulación sentimental, un texto dispuesto bajo una destilación narrativa conmovedora y honesta, que encarna la existencia y estética de su autor, una novela que posee un lenguaje íntimo y directo, velado por el murmullo del tiempo. Este es un libro en el que la literatura y la vida se estrechan al máximo, un testimonio que confirma que las palabras son el verdadero germen que pone valor y sentido a la obra escrita. Es precisamente eso lo que hace Shepard con suma contención y nobleza.